CAPÍTULO 30
Tener dudas podía ser bueno, pero en verdad estaba tan eufórico con todo lo que me sucedía que se me hacía muy difícil abandonar mi certeza optimista.
Mi trabajo era sumamente estimulante; un desafío cotidiano que yo lograba sortear casi siempre con gran éxito. Era la primera vez que me sentía realmente valorado entre mis colegas. Y sumamente respetado por la institución de la que formaba parte.
Percibía una diferencia abismal respecto del medio que hasta entonces me había rodeado. La competencia ciertamente existía, pero parecía más leal. Posiblemente eso conducía a un trabajo de equipo que se desarrollaba sin ninguna de las acostumbradas disputas egocéntricas que había visto tan asiduamente en el pasado. Allí valía la pena trabajar duro, porque en verdad existían posibilidades de destacarse, de sobresalir, de dar un gran salto en el camino de ayudar mejor a más personas.
Así iba yo, afianzándome como profesional en un ámbito de excelencia, con las mejores perspectivas futuras, cuando sin buscarlo y, sin darme cuenta de lo que no debía hacer, me encontré asistiendo a un «asado» que organizaba un grupo de argentinos. La invitación me llegó a través de Beatriz que, invocando el nombre de Pau, me contó que era una amiga suya de la infancia y que vivía en Brasil desde jovencita. Acepté porque no pensé demasiado, porque era una reunión de gente vinculada al tema de la salud, aunque había más psicólogos que médicos y también porque era una forma de sentirme cerca de Paula. Me equivoqué.
Al llegar, empecé a sentirme como sapo de otro pozo, aunque consciente de que no desconocía esa manera de ser, ya que yo había sido así veinte años antes.
Fue verlos y retroceder en el tiempo. Música vieja, palabras antiguas, preocupaciones arcaicas. Y la ropa… Una exótica mezcla de harapos «hippindigenistas», varias boinas y barbas de burda y obvia significación política y un par de infaltables camisetas del Boca.
Me senté en un rincón, dispuesto a comer lo más rápidamente posible y huir despavorido de aquella atmósfera «psicobolche» que me oprimía el cerebro. Ni Marily hubiera tolerado tanta pasión política inútil.
¿Cómo Paula, conociéndome, me había vinculado con esa gente?
Más allá de lo desagradable de la reunión y de la mala compañía, sentí un profundo fastidio con Pau.
Cuando llegué a casa, preferí darme la oportunidad de hablar con Jorge, antes de hablar con ella. Decididamente sería mejor para los dos.
—No entiendo —le dije a Jorge— cómo pudo suponer que a mí me podía interesar encontrarme con esa sarta de cretinos que se juntan para cantar «que la tortilla se vuelva» con la boina del Che… Pero viven aquí disfrutando de las ventajas de trabajar en una economía capitalista y soñando en realidad con conseguir una tarjeta verde para irse a los Estados Unidos… Parece que no me conociera. Ella sabe lo que pienso. Es más, muchas veces discutimos sobre ese tema.
Yo no juzgo lo que hacen los demás, pero de ahí a mandarme a una reunión como ésa, ¡es para matarla!
—A lo mejor pensó que podía ser una forma de ayudarte a no echar de menos a los argentinos o a algunas de nuestras costumbres…
—O de colocarme en el túnel del tiempo, Gordo. Yo ya estuve ahí, y no quiero volver atrás, me niego… Esa reunión era como encontrarme de nuevo conmigo mismo, pero el «migo» de hace veinte años.
—¿Y qué tiene de malo que te encuentres de cara con el que fuiste?
—No tiene nada de malo, salvo que hoy mi escala de prioridades ha cambiado, hoy quiero luchar para conseguir que un chico de Bolivia con una insuficiencia renal grave tenga alguna posibilidad aunque sea remota de sobrevivir y no usar ese tiempo y esa energía en cantar canciones de protesta esclarecedoras. Hoy quiero ser el mensajero de la ayuda de la ciencia y no más el de la revolución, hoy creo que lo social pasa por la igualdad de oportunidades y no por la dictadura del proletariado.
—¿Y por eso hace falta enfadarse?
—No sé si hace falta, pero estoy muy enfadado. Qué suerte que Pau no está conmigo, porque si no, hoy alguno de los dos dormía en la plaza…
—Sí, es una suerte que no esté ahí —me dijo el Gordo, para tratar de hacerme sonreír—, a ti siempre te da alergia cuando duermes al aire libre.
Cuando corté ya no tenía necesidad de hablarle a Paula (evidentemente, estábamos en momentos diferentes). Yo me encontraba contento con mis logros profesionales y encantado con el apartamento donde vivía, uno bastante amplio, luminoso y cercano a la clínica donde trabajaba; no quería permitir que una situación menor, como la del asado, lograra desestabilizarme. Y aunque jamás pensé que podría decir lo que sigue, me ayudó la visita de mamá, que viajó a visitarme durante mi cuarto mes de estancia.
Se quedaría una semana conmigo y luego Francisco vendría para que recorrieran juntos algunas de las maravillas de este país. Yo aproveché para tomarme un par de días de licencia, que no hubo inconvenientes en conseguir, por lo que pude disfrutar con ella y de ella.
El encuentro con mamá fue como la continuación del descubrimiento de su persona que ya había hecho en Buenos Aires. Una mujer con la que se podía hablar y tenía mucho para decir sin pretensiones de manejar mi vida, una madre distinta, que podía aconsejar con placidez y hasta con sabiduría. Yo, quizá por primera vez, era capaz de escucharla sin prejuzgar, sin encasillarla y sin oponerme de inmediato a lo que decía.
Un mediodía, mientras comíamos en un restaurante del pueblo, me hizo saber que lo único que le preocupaba un poco de mí era lo que ella denominó mi «inquietud de espíritu».
—Yo sé que soy algo tradicionalista, Demi. Por más que me esfuerce en ser moderna, seguramente por educación y por formación, yo creo que la felicidad no tiene nada que ver con el movimiento constante. No es que piense que la vida siempre tiene que ser igual, para nada. Pero tampoco, me parece, hay que cambiar por cambiar.
—Es que esta es la manera en la que yo quiero vivir, mamá.
—Pero hijo, si el problema no es que yo no comparta tu manera de vivir, nadie tiene la receta perfecta. El tema es que no te veo del todo feliz, no te siento pleno. ¿Sabes la sensación que tengo? Creo que todavía estás buscando algo, y me da mucho miedo por ti cuando pienso que ese algo quizá no exista. Antes vivías cambiando de trabajo; después de pareja; ahora, ¿qué vas a hacer? ¿Mudarte constantemente de país…?
Le sonreí para tranquilizarla.
—Entiendo perfectamente lo que quieres decirme, mami; e incluso sé que hay mucho de razón en tus temores. Quiero contarte un secreto, si me prometes que esto no te asustará más todavía —me acerqué a ella y le susurré al oído—. En algunos momentos yo mismo no tengo la certeza de que exista lo que busco… Y aún convencido de que existe, a veces no sé si no es un sueño imposible.
—Mi amor… —dijo mi mamá y me acarició la cara mientras me decía con la mayor de las aperturas—, ¿no quieres volver a Buenos Aires? No hay nada que demostrar…
—No, mami. ¿Has leído alguna vez a Álvaro Yunque?
—¿El de Barcos de papel?
—Sí, ése.
—Sí, un poco. ¿A qué te refieres?
—Escribió un cuento hace muchos años en un libro que creo que se llamaba Los animales hablan, que te quiero contar.
Mi mamá aplaudió como una nena, y apoyando la cabeza sobre sus manos se dispuso a escuchar.
Había una vez un gusano que se había enamorado de una flor.
Era, por supuesto, un amor imposible, pero el insecto no quería seducirla ni hacerla su pareja. Ni siquiera quería hablarle de amor. Él solamente soñaba con llegar hasta ella y darle un beso. Un solo beso.
Cada día y cada tarde el gusano miraba a su amada cada vez más alta, cada vez más lejos. Cada noche soñaba que finalmente llegaba a ella y la besaba.
Un día el gusanito decidió que no podía seguir soñando cada noche con la flor y no hacer nada para cumplir su sueño. Así que valientemente avisó a sus amigos, los escarabajos, las hormigas y las lombrices que treparía por el tallo para besar a la flor.
Todos coincidieron en que estaba loco y la mayoría intentó disuadirlo, pero no hubo caso, el gusano llegó arrastrándose hasta la base del tallo y comenzó la escalada. Trepó toda la mañana y toda la tarde, pero cuando el sol se ocultó sus músculos estaban exhaustos. «Haré noche agarrado del tallo, pensó, y mañana seguiré subiendo.» «Estoy más cerca que ayer», pensó aunque sólo había avanzado 10 centímetros y la flor estaba a más de un metro y medio de altura. Sin embargo, lo peor fue que mientras el gusano dormía, su cuerpo viscoso y húmedo resbaló por el tallo y a la mañana el gusano amaneció donde había comenzado un día antes. El gusano miró hacia arriba y pensó que debía redoblar los esfuerzos durante el día y aferrarse mejor durante la noche. De nada sirvieron las buenas intenciones. Cada día el gusano trepaba y cada noche resbalaba otra vez hasta el suelo. Sin embargo, cada noche mientras descendía sin saberlo, seguía soñando con su beso deseado. Sus amigos le pidieron que renunciara a su sueño o que soñara otra cosa, pero el gusano sostuvo con razón que no podía cambiar lo que soñaba cuando dormía y que si renunciaba a sus sueños dejaría de ser quien era. Todo siguió igual durante días, hasta que una noche… Una noche el gusano soñó tan intensamente con su flor, que los sueños se transformaron en alas y a la mañana el gusano despertó mariposa, desplegó las alas, voló a la flor y la besó.
Cuando terminé de contar el cuento, mi mamá lloraba con una increíble sonrisa en los labios.
Lloraba por mí, por mis sueños, por los suyos y seguramente también por la pobre mariposa de su infancia.
Se acercó otra vez a mí y me besó en la frente. Un beso muy largo que nunca olvidaré.