Capítulo 4
Me las arreglé para echar un furibundo vistazo a mi alrededor y vi un barco de guerra en la forma de un viejo Chrysler gris oscuro con los cristales tintados. Acto seguido se estrelló de nuevo contra el Escarabajo y casi le hace dar una mortal vuelta de campana. Mi cabeza dio un latigazo contra la ventana y me llegó a la nariz el olor de los neumáticos humeando al deslizarse simultáneamente hacia delante y hacia un lado. Sentí el coche chocar contra la acera y luego subirse encima. Me aferré al volante y los frenos, mi cuerpo respondía a cosas que mi aturdido cerebro no había captado de momento. Creo que impedí que fuera un desastre total, porque en lugar de girar hacia el tráfico o golpear la pared de lleno, me las arreglé para raspar con la puerta del copiloto el costado del edificio paralelo a la calle. Los ladrillos rayaron el acero hasta que diecisiete metros más adelante logré detenerme.
La visión se me llenó de estrellas y traté de que se esfumaran para poder ver la matrícula del Chrysler; me fue imposible, había desaparecido. O por lo menos eso creí. A decir verdad, mi cabeza daba tantas vueltas que el coche podría estar interpretando una danza delante de mí con un tutú lila puesto y ni siquiera me hubiera dado cuenta.
Quedarme allí sentado parecía una buena idea, así que eso hice. Pasado un rato tuve la vaga noción de que debería asegurarme de que todo el mundo estaba bien. Me eché un vistazo. No tenía sangre, lo que era positivo. Examiné el coche con la visión algo desenfocada. No se oían gritos. No se veían cadáveres por el espejo retrovisor. Nada estaba ardiendo. Eso sí, había cristales en la zona de la ventana del copiloto, aunque había sustituido la ventana trasera por una lámina de plástico traslúcido tiempo atrás.
El Escarabajo, un cruzado incondicional contra las fuerzas del mal y los combustibles alternativos, seguía en marcha, aunque el motor había adquirido un extraño y sibilante sonido distinto al habitual sonido hosco. Probé mi puerta. No se abrió. Bajé la ventanilla y salí poco a poco del coche. Si podía reunir la energía suficiente para deslizarme por el capó antes sin caerme hacia atrás, haría una audición para El sheriff chiflado.
—Aquí en el condado de Hazzard —musité para mis adentros— no nos gustan los que te pasan por encima y luego salen pitando.
Transcurrió un número indeterminado de minutos hasta que llegó el primer policía, un patrullero llamado Grayson al que reconocí nada más verlo. Grayson era un policía viejo, un hombretón con una gran nariz roja y una amplia barriga que parecía capaz de sacar a golpes de un bar a cualquier borracho o, si se lo proponía, vencerle en una competición de aguante con el alcohol. Salió de su coche y comenzó a hacerme preguntas en tono preocupado. Le respondí lo mejor que pude, pero algo entre mi cerebro y mi boca hizo un cortocircuito y el patrullero me miró y luego echó un vistazo al interior del Escarabajo en busca de botellas abiertas antes de sentarme en el suelo y ponerse a dirigir el tráfico. Logré sentarme en el borde de la acera, me valía así. Mi ocupación consistió en ver cómo la acera giraba a mi alrededor, hasta que alguien me tocó el hombro.
Karrin Murphy, jefa del grupo de Investigaciones Especiales del Departamento de Policía de Chicago, era la típica hermana guapa de tu amigo. Medía poco más de metro y medio, era rubia, de ojos azules, nariz respingona y pecas casi invisibles. Estaba hecha de músculos elásticos, una constitución de gimnasta que no era contraria a las curvas femeninas. Aquel día llevaba una blusa blanca de algodón, vaqueros azules, una gorra de béisbol de los Cubs y unas gafas de sol reflectantes.
—¿Harry? —preguntó—. ¿Estás bien?
—El tío Jesse va a decepcionarse mucho cuando sepa que uno de los compinches de Boss Hogg se ha estampado contra el General Lee —contesté, señalando mi coche.
Ella me miró un momento y luego dijo:
—¿Sabes que tienes una herida en un lado de la cabeza?
—No —confesé. Me toqué con un dedo—. ¿Dónde?
Murphy suspiró y me empujó suavemente el dedo hacia abajo.
—Harry, en serio. Si estás tan atontado que ni siquiera eres capaz de hablar conmigo, tendré que llevarte a un hospital.
—Lo siento, Murph —le dije—. Ha sido un día largo. Estoy algo sonado. Estaré bien en un minuto.
Soltó un suspiro y luego asintió y se sentó en la acera conmigo.
—¿Te importa si le digo a uno de los técnicos de emergencias que te mire? Solo para estar seguros.
—Querrán llevarme a un hospital —le dije—. Es demasiado peligroso. Podría acortar la vida de alguien. Y los Rojos están vigilando los hospitales, atacando a nuestros heridos. Podría atraer fuego hacia los pacientes.
—Lo sé —dijo en voz baja—. No voy a dejar que te lleven.
—Oh. Bien entonces —dije. Un hombre me examinó. Me puso una luz delante de los ojos, tras lo cual le di una ligera patada en la espinilla. Me murmuró algo durante un minuto, me empujó aquí y allá, examinó, midió, contó y así sucesivamente. Luego sacudió la cabeza y se levantó.
—Tal vez una leve conmoción cerebral. Debería ver a un médico para quedarse tranquilo, teniente.
Murphy asintió, le dio las gracias al técnico e hizo un gesto con la cabeza hacia la ambulancia. Finalmente, el hombre se marchó con un gesto de desaprobación.
Murphy se sentó otra vez conmigo.
—Muy bien, escupe. ¿Qué ha pasado?
—Alguien en un Chrysler gris oscuro ha intentado aparcar en mi asiento trasero. —Hice un gesto con la mano en cuanto abrió la boca, molesto—. Y no, no vi la matrícula. Estaba demasiado ocupado actuando en el papel estelar de uno de esos monigotes que usan para probar los airbags.
—Lo de ser un monigote lo tienes ya dominado —bromeó—. ¿Estás metido en algo últimamente?
—Todavía no —me quejé—. Mierda, Murphy. Me han dicho hace media hora que hay brujería de la mala en algún lugar de Chicago. Ni siquiera he tenido tiempo para empezar a comprobarlo y alguien ya está tratando de convertirme en protagonista de un anuncio de cinturones de seguridad.
—¿Estás seguro de que fue deliberado?
—Sí. Pero quienquiera que fuese no era un profesional.
—¿Por qué dices eso?
—Si lo hubiera sido, me hubiera volcado fácilmente. No tenía ni idea de que estaba allí hasta que me golpeó. Podría haber hecho que diera un par de vueltas de campana antes de que tuviera tiempo de enderezarme. Me hubiera dejado seco. —Me froté la nuca. Un magnífico dolor se estaba extendiendo por todos los músculos de mi cuerpo—. Además, no era precisamente el mejor lugar para hacer una cosa así.
—Un ataque de oportunidad —dijo Murphy.
—¿Qué es eso?
Sonrió un poco.
—Cuando no estás esperando la ocasión, pero la ves y la aprovechas antes de que pase.
—Oh, sí, probablemente ha sido un ataque de esos.
Murphy negó con la cabeza.
—Oye, tal vez debería llevarte a un médico de todos modos.
—No —dije—. En serio, estoy bien. Pero quiero salir de la calle lo más pronto posible.
Murphy cogió aire lentamente y luego asintió.
—Te llevaré a casa.
—Gracias.
Grayson se acercó a nosotros.
—La grúa está de camino —dijo—. ¿Qué tenemos aquí?
—Colisión y fuga —dijo Murphy.
Grayson levantó las cejas y me miró.
—¿Sí? A mí me parece que te golpearon un par de veces. Y a propósito.
—Fue un accidente, según creo yo —le dije.
Grayson asintió.
—Hay algo de ropa en el asiento trasero. Parece que tiene manchas de sangre.
—Restos del pasado Halloween —dije—. Es parte de un disfraz. Una túnica y una capa con sangre falsa por encima. Era cursi de narices.
Grayson resopló.
—Eres peor que mi hijo. Todavía tiene camisetas de fútbol en el asiento trasero desde el otoño pasado.
—Probablemente su coche tenga mejor aspecto. —Levanté la vista hacia el Escarabajo. Era un verdadero desastre. Hice una mueca. No es que el Escarabajo fuera una antigüedad de valor incalculable, ya había conducido con él a muchas partes, pero a mí me encantaba—. De hecho, estoy seguro de que es más bonito.
Grayson dejó escapar una risita irónica.
—Tengo que hacer el papeleo. ¿Me ayudas a rellenar los espacios en blanco?
—Claro —le dije.
—Gracias por la llamada, sargento —dijo Murphy.
—De nada —respondió Grayson al tiempo que se tocaba la visera de su gorra con un dedo.
—Iré a buscar los formularios en cuanto llegue la grúa, Dresden.
—Bien —dije.
Grayson se alejó y Murphy se me quedó mirando un momento.
—¿Qué? —le pregunté con calma.
—Le has mentido —dijo—. Acerca de la ropa y la sangre.
Encogí un hombro.
—Y lo has hecho muy bien. Quiero decir, que si no te conociera. —Sacudió la cabeza—. Me sorprende de ti. Eso es todo. Siempre has sido un mentiroso terrible.
—Ajá —repliqué. No estaba seguro de cómo tomarme aquello—. ¿Gracias?
Dejó escapar una risita irónica.
—Bueno, ¿cuál es la verdadera historia?
—Aquí no —dije—. Hablaremos luego.
Murphy estudió mi rostro durante un segundo y el ceño se le frunció aún más.
—¿Harry? ¿Qué sucede?
El cuerpo sin vida y descabezado del joven sin nombre invadió mis pensamientos. Me trajo demasiadas emociones y sentí que se me formaba un nudo en la garganta tan grande que supe que sería incapaz de hablar. Así que sacudí un poco la cabeza y me encogí de hombros.
Ella asintió.
—¿Vas a estar bien?
Existía una peculiar dulzura en su voz. Murphy jugaba en una liga solo de hombres en el Departamento de Policía de Chicago, el aura de mujer dura la hacía parecer más formidable de lo que en realidad era. Aquel aspecto exterior casi nunca variaba, al menos en la calle, con otros oficiales de policía cerca. Sin embargo, cuando me miró percibí una vulnerabilidad tranquila, clara y fresca en el tono de su voz.
Habíamos tenido nuestras diferencias en el pasado, pero Murphy era una gran amiga. Le ofrecí mi mejor sonrisa torcida.
—Siempre estoy bien. Más o menos.
Ella extendió la mano y me apartó un mechón de pelo de la frente.
—Eres una niñita grande, Dresden. Un accidente de nada y te pones emotivo y patético. —Sus ojos se fijaron un momento en el Escarabajo y de repente ardió un fuego azul en ellos—. ¿Sabes quién te ha hecho esto?
—Todavía no —gruñí justo cuando llegaba la grúa—. Pero puedes apostar tu culo a que lo voy a averiguar.