Capítulo 11

Cuando la gente dice la palabra «convención» normalmente se refiere a grandes encuentros de empleados de compañías y corporaciones que acuden a una multitudinaria asamblea. Por lo general, estas suelen tener lugar en un gran hotel, donde los presentes fingen que están aprendiendo cosas cuando lo que en realidad hacen es disfrutar de un viaje gratis, unos días sin trabajar y la oportunidad de flirtear con extraños, beber y aprovechar unas jornadas de indulgencia.

La primera gran diferencia entre una convención de negocios y una de fans es que estos no se molestan en fingir nada. Han venido a pasarlo bien. La segunda diferencia es la etiqueta; los asistentes a una convención de fans tienden a ser considerablemente más originales.

¡SplatterCon! (al parecer, el nombre de la convención estaba mal si se le quitaban los signos de exclamación) había congregado en el hotel a todo tipo de fans disfrazados, a menos que aquellos atuendos fueran en realidad parte de una moda. De vez en cuando era difícil distinguir entre un disfraz y la moda de vanguardia. El hotel tenía un atrio de entrada, dividido a su vez en un par de largos y anchos corredores que conducían a una combinación de salones y comedores. En estas estancias se disponían largas particiones desmontables que dividían las grandes salas en varias más pequeñas para celebrar seminarios, mesas redondas, etcétera. Había un par de cientos de personas a la vista, y vi a más entrando y saliendo de varias salas.

—Esperaba que hubiera más gente —le dije a Molly. Habíamos parado en mi apartamento para coger mis cosas y dejar a Ratón.

—Es jueves por la noche —dijo, como si eso significara algo—. Y ya es tarde, al menos para un día entre semana. Tenemos a más de tres mil personas registradas.

—¿Eso es mucho?

—¿Para una convención de primer año? Es una horda mongólica. —Detecté orgullo en su voz—. Y tenemos una plantilla muy joven para empezar, pero son gente con experiencia en organizar convenciones. —Continuó así un rato, diciendo nombres y citando su experiencia como si esperara que sacara un manual de licencias o algo para asegurarme de que la convención se regía de acuerdo a los cánones.

Dos chicas, ambas demasiado jóvenes para que pudiera tener pensamientos adultos sobre ellas, pasaron a nuestro lado maquilladas y vestidas en tonos negros y púrpuras y llevando demasiada carne al descubierto. Sus rostros eran pálidos, con algo de sangre falsa en las esquinas de la boca. Una de las dos me sonrió; tenía colmillos.

Eché mano de mi bastón y el repentino e inequívoco olor a humo procedente de la madera invadió mi nariz antes de que me controlara y desencadenara un instantáneo, violento y ruidosamente pirotécnico asalto al vampiro a menos de dos metros de mí. Las chicas habían fabricado los colmillos con sus propias manos, eran de plástico. Deje escapar el aire con normalidad y volví a relajarme, liberando el poder que había comenzado a reunir en mi bastón.

Relájate, Harry. Maldita sea, aquello hubiera sido una gran historia para los periódicos. Mago profesional incinera a una vampira novata. En las noticias de las diez.

Las dos chicas siguieron adelante, sin tener ni idea de nada, e incluso Molly hizo una mueca en su dirección y luego me miró, con el rostro ladeado a modo de silencioso interrogante.

Sacudí la cabeza.

—Lo siento, lo siento. Ha sido un día largo. Mira. Tengo que ir a echarle un vistazo al baño donde atacaron al propietario del cine.

—De acuerdo —dijo Molly—. Pero primero vamos a que te den una identificación en el registro.

—¿Sí? —pregunté—. ¿Para qué?

—Porque se supone que no puedes tener acceso a la convención si no te has registrado —dijo—. La seguridad de la convención y la del hotel podrían confundirse. No sería muy conveniente para ti.

—De acuerdo —dije—. Bien pensado. No estoy seguro de cómo reaccionaría ante otra inconveniencia.

La seguí hasta un conjunto de mesas dispuestas para recibir a docenas o incluso cientos de personas al mismo tiempo, cada una de ellas marcada con carteles de papel con las letras «A-D», «E-J», y así todo el alfabeto. Una mujer de mediana edad, cabello castaño y aspecto cansado se sentaba tras la primera mesa, ocupada con algún tipo de papeleo.

—Molly —dijo, y su voz adquirió un tono de verdadera alegría—. ¿Quién es tu amigo?

—Harry Dresden —me presentó Molly—. Ella es Sandra Marling. Es la presidenta de la convención.

—¿Eres fan del terror? —me preguntó Sandra Marling.

—En mi vida no hay otra cosa estos días.

—Aquí encontrarás entretenimiento de sobra —me aseguró—. Estamos proyectando películas en varias salas además de en el cine, y también está la tienda, y mañana habrá firmas de autógrafos, y por supuesto hay varias fiestas ya activas, y los concursos de disfraces son siempre divertidos de ver.

—¿No es fantástico? —dije, e intenté que el entusiasmo no me desbordara.

—Sandy —dijo Molly, salvándome de paso—. Quiero usar mi entrada gratis para Harry, aquí tienes.

Sandra asintió.

—Oh, Rosanna estaba buscándote hace un rato. ¿Has hablado con ella?

—No desde este mediodía —dijo Molly frotándose el labio inferior—. ¿Se acordó de tomarse las vitaminas?

—Tranquila, chica. Se lo recordé por ti.

Molly parecía visiblemente aliviada.

—Gracias.

Entretanto Sandra me hizo rellenar un formulario que garabateé bastante rápido. Al final, me pasó una tarjeta plastificada en la que decía: «¡SplatterCon! Hola, soy…». Me dio un rotulador negro y dijo:

—Lo siento, la impresora no ha funcionado en todo el día. Escribe tu nombre y ya está.

Enseguida escribí las palabras «un testigo inocente» en la tarjeta, la metí de nuevo en el plástico y me la puse en la camisa.

—Espero que disfrutes de ¡SplatterCon!, Harry —me deseó Sandra.

Cogí un programa y le eché un vistazo. «Crea tu propia sangre y colmillos» a las diez de la mañana, seguido de «Cómo gritar como un profesional».

—Es imposible que no me divierta.

Molly me miró rencorosa cuando seguimos adelante.

—No te rías de esto.

—Sí —dije—. Me río de casi todo.

—Es malvado —dijo—. Sandra ha dedicado todo el último año a poner en marcha la convención y no quiero que hieras sus sentimientos.

—¿De qué la conoces? —pregunté—. De la iglesia no, supongo.

Molly me miró de reojo durante un segundo y luego dijo:

—Es voluntaria a tiempo parcial en uno de los refugios donde hago servicios a la comunidad. Ayudó a Nelson cuando era más joven. A Rosie también, y a su novio.

Levanté una mano conciliadora.

—Vale, vale, me portaré bien.

—Gracias —dijo en un tono todavía remilgado—. Es muy adulto por tu parte.

Empecé a sentirme molesto, pero me sacudió el inquietante pensamiento de que si seguía por aquel camino me colocaría en el mismo bando que Charity, lo cual sería uno de los signos del advenimiento del Apocalipsis.

Molly me condujo al final del pasillo de una de las largas salas de conferencias, donde se encontraban las habituales puertas de los servicios. Una de ellas había sido cerrada con tres capas de adhesivo de la policía, y un policía uniformado estaba sentado en una silla junto a la puerta.

El policía era un hombretón negro con mechones grises en las sienes. Apoyaba la silla solo en las dos patas traseras para poder descansar la cabeza en la pared. Llevaba puesto el uniforme pero con el añadido de una identificación de ¡SplatterCon! Había escrito su nombre en la tarjeta con un rotulador, aunque en las letras de molde se podía leer: «Persona con autoridad». En la identificación del uniforme figuraba el nombre de Rawlins.

—Vaya —dijo el policía cuando me acerqué a él. Abrió sus ojos casi cerrados y me ofreció una sonrisa cauta. Leyó mi identificación y soltó un gruñido—. Es el asesor. El que se cree mago.

—Rawlins —dije sonriendo, y le ofrecí mi mano. La tomó, su agarre fue perezoso pero fuerte.

—Entonces eres uno de esos fanáticos de las películas de terror —bramó.

—Oh, sí —dije.

Soltó otro gruñido.

—Tenía la esperanza de poder entrar en este baño.

Rawlins arrugó los labios.

—Hay otros dos en esta misma planta. Uno está cerca de la entrada y el otro al final de la otra sala de conferencias.

—Me gusta este —dije.

Rawlins entrecerró los ojos para escudriñarme bien.

—Tal vez no sepas leer. ¿Ves la cinta adhesiva de ahí, la que dice que es la escena de un crimen y todo eso?

—¿Esa cosa brillante blanca y negra? —pregunté.

—Esa precisamente.

—Sí.

—Bueno, pues eso es lo que nosotros los de la policía usamos cuando nos encontramos en la escena de un crimen y no queremos a ningún investigador privado entrometido pisoteando por todas partes con sus grandes botas y contaminando la escena —dijo arrastrando las palabras.

—¿Y si prometo andar de puntillas?

—Entonces yo te prometo que dejaré de golpearte contra las paredes en cuanto tenga claro que no te estás resistiendo al arresto —dijo en tono alegre—. Es la escena de un crimen. No.

—Molly —dije con calma—. ¿Te importaría si hablo con el oficial a solas?

—Claro —dijo—. Tengo cosas que hacer de todas maneras. Disculpe. —Se marchó sin mirar atrás.

—¿Te importa si hablamos de ello? —le pregunté a Rawlins.

—No —dijo—. Mira, no pareces un mal tipo, Dresden. Hablaremos. Pero no voy a dejarte entrar ahí.

—¿Por qué no? —pregunté.

—Porque podría ponerle las cosas más difíciles al chico que hemos cogido por esto.

Arrugué la cara y ladeé la cabeza.

—¿Sí?

Rawlins asintió.

—El chico no lo hizo —dijo—. Pero las cámaras de seguridad del hotel lo muestran entrando aquí antes que la víctima; a él y a nadie más. Yo mismo estuve sentado en este mismo lugar durante todo el tiempo. Estoy seguro de que nadie entró ni salió.

—¿Entonces cómo sabes que el chico no atacó al viejo? —pregunté.

Rawlins se encogió de hombros.

—No cuadra. No estaba respirando con dificultad, y dar una paliza lo deja a uno sin aliento. No tenía la mano ni los nudillos magullados. No tenía manchas de sangre.

—¿Entonces por qué lo arrestaron? —pregunté.

—Porque las grabaciones muestran que no hay nadie más que pudiera haberlo hecho —dijo Rawlins—. Y porque el viejo estaba demasiado fuera de sí para hablar en su favor. El chico no le dio la paliza al viejo, pero eso no quiere decir que no estuviera de acuerdo con el que lo hizo. Imaginé que quizá sabía cómo entró y salió el atacante sin ser visto, así que lo reduje y lo detuve. Supuse que si era cómplice de esto, optaría por hablar en lugar de cargar con toda la culpa. —Rawlins hizo una mueca—. Pero no habló. No sabía nada de nada.

—¿Entonces por qué lo encerraron? —pregunté.

—No sabía que tenía antecedentes hasta que no empezamos con el papeleo. Un delincuente reincidente las pasa canutas siendo un sospechoso. Su pasado le hace parecer malo. Puede que tenga que cargar con la culpa aunque sea inocente.

Sacudí la cabeza.

—¿Estás seguro de que nadie pudo entrar o salir?

—Estaba justo aquí —dijo—. Si alguien pasó a mi lado sin que me diera cuenta, era un caballero Jedi o algo así.

—O algo así —murmuré, mirando a la puerta.

—Su novia —dijo Rawlins señalando con la cabeza a la ausente Molly—. ¿Te ha metido ella en esto?

—Es la hija de un amigo —dije asintiendo—. Le pagué la fianza.

Rawlins gruñó.

—Debería darle vergüenza a ese chico. Seguí el procedimiento con él, pero… —Negó con la cabeza—. A veces el procedimiento no es suficiente.

—La chica piensa que es inocente —dije.

—Las chicas siempre piensan que sus novios son inocentes, Dresden —dijo Rawlins sin malicia—. El problema es que hay pruebas claras de que no lo es. Suficientes para enviar a un reincidente al norte del Estado, a no ser que las ratas de laboratorio encuentren algo dentro o que el viejo lo exculpe. Lo que me recuerda por qué no puedes entrar.

Asentí, frunciendo el ceño.

—¿Y si te dijera que puede haber algo extraño?

Se encogió de hombros.

—¿Qué pasaría entonces?

—Podría ser algo que yo sería capaz de reconocer si pudiera echarle un vistazo al baño. Podría ayudar al chico.

Me escudriñó.

—¿Crees que hay algo terrorífico implicado en esto?

—Le dije a la chica que lo comprobaría.

Rawlins hizo una mueca, pero luego sacudió la cabeza.

—No puedo dejarte entrar.

—¿Puedo al menos mirar? —pregunté—. Abres la puerta y yo no entro. Solo miro. Eso no puede hacer daño, ¿verdad? Y tú ya has estado dentro, y también los de la ambulancia, quizás algún detective. ¿Me equivoco? No voy a contaminar mucho si solo observo desde la puerta.

Rawlins me miró un largo rato a los ojos y luego suspiró. Soltó un gruñido y las patas delanteras de la silla cayeron al suelo. Se levantó y dijo:

—De acuerdo. Ni un paso hacia dentro.

—Eres un oficial y un caballero —le dije. Abrió la puerta del baño con el codo. Chirrió salvajemente. Al meter la cabeza rocé con mi mandíbula la cinta adhesiva superior. Examiné el baño.

Un baño estándar. Azulejos blancos. Retretes, urinarios, lavabos, un espejo grande.

La sangre no era estándar, por supuesto.

Había una mancha grande en el suelo y se había extendido hasta volver los azulejos resbaladizos. Había un par de huellas diferentes en el suelo, perfiladas por la sangre, y más manchas en uno de los lavabos, donde la víctima seguramente intentó levantarse del suelo. Su aspecto era bastante desagradable, algo que no era realmente una sorpresa.

No había tanta sangre como, digamos, en un asesinato, pero de todos modos era mucha. Alguien la había tomado con la víctima, se había ensañado con ese Clark Pell. Descubrí pequeñas salpicaduras de sangre en el espejo, en la parte alta de la pared y en un punto en el techo.

—Jesús —murmuré—. ¿Fue un asalto sin armas? ¿Sin cuchillos ni nada?

Rawlins gruñó.

—El viejo tenía algunas costillas rotas, contusiones y moratones por los golpes aquí y allá. Sin embargo, nada de cortes ni pinchazos.

—Esto no es obra de ningún chico —dije.

—Tampoco de un profesional. Un lugar atestado de gente como este. Un testigo dentro del baño. Un poli a seis metros de distancia. Ni el matón más tonto de Chicago armaría todo esto en un lugar donde podía ser visto y capturado.

—Una persona fuerte —murmuré—. Y muy, muy desalmada. Golpeó al viejo un par de veces después de que cayera al suelo.

Rawlins volvió a gruñir.

—¿Te suena a alguien que conozcas?

Negué con la cabeza. Me quedé mirando la estancia un momento y luego me mordí el labio inferior, decidiéndome. Cerré los ojos, dejé la mente en blanco.

—Ya es suficiente —dijo Rawlins—. Cierra la puerta antes de que la gente empiece a mirar.

—Un segundo —murmuré. Luego, con un esfuerzo de concentración y voluntad y una leve sensación de presión ilusoria en la frente, activé mi vista de mago.

La vista es algo que tiene cualquiera que haya nacido con talento suficiente. Es un sentido extra, aunque cuando se usa, casi todo el mundo la experimenta como una especie de visión aumentada. Te muestra la naturaleza primitiva de las cosas, el núcleo emocional de lo que son en realidad. También muestra la presencia de las energías mágicas que recorren casi todas las cosas del planeta, revelando cómo esa energía fluye, palpita y se arremolina a través del mundo. La visión era especialmente útil para buscar cualquier actividad mágica —hechizos, para el principiante— y para entrever ilusiones y conjuros que tienen la intención de ocultar lo que es cierto.

Activé la vista y esta me enseñó lo que mis ojos físicos no podían ver. Se me mostró algo que, a pesar de tantas cosas malas como había visto en mi vida, me hizo apretar los puños y luchar para no perder el control de mi estómago.

El lugar del ataque, la sangre, la brutalidad y el dolor infligido a la víctima no habían sido una simple cuestión de deseo, conflicto y violencia.

Se trataba de una deliberada y alegre obra de arte.

Vi patrones en la mancha de sangre, patrones que me mostraban el rostro aterrorizado de un hombre golpeado hasta convertirse en una masa grumosa e irreconocible por unos puños como martillos, cada uno de ellos un retrato en miniatura coloreado con la pintura del terror y el dolor. Cuando miré las manchas en el lavabo escuché una corta serie de gruñidos, pretendidos gritos desesperados de ayuda. Luego, el viejo fue devuelto al suelo para darle otra ronda de retratos salpicados de dolor.

Durante un único segundo vi una sombra en la pared, un breve vistazo, una forma, una figura, algo que dejó un esbozo de sí mismo en el muro que había absorbido la energía agónica del sufrimiento del anciano.

Luché por separar la vista de mis percepciones y me tambaleé. Aquella era la desventaja de usar la vista. Te podía mostrar muchas cosas, pero todo lo que veías con ella se quedaba contigo para siempre. Lo que percibías se escribía con tinta indeleble en tu memoria y aquellos recuerdos permanecerían allí para siempre, frescos, duros e imborrables pese al paso del tiempo, que no los hacía más fáciles de soportar. El pequeño diorama demoníaco repleto de malas vibraciones pintado en los azulejos blancos de aquel baño iba a volver a aparecer en mis sueños más sombríos.

Parecía que había encontrado la magia negra sobre la que me advirtió el guardián de la puerta. Menos mal que al final no realicé el peligroso hechizo sobre Pequeño Chicago.

Di un par de pasos atrás, sacudiéndome los colores y los destellos de luz que permanecieron en mis ojos un tiempo después de que desactivara la vista. Rawlins tenía la mano debajo de uno de mis codos.

—¿Estás bien, tío? —retumbó su voz tranquila un momento después.

—Sí —dije—. Sí. Gracias.

Me miró a mí y luego a la puerta cerrada.

—¿Qué has visto ahí dentro?

—No estoy seguro todavía —le dije. Mi voz sonaba temblorosa—. Algo malo.

—Esto no ha sido obra de un simple matón, ¿verdad? —me preguntó en un tono casi inaudible.

Se me revolvió de nuevo el estómago. Con el ojo de mi mente vi una sonrisa maliciosa reflejada en los ojos del viejo; el recuerdo era absolutamente cristalino.

—Tal vez no —murmuré—. Pudo ser una persona, creo. Alguien muy enfermo… O tal vez no. No lo sé. —Más palabras lucharon por salir de mi boca y mantuve los labios firmemente sellados hasta que recuperé el control de mis pensamientos.

Miré a mi alrededor y me di cuenta de que los pelos de mi nuca estaban encrespados por el recuerdo de la energía que había percibido apenas de pasada.

Estaban reaccionando ante una porción de aquella misma energía, que fluía a la deriva por el aire en aquel mismo momento. Cerca.

—Rawlins —dije—. ¿Cuántos policías más hay aquí?

—Solo yo —dijo en voz baja. Vio la expresión en mi cara y acto seguido echó un vistazo a su alrededor con sus ojos de gruesos párpados alerta, con la mano en la pistola—. ¿Tenemos problemas?

—Tenemos problemas —dije en voz baja, cambiándome el bastón a la mano derecha.

Todas las luces se apagaron al mismo tiempo, sumiendo al hotel en una total negrura.

Y los gritos comenzaron.