Nueve
Como mucha gente, soy un enamorado del tren elevado las pocas ocasiones en que tiene alguna utilidad para mí. La lógica del sistema es irreprochable: para vencer al tráfico, pasa por encima de él. Fue una de esas empresas financiadas con capital y pericia extranjeros por las que nuestros políticos tienen una pasión sospechosa. Durante lo que parecieron décadas, tramos enteros de las carreteras de la ciudad sufrieron atascos o estuvieron cortadas mientras ejércitos de hombres y mujeres que llevaban gorros de plástico amarillos construían pilares de hormigón y las vías elevadas último modelo. Ahora se ha completado la primera fase del proyecto y la ciudad gigantesca se lo ha tragado, como si no hubiera estado nunca allí. Todos nos llevamos las manos a la cabeza. ¿Todo ese follón sólo por dos líneas?
Desplazarse en él, sin embargo, es un placer totalmente distinto. Ofrece unas vistas geniales de la ciudad desde un compartimento volador con un aire acondicionado glacial. También es un estudio sobre la bancarrota si se toma nota de los enormes esqueletos de torres inacabadas que de vez en cuando surgen del caos, monumentos a un frenesí constructor que se enfrió con la crisis económica asiática de 1998 y que nunca volvió a reavivarse. Ahora estos Stonehenge modernos son el hogar de mendigos y vagabundos. Desde el tren pueden verse sus hamacas, sus perros y cómo se lavan en el sinfín de cuevas de hormigón, a veces a un monje meditando vestido con su túnica naranja. Aunque un taxi me hubiera salido más barato, viajo en el tren hasta Saphan Taksin y cojo una barca para subir por el río Chao Phraya hasta el puente Dao Phrya. Hay mucho ruido en el río y muchas barcazas y barcas alargadas y no puedo evitar recordar lo bien que lo pasábamos en él Pichai y yo…
Para cuando llego al puente está anocheciendo. El Mercedes está acordonado con estacas de hierro y cinta naranja, y custodiado por dos agentes jóvenes sentados en el coche, uno en el capó, el otro en el techo. El del capó está sentado con las piernas cruzadas y me observa mientras me acerco. Le grito que se levante del coche y que monte guardia como un policía de verdad. Ahora los dos polis se levantan apresuradamente para ofrecerme una wat, juntan las palmas con cuidado cerca de la frente y hacen una reverencia.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
—Ocho horas.
—¿lia venido alguien a tomar declaración a los chabolistas de debajo del puente?
Los chicos niegan con la cabeza. Hago un rápido examen del coche, inspeccionándolo sólo desde fuera. Advierto que el asiento trasero está abatido para dejar una superficie llana que vaya desde la puerta del maletero hasta la parte de atrás de los asientos delanteros. Un teléfono móvil yace abandonado en el suelo, junto al asiento del copiloto. Sin embargo, el coche tendrá que esperar. No se deteriorará tan rápido como los recuerdos de la gente.
Las luces del tráfico que circula por encima iluminan de forma intermitente la explanada que separa el Mercedes de las cabañas de los chabolistas. Debajo del puente, un resplandor acogedor que procede de unas luces colgadas rudimentariamente de los cables que pasan por debajo del arco. La gente está comiendo sentada sobre esterillas de bambú. Hay ollas encendidas con mujeres agachadas a su alrededor hombrés que visten sólo pantalones cortos sentados en el suelo con las piernas cruzadas y jugando a las cartas, bebiendo en vasos de plástico. También hay un par de televisores, en los que parpadean imágenes siempre cambiantes, colocados sobre mesas con caballetes donde las mujeres preparan la comida.
Cruzo la explanada y me pongo en cuclillas junto a uno de los corros de hombres, quienes no advierten mi presencia. Un fajo de billetes espera al lado de cada uno, sujeto por una piedra. Cojo uno de los vasos de plástico y lo huelo. Whisky de arroz. Miro a mi alrededor para intentar localizar la destilería. Supongo que estará en una de las ca— bañas más grandes, perdida a lo lejos en la oscuridad del puente.
—Dime, hermano, ¿quién manda aquí?
El jugador de cartas gruñe y me señala con la cabeza una cabaña grande. Me dirijo hacia allí, llamo a la puerta. Huelo el aroma fuerte, dulce, del arroz fermentado que están cocinando. Del interior de la cabaña sale un grito agresivo, al que respondo:
—Por favor, abre la puerta, hermano.
La puerta se abre y aparece un hombre de unos cincuenta años que se está quedando calvo. Detrás de él, la urna sólida de terracota sobre un pequeño fuego de carbón, un tubo que sale hacia arriba, un plato de aluminio lleno de agua cubre la urna. El alcohol se condensa en la parte inferior del plato, queda atrapado allí y sale por el tubo. El tubo va a parar a un tosco filtro de ropa. Muestro mi placa.
El hombre se encoge de hombros.
—Pagamos protección.
—De eso estoy seguro. ¿Y para el juego?
—Aquí nadie juega.
Asiento con gravedad.
—¿A quién le pagan protección?
El hombre se yergue.
—Al coronel de policía Suvit, superintendente del distrito 15.
—Qué bien. ¿Cree que al coronel le gustaría que le investigara el FBI de Estados Unidos?
—¿Quién?
—Vengo en son de paz, pero necesito su ayuda. No voy a tomar notas de nada. Hoy han asesinado a un norteamericano, a un farang negro.
—Murió por las picaduras de unas serpientes. Cosas que pasan.
—Fue asesinado. Las serpientes también mataron a mi mejor amigo, el detective que era mi compañero.
El hombre me mira de arriba abajo con más interés, ahora que se ha mencionado una cuestión personal.
—¿Su mejor amigo? Lo siento. ¿Va a vengarle?
—Por supuesto.
—Creo que tendrá problemas. Yo no estaba aquí, pero he oído que vino una banda. Unos jóvenes que iban en moto.
—¿Quién se lo ha dicho?
—El viejo Tou. Estaba fumando ahí sentado cuando llegó el coche, lo seguían unas motos.
—Tengo que hablar con el viejo Tou.
El jefe se esfuerza por sonreír.
—Creo que tendrá problemas.
Me hace una seña para que le siga y caminamos dificultosamente por el suelo irregular hasta la cabaña peor equipada de todas. Un tejado de hojas sobre una estructura de bambú descansa sobre las paredes de baúles de aluminio maltrechos de un metro y medio de alto como mucho. No me sorprendería que los baúles hubieran caído de algún camión por el puente un día, cuando Tou era joven.
—Ayúdeme.
Le ayudo a levantar todo el tejado y a colocarlo en el suelo. Entre las paredes, un anciano, delgado y gris, emite unos ronquidos que salen de lo más profundo de su garganta.
—Demasiado whisky de arroz —dice el cabecilla, como si hablara de una sustancia nociva que no conociera—. ¿Quiere que lo despierte?
El cabecilla retira uno de los troncos y le da al viejo Tou una patada en la pantorrilla que no interrumpe sus ronquidos. Lo vuelve a intentar con unas pataditas en la rabadilla, cada una más fuerte que la anterior, antes de que yo diga:
—Ya basta. —Volvemos a colocar el techo en su sitio—. ¿Cuándo se despierta, si es que se despierta?
—Por lo general, sale a mediodía. Es cuando empieza a darle al whisky de arroz. No deja de beber hasta que se queda así. Supongo que no durará mucho más.
—Volveré mañana al mediodía. Quiero verle sobrio. No le dé whisky, ¿de acuerdo? —El hombre asiente con la cabeza, una leve sonrisa en los labios—. ¿Nadie más vio nada?
El cabecilla aparta la vista y mira hacia el canal.
—Pregúnteles a ellos.
Me señala con la mano a los grupos de jugadores de cartas y a las mujeres agachadas en torno a las ollas. Sé que será inútil. Sólo un borracho que cree que le queda una semana le diría la verdad a la policía. Empiezo a caminar hacia la carretera.
—Asegúrese de que está sobrio —le digo al cabecilla—. No creo que el coronel Suvit quiera tener a un equipo de agentes del FBI merodeando por la zona, inspeccionando la producción de whisky y el juego. Y el yaa baa.
—Aquí nadie trafica con yaa baa —me contesta el cabecilla con reproche—. Es una droga asesina.
Cojo un taxi para ir al río y vuelvo a casa en una pequeña barca alargada en la que sólo viajamos yo, el barquero y dos monjes; con un gran estruendo, adelantamos a otras barcas y barcazas arroceras casi invisibles en la noche. Cuando llegamos, dejo que los monjes bajen primero, y observo cómo el más anciano se recoge con cuidado la túnica para que no se le enganche al subir al embarcadero de madera vieja, sumido en la oscuridad excepto por una sola lámpara de gas que arde en uno de los pilones de madera. Los monjes atraviesan este círculo mágico de luz blanca y desaparecen en la oscuridad. Camino por senderos sin asfaltar entre asentamientos de chabolistas hasta que llego a mi edificio.
El chico está holgazaneando debajo del toldo, pero uno de sus amigos se dirige a él cuando ve que me acerco. Al instante, el chico se levanta de un salto y me sigue al interior del edificio. Le pago mil doscientos bahts por tres pastillas de yaa baa , aunque me las ofrece gratis. Le digo que no soy esa clase de poli mientras le entrego el dinero. Fuera, oigo el rugido de una moto más poderosa que cualquiera que pueda tener un moto-taxista, y el chico y yo salimos. El chico se queda boquiabierto al ver al equivalente del futuro miembro de una tribu. El conductor lleva un mono de piel negro con rodilleras y hombreras y un casco integral tintado que parece comprado aquella misma mañana, y conduce una Yamaha de 1.200 cc que probablemente alcanza los cien con la segunda. En la espalda lleva el símbolo fosforescente de Federal Express. No le hace falta decir nada cuando se baja de la moto y se quita el casco, él es el hombre. Me contagia un poco de su gloria cuando deja claro que yo soy la razón de que esté aquí.
El sobre acolchado por el que firmo es de tamaño DIN A4 y me lo envía la Embajada de Estados Unidos. Dentro, un billete de mil bahts envuelve un móvil Motorola con su cargador y manual correspondientes y seis fotos de Bradley de siete por doce. Al dorso de una de sus tarjetas, Rosen ha escrito: «Fecha confirmada. He imaginado que los dos nos beneficiaríamos del móvil y supongo que ha olvidado pedirme las fotos. La ayuda llega mañana. Lleve el teléfono encima. Tod».
—Compruebe el saldo —dice el chico. No sé cómo hacerlo, así que se lo paso. Toca unas cuantas teclas y se encoge de hombros.
—Sólo ochocientos bahts. No llame a San Francisco.
Intento darle una patada, pero no le alcanzo, ya que vuelve a su tumbona.