Capítulo 17

No perdí ni un segundo. Cuando íbamos subiendo por las escaleras, ya estaba preparando la vista. Una enfermera abrió la puerta y me limité a entrar por la primera habitación de la izquierda, la de la chica catatónica, la señorita Becton. Usé la vista en cuanto entré.

Era una chica joven, tal vez en los últimos años de la adolescencia, con el pelo de un color sorprendentemente rojo que por algún motivo no me pareció teñido. Estaba tendida bocarriba, con la cabeza hacia un lado y los ojos marrones abiertos e idos. Tenía la espalda cubierta de vendajes.

A medida que mi vista se iba centrando en ella logré ver más. La psique de la chica había sido agredida salvajemente y, mientras la miraba, unos moratones fantasmagóricos oscurecieron las pocas zonas de piel que le quedaban sanas; sangre y un fluido acuoso supuraban del resto de su piel destrozada. La boca estaba dispuesta en un continuo y silencioso aullido y, bajo la imagen del mundo real, sus ojos estaban abiertos de par en par de puro miedo. Si quedara todavía algo de la señorita Becton tras aquellos ojos, estaría gritando a pleno pulmón.

Me dio un vuelco el estómago y apenas tuve tiempo de encontrar una papelera para vomitar en ella.

Murphy se agachó a mi lado y me puso la mano en la espalda.

—¿Harry? ¿Estás bien?

La rabia, la empatía y la pena se disputaron el primer lugar entre mis pensamientos. Fui vagamente consciente de la presencia al otro lado de la habitación de un reloj con radio que cobraba vida para morir enseguida en una nube de humo. Las luces fluorescentes de la habitación comenzaron a parpadear a medida que las violentas emociones batallaban con el aura de magia que me rodeaba.

—No —dije, casi gruñendo como un animal ahogado—. No estoy bien.

Murphy me miró un momento y luego miró a la chica.

—¿Está…?

—No va a volver —dije.

Escupí varias veces en la papelera y me puse de pie. El dolor de cabeza comenzó a regresar. Los ojos aterrorizados de la chica permanecieron brillantes y claros en mi imaginación. Había salido a pasarlo bien, a ver una de sus películas favoritas, quizás después tenía intención de tomarse un café o cenar con los amigos. Estaba claro que el día anterior no se había despertado preguntándose si una especie de criatura de pesadilla le iba a robar la cordura.

—Maldita sea —dije con amargura. Murphy me apretó la mano derecha con la suya y entrelacé mis dedos con los de ella en medio de una silenciosa desesperación—. Maldita sea, Murph. Voy a encontrar a esa cosa y matarla.

Su mano era firme y fuerte, como su voz.

—Te ayudaré.

Asentí y me aferré a su mano durante un minuto. No había ninguna tensión en aquel contacto, ninguna temblorosa sensación de excitación. Murphy era humana y estaba viva. Me sostuvo la mano para recordarme que yo también lo estaba. Me las arreglé de alguna manera para apartar de mis pensamientos la sensación de horror visceral que había visto envolviendo a la chica, hasta que me sentí más entero. Apreté la mano de Murphy una vez más y se la solté.

—Vamos —dije con voz ronca—. Pell.

—¿Estás seguro de que no necesitas descansar un momento?

—No servirá de nada —dije haciendo un gesto hacia la radio y las luces—. Tengo que acabar con esto e irme enseguida.

Se mordió el labio, pero asintió y me condujo a la puerta al otro lado del pasillo. En realidad no quería hacerlo, pero activé de nuevo mi vista y me armé de valor. Seguí a Murphy y miré a Clark Pell.

Pell era un viejo amargado con una piel cartilaginosa y de una textura parecida al cuero. Tenía un brazo y ambas piernas enyesadas y en tracción. Uno de los lados de su rostro estaba hinchado por las magulladuras. Un tubo de plástico para el oxígeno le pasaba por debajo de la nariz.

Tenía la cabeza envuelta en vendas, aunque le asomaban algunos mechones de espeso pelo gris. Un ojo estaba tan hinchado que apenas parecía abierto. El otro sí, oscuro y brillante.

Más allá de la superficie física, sus heridas eran casi tan terribles como las que había sufrido la chica. Había sido brutalmente golpeado. Contusiones fantasma se propagaban por su piel arrugada, y las formas de los huesos dislocados asomaban inquietantes en la superficie. También vi otra cosa en el viejo. Debajo del cuero y el cartílago, había más cuero y cartílago. Y hierro. El viejo había sido golpeado salvajemente, pero no era la primera vez, ni física ni espiritualmente. Era un luchador, un superviviente. Estaba asustado, pero también estaba enfadado y su actitud era desafiante.

Lo que quiera que hubiese hecho esto no había conseguido lo que pretendía de él, no del mismo modo que con la muchacha. Tuvo que conformarse con una paliza física, ya que el ataque no había provocado el terror y la angustia que había esperado. El viejo le había hecho frente sin tener ningún poder propio más allá de toda una vida de voluntariosa obstinación. Si aquel anciano había hecho tal cosa, tan dolorosa y espantosa como debió de haber sido la experiencia, yo debía ser lo bastante fuerte para observar las consecuencias.

Desconecté mi vista y respiré hondo. Murphy, preparada junto a mí como si esperara que me derrumbara de un momento a otro, inclinó la cabeza y me miró.

—Estoy bien —dije en voz baja.

Pell emitió un sonido débil, pero grosero.

—Maldito quejica, si ni siquiera lleva un yeso.

Me puse delante del viejo.

—¿Quién le hizo esto? —le pregunté.

Sacudió la cabeza. Fue un movimiento débil.

—Un loco.

Murphy empezó a decir algo, pero levanté la mano y sacudí la cabeza para que no me interrumpiera. Ella guardó silencio, esperando.

—Señor —le dije a Pell—. Se lo juro. No soy policía. No soy médico. Creo que vio algo extraño.

Me miró fijamente, su único ojo se abrió de par en par.

—¿Me equivoco? —le pregunté en voz baja.

—Ma… m… —trató de decir, pero la palabra se quebró en una tos.

Alcé una mano y esperé a que se recuperara. Entonces acabé por él:

—Manomartillo.

Pell levantó el labio en una vaga sonrisa. Su mano buena se movió ligeramente, y di un paso para acercarme más a él.

—Le dijo a Greene que fue alguien vestido como Manomartillo —supuse.

Pell cerró los ojos, cansado.

—Más o menos.

Asentí.

—Pero no era solo un disfraz —dije sin perder la calma—. Era algo más.

Pell tembló ligeramente antes de abrir otra vez el ojo, atontado por la fatiga.

—Era él —susurró el viejo—. No sé cómo. No tiene sentido. Pero… sentía que era él.

—Le creo —dije.

Me observó durante un segundo y luego asintió, cerrando un ojo.

—La cosa es que esa es la única maldita película que me da miedo, y eso que ni siquiera era tan buena. —Negó con la cabeza, débil—. Lárguense.

—Gracias —dije en voz baja. Entonces me di la vuelta y caminé hacia la puerta.

Murphy me siguió, a mi lado, y bajamos por las escaleras.

—¿Harry? —me preguntó—. ¿Qué ha sido eso?

—Pell —dije—. Nos ha dicho lo que necesitábamos saber.

—¿De verdad?

—Sí —dije—. Creo que ahora lo entiendo. Esa cosa tiene que ser una especie de fobófago.

—¿Un qué?

—Una entidad espiritual que se alimenta del miedo. Ataca para asustar a la gente y se alimenta de sus emociones.

—No le rompió a Pell los huesos diciendo «¡Bu!» —dijo Murphy.

—Claro que no. Tiene que manifestarse en un cuerpo físico para poder llegar al mundo real. Es el estándar para ese tipo de demonios.

—¿Cómo se le vence?

Sacudí la cabeza.

—Aún no lo sé. Primero tengo que averiguar qué clase de fobófago es. Al menos ahora tengo una pista desde donde empezar. Hay muchos seres que pueden haber cruzado a Chicago desde el Más Allá para hacer lo que hizo este.

Salimos al exterior y me detuve un minuto, levantando la vista hacia la luz.

El horror y la miseria que había visto en las víctimas permanecía en su lugar, una imagen clara y terrible, pero la luz del sol y el igualmente claro recuerdo del desafío del viejo Pell eran un rayo de esperanza.

—¿Estarás bien? —preguntó Murphy.

—Eso creo —dije con calma.

—¿Puedes contarme lo que viste?

Lo hice, en tan pocas palabras como me fue posible.

Ella escuchó, y luego asintió lentamente.

—Lo que les pasó a ellos se parece poco a lo que le pasó a Rosie.

—Tal vez Rawlins y yo llegamos a tiempo —dije—. Tal vez solo pudo ocuparse de los prolegómenos.

—O tal vez exista otra razón —aventuró Murphy.

—Recuérdame que te dé una lección sobre la tasa de interés en el préstamo de problemas —dije—. La explicación más simple es la que sirve hasta que encontremos algo que la desmienta.

Ella asintió.

—Si esta criatura va a la convención otra vez, probablemente actúe de nuevo. Me parece que deberíamos aconsejarles que la cierren. Sin convención no hay ataques, ¿verdad?

—Es demasiado tarde para eso —dije.

Ladeó la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—La criatura se alimenta del miedo. Eso la atrae —dije—. Si cierran la convención, mucha gente se asustará.

—Los informativos también se encargarán de crear miedo.

—No de la misma manera —dije—. Puede que un informativo deje intranquila a cierta gente. No obstante, a los asistentes de la convención, que conocían a las víctimas y estuvieron en el mismo edificio… a ellos les afectará más. Convertirá lo que sucedió en algo peligroso. En algo real.

—Si el atacante es tan peligroso, es normal que estén asustados —opinó Murphy.

—Salvo por el detalle de que la intensidad de ese miedo atraerá de nuevo al atacante —apostillé—. De hecho, podría atraer a otros depredadores de naturaleza similar.

—¿Más? —dijo Murphy, alarmada.

—Como la sangre en el agua atrae a los tiburones —dije—. Salvo que en lugar de en la convención, los objetivos estarían desperdigados por todo Chicago. Ahora mismo, la única ventaja que tenemos es que sabemos dónde atacaría de nuevo. Si la convención cierra, perdemos esa ventaja.

—Y la siguiente oportunidad que tendremos de recuperar el rastro es cuando aparezca otro cadáver. —Murphy negó con la cabeza—. ¿Qué necesitas que haga yo?

—De momento que me lleves a casa —dije—. Tengo que consultar algunas cosas, y… —De repente recordé algo—. Maldita sea, casi lo olvido.

—¿Qué?

—Tengo una cita para almorzar que no me puedo perder.

—¿Más importante que esto?

—No puedo dejar de ir —dije—. Asuntos del Consejo. Quizás importantes.

Negó con la cabeza.

—Te echas demasiadas responsabilidades sobre las espaldas, Harry. Solo eres un hombre. Un buen hombre, pero humano.

—Es lo que pasa cuando no llevo puesto el guardapolvos —opiné—. La gente empieza a pensar que no soy un superhéroe.

Soltó un gruñido y comenzó a caminar hacia el coche.

—Hablo en serio —dijo—. No puedes estar en todas partes a la vez. No puedes evitar que sucedan cosas malas.

—¿Eso significa que nadie debería intentarlo? —dije.

—Tal vez. Pero lo consideras algo personal. Te lo tomas muy a pecho. Como ahora con la chica. —Sacudió la cabeza—. Odio verte así. Bastantes problemas tienes como para preocuparte por cosas que no has hecho tú.

Me encogí de hombros y no dije nada hasta que llegamos al coche.

—No puedo soportarlo. No aguanto ver a gente así de herida. Lo odio.

Me miró fijamente y asintió.

—Yo tampoco.

Ratón colocó la cabeza en mi pierna y se apoyó en mí para que pudiera sentir su calor.

Decidido aquello, me subí al coche de Murphy para ir en busca de no sabía qué; eso sí, en cuanto acabara de abrir una nueva caja de truenos con el caballero del Verano.