CAPÍTULO 15
Durante el fin de semana no me moví de casa. Tenía muchísimo para hacer, es verdad, pero también esperaba su llamada. Para jugar con mi ansiedad, recibí no menos de diez comunicaciones de venta telefónica («estamos llamando para avisarle de que usted ha salido favorecido en un sorteo… Ha ganado dos billetes a la sierra del culo de la mona para conocer unas hermosas cabañas recién estrenadas y muuuuuy baratas…»), seis llamadas a números equivocados (una de ellas en japonés) y dos de mi mamá («discúlpame que te vuelva a llamar pero no te escuché bien hace un ratito cuando hablamos»).
Finalmente, el domingo a las cinco el teléfono sonó por vigésima vez y era ella, charlamos un rato demasiado corto («te dejo porque se va a cortar y no tengo más monedas») y quedamos en vernos.
A eso de las ocho, después de no encontrarlo en su casa, llamé a Pablo al móvil. Estaba en Carambola, un barcito a pocas manzanas de casa, donde él solía jugar al billar. Acordamos que en media hora pasaba por ahí para tomar un café y charlar un rato… Me vendría bien hablar con él de lo que me estaba pasando.
—Me siento un tarado contento —empecé a decirle.
Ésa era la descripción que había elegido de mí mismo mientras esperaba que terminara el partido.
—Y debe ser una de las peores imágenes que se puede tener de uno mismo —seguí, mientras el camarero servía los cafelitos—. Soy un estúpido casi feliz. Lleno de expectativas que creo absurdas… —terminé, con ese aire de poeta bohemio y nihilista que ronda Buenos Aires los domingos al anochecer.
—Para el carro, macho —me abofeteó Pablo—, la semana que viene te vas a encontrar con una chica que te gusta, eso explica lo de contento, me parece lógico. Ahora lo de sentirte un tarado… No lo entiendo. ¿A qué viene eso?
—Te acuerdas que te conté que es una chica bastante especial y que me tenía loco con eso del destino y que no me llamaba…
—Sí. ¿Pero no me has dicho que te llamó y habéis quedado en encontraros?
—Eso, justamente. ¿No te das cuenta?
—No. Ni un poquito.
—Lo decidió ella. ¿Comprendes? Ella me llamó, ella dispuso cuándo, ella eligió el día y la hora… ¿Qué me dices?
Pablo hizo un silencio, levantó los hombros y me miró por encima de las gafas como diciéndome sin palabras que no entendía de qué me estaba quejando.
—Pero, Pablo, ¿qué te pasa? Es como si me robara la conquista. Ella es la que corta el bacalao, la que marca los tiempos, la única que tiene el número de teléfono. Tiene toda la baraja en la mano… No lo soporto.
—No lo soportas… —confirmó Pablo para estar seguro de lo que yo decía.
—Claro que no. Ni yo ni nadie —aseguré con vehemencia.
Ignoré su siguiente cara de «no sé ni de qué me hablas» con la habilidad que me aportó mi instinto de autoprotección y que impidió que yo fastidiara con Pablo un momento como ese…
—Soy un estúpido. ¿Cómo le permito que me deje en esa situación? —pregunté retóricamente y me apresuré a explicar antes de que mi amigo hiciera algún comentario desestabilizador—. El viernes que viene, después de terapia, en teoría, nos vamos a encontrar… Pero hasta ese momento yo no sé dónde ni cómo localizarla.
—Ahhh… Y tienes miedo de que algo te pase y no poder ir… —creyó adivinar Pablo.
—¿Cómo no voy a ir? ¿Te has vuelto loco? Voy aunque sea en camilla.
—¿Y entonces?
—No me quiso dejar su teléfono. Me dijo que no tiene. ¿Te das cuenta? ¿Qué se cree, que soy estúpido?
—Bueno, según lo que dices, si se cree eso está de acuerdo contigo…
—¿Cómo?
—Claro. Tú también dices que eres un estúpido…
—No me fastidies, Pablo, que estoy que exploto. Le dije que me diera su número por si tenía algún problema y la muy capulla me dio el del móvil de la hermana.
—Bueno, es algo.
—Sería algo —lo corregí—, si no fuera porque en cuanto colgué con ella, llamé al número y estaba desconectado.
—¿Y para qué llamaste?
—¿Cómo para qué? Para confirmar si era real.
—Me parece que lo que es cierto es eso de que estás un poco loco —aceptó Pablo, mientras tomaba el café de un sorbo.
Ahora fui yo el que lo miró sin hablar, sin querer entender la broma y un poco acusadoramente.
—Como yo lo veo, lo único que hay que hacer es esperar a que os encontréis el viernes y ver…
—¡¿Esperar?! —grité, ante los ojos atónitos de Pablo que parecía querer desaparecer debajo de la mesa—. Eso es algo que no soporto. No, colega, caí en la trampa y tengo que salir.
—Me parece que te estás desmontando —insinuó Pablo, tratando de calmarme y hablando a tono con el ambiente y el lugar.
—¿Por? —pregunté.
—Ni siquiera sabes si la chica te interesa y ya estás pensando en escaparte… Estás batiendo tus propios récords…
El último comentario de mi amigo me hizo reír. Tenía razón. Quería salir corriendo antes de llegar. Qué locura.
—Ven, juguemos un partido de billar y olvídate un poco del tema. Al final la chica esa tiene razón. ¿Por qué no te relajas un poco y te dejas llevar?
—Claro, lo único que me falta, me dejo llevar por ella adonde ella quiera.
Desde la mesa de billar un tipo de unos sesenta, al que nunca había visto en la vida, nos miró mientras le ponía tiza al taco y dijo, con la colilla del cigarrillo entre los labios:
—Plántala, chaval… Y ya’stá.
—¿Dejarla plantada? —pregunté, casi asustado.
—Claro, ¿quién tiene los pantalones?
El tipo sopló el sobrante de tiza del taco de billar y se inclinó sobre el paño verde de la mesa.
—Déjala tirada —terminó diciendo ya sin mirarnos, justo antes del tiro—. Vas a ver como vuelve «al pie» con el caballo cansado.
Si sabía tanto de la vida como de billar no se equivocaba el veterano, porque la carambola a tres bandas que hizo era para aplaudir. Y en algo tenía razón, siempre podía no encontrarme con Paula. Después de todo, como dijo él, ¿quién tenía los pantalones?
Eso.
Aunque, también era cierto que ¿quién sería capaz de perderse la posibilidad de estar a solas con la dueña de aquellos ojos?
Indudablemente, los recordaba con demasiada claridad…
Ese viernes llegué a lo de Jorge hecho un despojo de nervios, ansiedad e incertidumbre. Le conté de mi angustia absurda y de cómo mi cabeza me hacía trampas. Le dije que me sentía fracasado y que Paula había logrado lo que jamás había conseguido ninguna otra mujer, que dudara de asistir a una cita.
—La indecisión es una de las mejores causas de los peores sufrimientos —había empezado a reflexionar el Gordo—, mucho más que las decisiones equivocadas.
Después de una larga pausa, me contó una historia que nunca olvidaré.
Jorge me explicó que se la había mandado una colega de Estados Unidos, asegurándole que era una historia verdadera.
Como decía el Gordo, pululando tanta fábula urbana era difícil de saberlo. Como también él decía, poco importaba. Cierta o no, la historia de Mark señaló en mi vida un antes y un después.
Mark había nacido con una gravísima enfermedad del sistema inmunitario. Un síndrome de deficiencia en las defensas, que una caprichosa alteración genética le había asignado para siempre. Los niños nacidos con esta grave anomalía, que por suerte es muy poco frecuente, tienen muy pocas posibilidades de sobrevivir, o por lo menos las tenían cuando Mark llegó al mundo. Dada su incapacidad para generar anticuerpos, cualquier infección, por banal que fuera para un individuo normal, podía terminar con su vida en pocas semanas. Su única alternativa era que se construyera a su alrededor un campo aséptico donde Mark pudiera vivir, a la espera de que la ciencia descubriese una solución diferente a su problema inmunitario. Una película filmada en los setenta mostraba el drama de un jovencísimo John Travolta que representaba a un niño nacido con esta anomalía. La película se llamaba El muchacho de la burbuja de plástico.
Hijo de un obsesivo y trabajador médico rural y de una maestra, Mark tuvo la oportunidad de sobrevivir a su primera infancia gracias al esfuerzo económico de sus padres, gracias a su propio temple y, sobre todo, gracias a la dedicación casi exclusiva de su madre. Viviendo en un dormitorio y un escritorio con un cuarto de baño entre ambos y aislado del resto de la casa y del mundo por enormes y herméticamente selladas cortinas de plástico, se pasó los primeros veinte años de su vida recibiendo contadas visitas en su espacio privado y protegido. Para evitar ingresar gérmenes que serían potenciales amenazas para la vida de Mark, nadie podía entrar a su perímetro sin lavarse las manos con antiséptico y utilizar ropa estéril: traje de cirujano, botas y barbijo. Durante esos veinte años, Mark había aprendido todo lo que sabía de las clases rigurosas y metódicas que le había dado su madre, de las conversaciones profundas y comprometidas con su madre, de algunos pocos libros que llegaban a sus manos (nuevos, limpios y esterilizados) y de lo poco que veía en la televisión. Fuera de eso, su único contacto eran cartas, fotos y algunas conversaciones telefónicas con el resto de la familia.
Fue justamente el día en que cumplió los veintiuno, que le pidió a su madre que se cambiara y entrara a su cuarto. Quería hablar con ella.
—Mamá —le dijo muy serenamente—, he tomado una decisión. Voy a viajar…
La madre se paralizó al escuchar a su hijo. Salir del ámbito aséptico de su cuarto era poner en riesgo serio su vida. De hecho, la única vez que había abandonado el cuarto fue cuando murió su padre y, pese a todas las precauciones, algún virus gripal que llegó a su cuerpo casi lo mata.
Durante dos semanas, nadie en el equipo médico que siempre lo atendió, ni el mismo Dr. Skoro, podía asegurar que superaría esa crisis.
—Hijo —le dijo por fin—, tú sabes que no puedes hacer eso. Yo daría mi vida y lo sabes, si con eso pudiera regalarte esa posibilidad, pero no es real y lo lamento.
—Fíjate, mamá —dijo Mark—, tengo veintiún años. Nadie con esta enfermedad ha sobrevivido más allá de los veintiséis, a pesar de haber tenido iguales o mejores cuidados que yo. Se supone que, pasado el desarrollo, el hígado y el bazo empiezan su deterioro progresivo e irreversible. Yo no quiero morirme, mamá. Pero menos quiero abandonar este mundo sin haber visto La Mona Lisa. No quiero morirme sin haber pisado nunca las arenas de una playa o sin bañarme en el mar aunque sea una vez. No quiero pasar para siempre sin visitar a la tía Gertrude y conocer su rancho en California. No voy a morirme, mamá, sin haberte abrazado sintiendo mi mejilla contra la tuya, sin nada en el medio, aunque sea una vez más.
La madre lloraba, pero le contestó:
—La ciencia avanza, Mark. Quizás en unos años, lo que hasta ahora es incurable se solucione o se resuelva. Espera un poco, hijo…
—Estoy dispuesto a escuchar al Dr. Skoro —dijo Mark—, si él dice que hay algo nuevo, si me da una alternativa, si tiene algún dato que yo desconozco, revisaré mi posición. Pero si no es así, mamá, te lo digo desde ahora: yo voy a salir de esta burbuja y me gustaría ir a Europa contigo, y a la playa y a la granja de tu hermana. No obstante, si no quieres ser mi cómplice, yo lo puedo entender y lo haré de todas maneras, aunque sea solo.
El Dr. Skoro tampoco estaba de acuerdo con la decisión. Le dijo que exponerse al exterior significaría sobrevivir seis meses, quizás ocho, pero no mucho más. No obstante, no estaba dispuesto a mentir, de novedades no tenía nada.
Ante la decisión irrevocable de Mark, la madre decidió acompañarlo en su aventura final.
Casi un mes después, los dos se maravillaban contemplando en vivo, las esculturas del Louvre, las pinturas del Museo del Prado, las ruinas de Grecia y las fuentes de Roma.
De allí, volaron a California, Mark decía que no tenía demasiado tiempo y había mucho por hacer. La familia estuvo encantada de acompañar al joven en su primera cabalgata, de enseñarle a ordeñar una vaca y de compartir con la madre y el hijo el día que Mark lloró de emoción ante la inmensidad del mar.
Habían estado cuatro meses fuera de la casa cuando unas líneas de temperatura empañaron la alegría de todos. La madre le pidió a Mark que volvieran a la ciudad a visitar al Dr. Skoro y así lo hicieron.
Los análisis no mostraron nada que no fuera previsible. Un resfriado no era una complicación para nadie que no tuviera una inmunodeficiencia, pero en Mark significaba un cuidado extremo. El equipo médico recomendó volver al confinamiento plástico, pero Mark se negó. Los médicos sólo pudieron arrancar del paciente su palabra de que haría reposo en casa por unas semanas.
Fueron días de mucha angustia para la madre de Mark que se preguntaba si no se había equivocado. ¿Tendría que haberse opuesto con más firmeza? Quizás el planteamiento era un farol y sin la compañía de su madre Mark no se hubiera atrevido a dar el paso que ahora lo amenazaba con ser su última voluntad.
—Mamá —llamó su hijo desde la cama.
—Aquí estoy, hijo, ¿qué necesitas?
—Abrázame —le pidió y mientras pegaba su mejilla a la de ella le dijo, como si hubiera leído sus pensamientos—. Te lo agradezco mucho, mamá. Yo sé cuánto te debe haber costado aceptar mi decisión, pero tu respeto por mí sólo se puede comparar con el amor con el que siempre me cuidaste.
—Quizá debí insistirte para que te quedaras…
—Lo hiciste, mamá… Me hubiera ido igual, aunque claro, no lo hubiera disfrutado tanto —dijo Mark sonriendo.
En dos semanas de reposo y cuidados maternales la medicación hizo efecto y el peligro pasó. Mark se levantó de la cama, primero con permiso para deambular por la casa y después para dar pequeños paseos por la ciudad.
Una de sus primeras salidas fue al enorme centro comercial cercano a su casa. Pretendía comprar unos libros sobre Israel y Egipto, sus siguientes destinos, según le dijo a su madre. Al pasar por la tienda de discos se le ocurrió que la música de esos lugares debía ser una excelente puerta de entrada a su geografía, y al entrar, la vio.
Era una jovencita de unos veinte años, con el pelo lleno de rizos, la piel morena y unos increíbles ojos verdes que a Mark le parecía que brillaban a la distancia. Atraído como por un imán se acercó hacia ella y se quedó pasmado mirándola.
Después de unos segundos la chica le preguntó:
—¿Te puedo ayudar?
Y él pensó en decirle: «Sí. Vamos a tomar un refresco. Salgamos a pasear. Déjame mirarte durante horas. Cuéntame algo de ti…»
Pero no pudo. Se le hizo un nudo en la garganta y tragando saliva sólo dijo:
—Quiero este CD —cogiendo el primero que saltó a sus dedos y entregándoselo a la vendedora sin verlo siquiera.
Ella sonrió tomando el CD y preguntó:
—¿Algo más?
Mark también perdió esa segunda oportunidad y sólo negó con la cabeza. El nudo ya no le permitía hablar.
La jovencita todavía preguntó:
—¿Es para regalar?
—No. Es para mí.
—¿Quieres que te lo envuelva para regalo de todas maneras?
—Ssssí —dijo el muchacho con un hilo de voz, dándose cuenta de que envolverlo llevaría un poco más de tiempo. A lo mejor en esos minutos…
Mientras ella envolvía la caja del CD, Mark pensaba todo lo que podría decirle, pero también supo que no se iba a atrever.
Al salir, su madre le preguntó si había encontrado lo que buscaba y Mark le contestó con un enigmático: «Sí. Supongo que sí».
Cuando llegaron a casa le contó a su madre todo el episodio y se maldijo frente a ella por no haberse atrevido a decirle nada. La madre lo tranquilizó diciéndole que podría volver a la tienda la semana próxima y tener el coraje de invitarla o pedirle su teléfono para poder llamarla. El joven aceptó que su madre una vez más tenía razón, podía volver, pero no en una semana sino al día siguiente.
Esta vez, removió algunos estantes haciendo que buscaba algo extraño para darse la oportunidad de mirarla. La vio aún más hermosa que el día anterior. Al aproximarse, ella pareció reconocerlo, porque con una sonrisa se le acercó y le dijo:
—Hola… ¿Te puedo ayudar?
Mark sintió que se ponía rojo y eso le avergonzó. Tosió, tragó saliva otra vez y finalmente dijo:
—Este CD.
—Otro regalo… ¿Para ti? —dijo la joven, mientras Mark descubría un pin con su nombre, Jennifer, y se alegraba de pensar que lo recordaba.
—Sí. Por favor… —contestó embelesado. Otra vez, la ceremonia de contemplar la espalda de la joven mientras manipulaba el papel y el moño del envoltorio. Otra vez, el infinitésimo roce con sus dedos al darle la tarjeta de crédito. Otra vez, el fugaz encuentro de sus miradas y sobre todo, otra vez, su silencio forzado por la timidez y la vergüenza.
Así, dos o tres veces cada semana, Mark siguió yendo a la casa de discos, cada vez pensando que se atrevería a hablarle, pero terminando con la compra de un CD, que una vez envuelto con coloridos papeles y cada vez más vistosos moños, llegaba a la casa y era guardado sin abrir en el armario del cuarto como símbolo de su falta de coraje.
Hasta que un día el joven tomó la decisión. Esta vez hablaría con ella, correría el riesgo, se atrevería a vivir su rechazo, después de todo, como decía su madre, no había nada para perder y mucho para ganar. Mark no se había estado sintiendo bien. Unas líneas de fiebre parecían decir que algún nuevo «bichito» estaba molestando por ahí. El lunes iría a visitar al Dr. Skoro.
Como todos los sábados, el centro comercial hervía de gente. Mark paseó sin rumbo esperando que fuera última hora y luego, cuando todos empezaban a irse, entró en la casa de discos y encaró directo hacia donde estaba Jennifer. Ella lo vio venir y sonrió.
—Quisiera… —empezó.
—¿Sí? —dijo ella.
—Quisiera… Este CD —dijo una vez más con una caja desconocida en la mano.
—Claro —dijo Jennifer. Y sin preguntar fue hacia el sector de empaque a embalarlo para regalo. Mark se maldijo en silencio. Pero antes de que Jennifer se girara a entregarle su CD, él se atrevió a hacer algo. Tomó el talonario de facturas que llevaba el nombre de la joven y escribió sin que ella lo notara: «Hola. Mi nombre es Mark. Vivo aquí. Me encantaría que tomáramos un refresco y charláramos. Éste es mi número 298-345688».
Y después de escribir cerró el talonario y terminó de pagar, saliendo como si nada hubiese pasado.
El lunes sonó el teléfono en casa del muchacho.
La madre lo cogió.
—¿Sí?
—Hola… Soy Jennifer, ¿podría hablar con Mark, por favor?
Se hizo un largo silencio en la línea, hasta que la madre recuperó el aliento para contestar.
—Lo siento, Jenny… Mark murió ayer.
Posiblemente porque no hubo otra venta ese día, o porque los domingos Jennifer tenía fiesta, el caso es que ella había encontrado la nota de Mark cuando era tarde.
La madre colgó el teléfono llorando. Y sin ninguna razón fue hasta el dormitorio, ahora vacío para siempre, de su hijo. Abrió el armario y miró la pila de CD’s sin abrir en el primer estante. Por curiosidad o automáticamente abrió el primero de abajo para ver qué contenía. El CD tenía pegada una nota que decía:
«Hola. Soy Jennifer. Soy nueva en la ciudad.
No tengo ningún amigo,
¿quisieras tomar algo conmigo…?».
La madre abrió los demás CD’s.
Cada uno llevaba pegada la nota que, a espaldas de Mark, Jenny había escrito y dejado oculta por el envoltorio. Posiblemente con el mismo miedo al rechazo que su hijo. Seguramente sin atreverse tampoco a correr el riesgo.
«Tienes unos hermosos ojos y una mirada triste,
¿no quieres que nos encontremos para charlar?»
«Me llamo Jennifer
y tengo verdadero deseo de conocerte…»
«Hola. Soy Jennifer… ¿No quieres ser mi amigo?»
Cogí el último pañuelo de papel que quedaba sobre el escritorio.
Yo que decía que casi ya no lloraba, terminé lleno de mocos y restos de clínex.
Pasó mucho tiempo hasta que terminé de digerir la historia de Mark, pero en ese momento sólo entendía lo más explícito de lo que me había querido decir Jorge.
Iría a la cita. Pero que no pensara el Gordo que iba a hacerle el jueguecito a ella de esperarla media hora como un payaso por si decidía venir tarde y hacerse desear, cosa que parecía ser su juego predilecto. No, señor, ¿esperar yo? Nada. Nada de nada. En todo caso mejor llegar tarde para que fuera ella la que esperara…
Y me fui diciendo:
—Y te prometo, Gordo, te lo juro, que si encima de llegar tarde ella no está… ¡Más de diez minutos no la espero!