Capítulo 33

—Este es Thomas —le dije a Charity señalando con una mano a mi hermano, que había salido a mi encuentro cuando salimos de la iglesia—. Es más peligroso de lo que parece.

—Soy cinturón negro —explicó Thomas.

Charity arqueó una ceja y miró a Thomas un solo segundo.

—Es usted el vampiro de la Corte Blanca que llevó a mi marido a ese bar de striptease.

Thomas le brindó a Charity una sonrisa en la que mostró sus dientes.

—Eh, es agradable que te recuerden. Y trabajar con alguien que tiene idea de lo que está haciendo. —Me señaló con el pulgar y añadió, sotto voce—: Para variar.

La mirada de Charity no cambió. No era fría ni amigable, no tenía ninguna emoción. Era sencillamente una mirada remota y continuada, la que uno reserva para un perro grande que pasa cerca. Una observación cauta y deliberada.

—Agradezco que haya luchado junto a mi marido. Pero también quiero que entienda que me ha dado usted razones para contemplarle con cautela. Por favor, no haga nada que aumente tal sentimiento. No soy pasiva ante las amenazas.

Thomas arrugó los labios, casi esperé que sus ojos mostraran algo de rabia, pero no fue así. Se limitó a asentir.

—Entendido, señora —dijo.

—Bien —dijo cuando nos acercábamos a su minivan—. Irá en el último asiento de atrás.

Comencé a protestar, pero Thomas me puso la mano en el hombro y negó con la cabeza.

—Su vehículo, sus reglas —me murmuró al pasar—. Yo lo respeto. Tú también debes hacerlo.

Así que los tres nos subimos y nos dirigimos a la casa de los Carpenter.

—¿Cómo está Ratón? —preguntó Thomas.

—Tiene una pata herida —informé.

—Le dieron bien fuerte —apostilló.

—Por eso lo he dejado ahí —expliqué—. Puede que esté forzando la máquina. Además, ayudará a Forthill a vigilar a los niños.

—Ajá —dijo Thomas—. ¿Soy el único que piensa que tal vez Ratón sea algo especial?

—Yo siempre lo he pensado —dije.

—Me pregunto si es de alguna raza concreta.

Charity miró por encima de su hombro y dijo:

—Creo que se parece a un caucásico.

—Imposible —dije—. Tiene ritmo y sabe bailar.

Charity sacudió la cabeza.

—Es un perro criado en la Unión Soviética, en las montañas del Cáucaso para su uso en las instalaciones militares. Es una de las pocas razas que se ponen tan grandes. Pero tienden a ser bastante más agresivos que su perro.

—Oh, Ratón es todo lo agresivo que tiene que ser cuanto tiene que serlo —dije.

Thomas entabló una educada conversación con Charity sobre perros y razas. Mientras, apoyé la cabeza contra la ventana y me quedé dormido. Me desperté un momento después cuando la furgoneta se detuvo. Charity y Thomas hablaron entre ellos y yo dormité mientras cargaban algunas cosas en la furgoneta. No me volví a despertar hasta que Thomas me tocó el hombro y dijo:

—Estamos en tu apartamento, Harry.

—Sí —musité—. De acuerdo. —Parpadeé un par de veces y bajé de la furgoneta de un salto—. Thomas —dije—, contacta con Murphy y dile que la necesito en mi casa, ahora. Y… toma… —Rebusqué en los bolsillos de mi abrigo y encontré una servilleta blanca y un rotulador. Escribí otro número—. Llama a este número. Diles que quiero cobrarme el favor que me deben.

Thomas cogió la servilleta y arqueó una ceja.

—¿Podrías ser un poco más concreto?

—No hace falta —dije—. Ellos sabrán por qué los necesito. Esto solo les indicará que es el momento de aunar fuerzas conmigo.

—¿Por qué yo? —preguntó Thomas.

—Porque no tengo tiempo —dije—. Así que a no ser que quieras jugar con peligrosas adivinanzas mágicas, llama al maldito número y para de hacerme gastar mis energías explicándome.

Heil, Harry —dijo Thomas un poco resentido. Sin embargo, supe que haría lo que le había pedido.

—¿El pelo? —le pregunté a Charity.

Me pasó un sobre blanco sin marcas. Su expresión era una máscara.

—Gracias. —Lo cogí y me dirigí a mi apartamento seguido por mis dos acompañantes—. Estaré trabajando abajo. Ambos debéis quedaros en la sala de estar. Por favor, haced el menor ruido posible y no andéis demasiado de un lado a otro.

—¿Por qué? —preguntó Charity.

Sacudí la cabeza, cansado, y agité una mano.

—No, nada de preguntas ahora mismo. Necesitaré todas mis energías para averiguar dónde se han llevado a Molly, y ya estoy apresurando demasiado las cosas. Dejad que me concentre. Os lo explicaré luego. —Si sobrevivo, pensé.

Sentí los ojos de Charity clavados en mí y me volví para mirarla. Obligó a su cabeza a asentir breve y toscamente. Desactivé los sortilegios y entramos. Míster se acercó y me pasó los hombros por la pierna, luego se enrolló entre las piernas de mi medio hermano, aceptando de paso un par de palmaditas de compromiso por parte de Thomas. Entonces me sorprendió ver que le ofrecía a Charity el mismo tratamiento.

Sacudí la cabeza. Gatos. No tienen ningún gusto.

Charity le echó un vistazo a mi apartamento, con gesto adusto.

—Está muy ordenado. Esperaba más… restos —reconoció.

—Hace trampas —dijo Thomas, y fue directo al frigorífico.

Los ignoré. No había tiempo para el ritual completo de limpieza y meditación, pero mi día me había expuesto a toda clase de manchas, externas y de otro tipo, y consideré que una ducha era la parte más indispensable de la preparación. Fui a mi habitación, me desnudé, encendí una vela y me puse bajo la ducha. El agua fresca cayó sobre mí como si hubiera abierto una presa. Me froté la piel hasta que quedó rosa y me lavé el pelo hasta que se me irritó el cuero cabelludo.

Todo aquel tiempo anduve buscando un lugar tranquilo en mi cabeza, uno ajeno al dolor y la culpa, al miedo y la rabia. Aparté de mi mente todas las sensaciones salvo la del agua y sin un esfuerzo consciente mis movimientos adquirieron el ritmo constante de un ritual, algo normal transformado en un acto artístico y de meditación, como una ceremonia japonesa del té.

Deseaba estar en mi cama. Deseaba dormir. Calidez. Risas. Cogí esos deseos uno a uno y los crucifiqué, los suspendí hasta que llegara el momento de que mi mundo fuera un lugar que pudiera ser partícipe de tales lujos. No obstante, una última emoción era demasiado grande para mí. La importancia del desvirgue de Pequeño Chicago era de una cuantía enorme y desconocida. Si lo había hecho bien, dispondría de una magnífica herramienta para rastrear cosas en la ciudad.

Si había cometido aunque fuera un leve fallo, Molly estaría muerta. O peor que muerta. Y al fin averiguaría qué era aquella luz al final de largo túnel.

No podía escapar del miedo. Era inherente a la situación. Así que, en lugar de eso, traté de llevarme bien con él. El miedo, manejado de manera apropiada, puede resultar útil. Por lo tanto, hice un pequeño hueco en mi cabeza para su uso, una especie de papelera psíquica, y esperé que el miedo no empezara a dar saltos por ahí en el peor momento posible.

Salí de la ducha, me sequé y me puse de nuevo mi túnica blanca. Me mantuve centrado en mis pensamientos, cogí la mochila y el sobre blanco y bajé al laboratorio del sótano. Cerré la puerta. Si Pequeño Chicago decidía explotar los hechizos preventivos que había dispuesto para evitar que las energías escaparan del laboratorio, deberían mitigar sensiblemente los daños. No era un plan perfecto, de ninguna manera, pero solo soy un ser humano.

Lo cual era un pensamiento inquietante una vez delante de la maqueta. Incluso un diminuto error… solo soy humano.

Puse el sobre en el borde de la mesa y la mochila en el estante y di vueltas por el sótano encendiendo velas con una cerilla. Un hechizo hubiera sido más rápido y ordenado, pero quería guardar cada gota de poder para la adivinación. Así que hice del rito de encendido de velas un ritual en sí mismo, centrándome en mis movimientos, en la precisión, en la inmediata interacción entre calor y frío, luz y oscuridad, fuego y sombra.

Encendí la última vela y volví junto a la maqueta de la ciudad.

Los edificios tenían un brillo plateado a la luz de las velas y el aire se removía por el poder que había imbuido en la maqueta. Una voz diminuta me dijo de parte del sentido común que aquella era una idea horriblemente mala. Me dijo que estaba tomando decisiones equivocadas porque estaba dolorido y exhausto y que sería mucho más inteligente dormir un poco e intentar el hechizo cuando tuviera una posibilidad razonable de sacarlo adelante.

También crucifiqué a aquella pequeña voz. No había lugar para la duda. Entonces volví mi atención a la mesa y al alargado círculo plateado que había construido en su superficie.

Lasciel apareció entre la mesa y yo con su habitual túnica blanca y el pelo rojo recogido atrás en un apretado moño. Levantó ambas manos.

—No puedo permitirte hacer esto —dijo en voz baja.

—Tú otra vez —respondí en un tono distante e igual de bajo—. Eres casi tan molesta como una llamada inoportuna.

—Esto no tiene sentido —dijo—. Mi anfitrión, te suplico que lo reconsideres.

—No tengo tiempo para ti —dije—. Tengo trabajo que hacer.

—¿Trabajo? —preguntó—. ¿Te refieres a evadir tus responsabilidades?

Incliné un poco la cabeza. En mi estado mental actual las emociones que sentía parecían perdidas en el infinito y poco sustanciales.

—¿Cómo es eso?

—Mírate —contestó con el tono bajo, tranquilo y razonable que uno usa con los locos y los borrachos—. Escúchate. Estás cansado. Estás herido. Estás devastado por la culpa. Estás asustado. Vas a destruirte a ti mismo.

—¿Y a ti conmigo? —pregunté.

—Correcto —contestó—. No temo el fin de mi existencia, mi anfitrión, pero me niego a perecer a manos de alguien demasiado engañado para entender lo que estaba haciendo.

—No estoy engañado —me defendí.

—Claro que lo estás. Sabes que este esfuerzo es probable que te mate. Y una vez lo haya hecho, estarás libre de toda responsabilidad por lo que le pasó a la chica. Después de todo, moriste heroicamente haciendo el esfuerzo de encontrarla y recuperarla. No tendrás que ir a su funeral. No tendrás que explicarle nada a Michael. No tendrás que decirles a sus padres que su hija está muerta debido a tu incompetencia.

No respondí. Las emociones se hicieron patentes.

—Esto no es más que una elaborada forma de suicidio elegida durante un momento de debilidad —dijo Lasciel—. No deseo presenciar cómo te destruyes a ti mismo, mi anfitrión.

La miré fijamente.

Pensé en ello.

Puede que tuviera razón.

No importaba.

—Muévete —murmuré—. Antes de que te mueva yo. —Entonces hice una pausa y dije—: Espera un minuto. ¿En qué estoy pensando? No es que puedas detenerme. —Entonces atravesé la imagen de Lasciel camino de la mesa y alargué la mano para coger el sobre blanco.

El sobre comenzó a girar donde estaba y de repente se convirtió en docenas de sobres idénticos, todos girando como las aspas de un molino.

—Claro que puedo —dijo Lasciel con suavidad. Al levantar la vista la encontré al otro lado de la mesa—. Fui testigo del nacimiento de los tiempos. Contemple cómo a partir de la completa oscuridad nacía la espiral mortal. Contemplé la formación de las estrellas, contemplé la alineación de este mundo, contemplé cómo le fue insuflada la vida y tu especie se alzó para dominarlo. —Puso ambas manos en la mesa y se inclinó hacia mí con sus fríos y duros ojos azules—. Hasta ahora me he comportado como debe hacerlo un invitado. Pero no confundas educación con debilidad, mortal. Te suplico que no me obligues a tomar medidas adicionales.

Entorné los ojos y busqué mi vista.

Antes de que pudiera usarla, mi mano izquierda comenzó a arder en llamas.

Dolor, dolor. ¡Dolor! Fuego, abrasión, inicio de cocción de mi mano al tiempo que trataba de agarrármela con mi brazalete protector. El recuerdo de mi herida en aquel sótano encantado por los vampiros volvió a mí en 3D y sin gafas, y las terminaciones de mis nervios eran los espectadores.

Luché para no gritar, respiré, mis dientes se cerraron unos contra otros tan repentina y bruscamente que uno de mis molares se astilló.

Es una ilusión, me dije. Un recuerdo. Es un fantasma, nada más. No puede hacerte daño si no se lo permites. Empujé lejos de mí aquel recuerdo volviendo contra él el foco de mi voluntad.

Sentí como el recuerdo-ilusión se tambaleaba, y entonces el dolor desapareció y el fuego también. Mi cuerpo inyectó endorfinas en mi flujo sanguíneo un momento después y me aferré a ellas a medida que mi concentración comenzaba a derrumbarse. Me apoyé con fuerza contra la mesa; mi mano izquierda se pegó a mi pecho en un puro acto reflejo mientras la derecha soportaba mi peso. Devolví mi atención a los sobres y forcé mi voluntad contra ellos hasta que las ilusiones se tornaron translúcidas. Cogí el auténtico.

Lasciel me miró sin inmutarse, su bellísimo rostro era impenetrable, decidido.

—Tarde o temprano rechazaré todo lo que me envíes —dije medio asfixiado—. Lo sabes.

—Sí —dijo—, pero no podrás centrarte en la adivinación hasta que no te deshagas de mí. Si tienes que resistirte a mí, te cansarás y no intentarás hacer la adivinación. Incluso si solo te retraso hasta el amanecer, para entonces no habrá necesidad de que lo intentes. —Alzó la barbilla—. Pase lo que pase, la adivinación no tendrá éxito.

Solté una pequeña carcajada que arrugó el ceño de Lasciel.

—Se te escapa algo.

—¿Qué se me escapa?

—El agujero argumental. Puedo morir en mitad del proceso, mientras tú tratas de estorbarme. De todos modos, este ejercicio no es otra cosa que un intento de suicidio, se mire como se mire. ¿Por qué no seguir adelante? ¿Qué más da?

Apretó los dientes.

—¿Te matarías antes de someterte a la razón?

—Sería más un homicidio que un asesinato, diría yo.

—Estás loco —dijo el ángel caído.

—Consígueme un Alka-Seltzer y echaré también espuma por la boca. —Esta vez miré a Lasciel con mala cara—. Hay una niña ahí fuera que me necesita. Prefiero morir a dejarla tirada. Voy a hacer el hechizo, punto. Así que vete a la mierda.

Sacudió la cabeza, frustrada y hosca.

—Es muy probable que mueras.

—¿Eres un disco rayado? —pregunté. Saqué el mechón de fino pelo de bebé, solté mi cuchillo en la mesa y encendí las velas ceremoniales. El ángel caído tenía razón, maldita sea. El miedo se removió peligrosamente en mi interior y mis dedos temblaron con fuerza suficiente para romper la primera cerilla en lugar de encenderla.

—Si vas a hacer esto —dijo Lasciel—, al menos trata de sobrevivir. Deja que te ayude.

—Me ayudarás si te callas la puta boca y te vas —dije—. Fuego infernal no va a serme de ninguna ayuda en esto.

—Tal vez no —dijo Lasciel—, pero hay otra manera.

Distinguí un resplandor de luz por el rabillo del ojo y me giré para ver un palpitante brillo plateado sobre el suelo, en mitad de mi círculo de invocación. Pocos centímetros por debajo descansaba el Denario Negro donde el resto de Lasciel estaba aprisionada.

—Toma la moneda —me urgió—. Al menos puedo protegerte de una reacción violenta. Te suplico que no tires tu vida a la basura.

Me mordí el labio.

No quería morir, maldita sea, y la idea de fracasar en el intento de salvar a Molly era casi peor que la muerte. El poseedor de una de las treinta antiguas monedas de plata tenía acceso a un tremendo poder. Con aquel empujón era probable que pudiera arrancar el hechizo, e incluso si las cosas se torcían, lograría sobrevivir bajo la protección de Lasciel. Era consciente de que si me decidía a hacerlo, podía sacar la moneda de debajo del cemento en apenas un momento.

Contemplé un momento el brillo plateado.

Luego puse los ojos en blanco y dije:

—¿Sigues aquí?

El rostro de Lasciel formó una máscara carente de emoción alguna, pero existía un sutil y feo tono de amenaza en su voz.

—Es mucho más fácil hablar contigo cuando estás dormido, mi anfitrión.

Y desapareció.

El miedo recorrió todo mi fuero interno. Traté de calmarme, pero no pude recuperar mi anterior estado mental; hasta que pensé en el joven Daniel hecho un desastre bajo mi vista de mago, herido tras defender a su familia de algo que yo les había enviado.

Pensé en los hermanos y hermanas de Molly. Pensé en su madre, en su padre. Pensé en la risa, en la pura, alegre y ruidosa vida de la familia de Michael.

Entonces me pinché en la yema del dedo con el cuchillo ritual, toqué el mechón de pelo de bebé con él y lo posé sobre Pequeño Chicago. Utilicé una segunda gota de sangre y un esfuerzo de voluntad para tocar el círculo en lo alto de la mesa y así activarlo y comenzar el hechizo. Cerré los ojos, concentrándome, murmurando un torrente de falso latín a medida que iba acercando la mano a la maqueta y la traía a la vida.

Mis sentidos se empañaron y de repente me vi de pie delante de la mesa, en la maqueta de mi propia casa. Al principio pensé que la maqueta entera se había vuelto gigante, luego me di cuenta de que lo contrario era lo correcto. Yo había encogido a la escala de Pequeño Chicago, mi consciencia ahora estaba en el hechizo y no en mi propio cuerpo, que se encontraba de pie junto a la mesa como Godzilla, murmurando las palabras mágicas.

Cerré los ojos y pensé en Molly, mi sangre tocó el mechón de pelo y para mi total sorpresa salí disparado calle abajo con menos esfuerzo del que requería pedalear una bicicleta. Las calles y los edificios a mi alrededor brillaban con una energía blanca, de hecho todo el lugar resonaba como una hilera de líneas de alta tensión.

Rayos y centellas. Pequeño Chicago funcionaba. Funcionaba bien. Un acceso de alegría me invadió y mi velocidad aumentó de manera proporcional. Recorría las calles como un resplandor, viendo vagas imágenes de gente, como fantasmas, los inestables reflejos de aquellos que se movían a mi alrededor por el Chicago real. Pero entonces el hechizo se tambaleó y comencé a moverme en círculos como un perro atontado tratando de morderse la cola.

No funcionaba.

Hice un esfuerzo y regresé a mi cuerpo. Miré la maqueta. Estaba exhausto.

Eché mano de la mochila, me senté y me puse a Bob en el regazo.

Sus ojos se encendieron enseguida.

—No te confundas, hombretón. Me gustas, pero no de esta manera.

—Cállate —le rugí—. Acabo de intentar usar Pequeño Chicago para encontrar el rastro de Molly. He fracasado.

Bob parpadeó.

—¿Ha funcionado? ¿La maqueta ha funcionado de verdad? ¿No ha explotado?

—Obviamente —dije—. Ha funcionado bien. Pero usé un simple hechizo de seguimiento y no pude encontrar su rastro. ¿Qué tiene de malo la maldita cosa?

—Ponme en la mesa —dijo Bob.

Me levanté y lo hice. Estuvo callado un minuto.

—La maqueta está bien, Harry. Quiero decir que funciona bien.

—Y una mierda —bramé—. He hecho ese hechizo de seguimiento cientos de veces. Debe de ser la maqueta.

—Te lo estoy diciendo. Está perfecta —dijo Bob—. Tengo la maldita cosa delante de mí. Si no ha sido el hechizo y tampoco la maqueta… eh, ¿qué has usado para apuntar el hechizo de seguimiento?

—Un mechón de pelo.

—¿Eso es pelo de bebé, Harry?

—¿Sí, y qué?

Bob emitió un quejido disgustado.

—Que no funciona, Harry, los bebés son como un enorme papel en blanco. Molly ha cambiado bastante desde que le cortaron ese mechón. No tiene mucho que ver con aquel bebé, es natural que el hechizo no funcione.

—¡Maldita sea! —gruñí. No había pensado en eso, pero tenía sentido. No había usado un mechón de pelo de bebé para este hechizo más que una vez: para encontrar a un bebé—. Maldita sea, maldita sea, maldita sea.

Un error diminuto.

Era humano.

Y le había fallado a Molly.