6
Hostia.
—¿A mí? —dije. Et la, La Fortier. A ver qué dices ante una réplica tan ingeniosa.
—Sí. El duque Ortega dice en su carta que la Corte Roja lo considera a usted, mago Dresden, un asesino. Para poner fin a este conflicto quieren que lo extraditemos a un lugar designado por ellos para ser juzgado. Puede que esta solución nos parezca desagradable, pero quizá sea la más justa.
No había terminado de pronunciar la última palabra cuando varias docenas de magos del auditorio se pusieron en pie y comenzaron a gritar indignados. Otros abandonaron sus sillas para gritarles a ellos. La sala se vio sumergida en una mezcla de gritos, amenazas e insultos (maldiciones no, porque entre magos eso es algo bastante serio) en una docena de idiomas distintos.
El merlín dejó que los asistentes se desahogaran durante un minuto antes de exclamar con voz potente: —¡Orden! —Nadie le hizo el menor caso. Lo intentó una vez más, después, alzó su bastón y lo golpeó con fuerza contra la tarima del escenario.
Se produjo un fogonazo de luz, un sonido atronador, y del golpe, el agua rebosó de mi vaso y se derramó sobre mi bata de franela. Incluso un par de magos bajitos cayeron al suelo, pero finalmente, el barullo cesó.
—¡Orden! —gritó de nuevo el merlín en el mismo tono—. Soy consciente de las implicaciones de esta medida. Pero hay vidas en juego. Las vuestras y la mía. Debemos sopesar nuestras opciones con mucho cuidado.
—¿Qué opciones? —preguntó Ebenezar—. Somos magos, no un rebaño de ovejas asustadas. ¿Vamos a entregar a uno de los nuestros a los vampiros y fingir luego que no ha pasado nada?
La Fortier saltó como un resorte.
—Ya leíste el informe de Dresden. Él mismo admite que las acusaciones de la Corte Roja tienen fundamento. Su reclamación es justa.
—Todo aquello fue una manipulación evidente, un plan para obligar a Dresden a actuar como lo hizo y tener así un pretexto para matarlo.
—Pues debería haber sido más listo —apostilló La Fortier con tono inexpresivo—. La política no es un juego de niños. Dresden jugó y perdió. Es hora de que pague su error para que los demás podamos vivir en paz.
El Indio Joe puso una mano sobre el brazo de Ebenezar y habló con más sosiego.
—La paz no se puede comprar, Aleron —dijo en voz baja a La Fortier—. Eso nos enseña la historia. Yo lo sé. Tú también deberías saberlo.
La Fortier sonrió con desprecio al Indio Joe.
—No sé a qué te refieres, pero…
Puse los ojos en blanco y me levanté de nuevo.
—Se refiere a cómo las tribus americanas perdieron sus tierras en favor de los colonos, espabilado. —Supuse que Ebenezarno traduciría el insulto al latín, pero escuché bastantes risas ahogadas procedentes de las túnicas marrones—. Y a los intentos de los países europeos por apaciguar a Hitler antes de la Segunda Guerra Mundial. En ambos casos, se trató de llegar a la paz haciendo concesiones, y en ambos casos el fracaso fue sonado.
El merlín me lanzó una mirada furiosa.
—No recuerdo haberle dado la palabra, mago Dresden. Hasta que así sea, se abstendrá de intervenir o tendré que echarlo de la sala.
Apreté los dientes y me senté.
—Perdón. Es que creía que teníamos la responsabilidad de proteger a los seres humanos. Qué tontería, ¿no?
—No protegeremos a nadie, mago Dresden, si acabamos muertos —contestó el merlín—. Guarde silencio o haré que lo echen.
Martha Liberty movió la cabeza.
Merlín, parece evidente que no podemos entregar a uno de los nuestros a la Corte Roja solo porque así lo pidan. A pesar de las pasadas discrepancias con el Consejo, Dresden es un mago de pleno derecho, y dado su comportamiento de los últimos años, creo que es bien merecedor de ese título.
—No pongo en duda su conocimiento del Arte —repuso La Fortier—. Pero sí su claridad de juicio, sus decisiones. Como mago, ha actuado de forma temeraria e irreflexiva desde la muerte de Justin. —Dirigió sus ojos saltones a los presentes en la sala—. Mago Harry Dresden. Aprendiz del mago Justin DuMorne. Aprendiz del mago Simon Pietrovich. Me pregunto de dónde sacaría la información necesaria la Corte Roja para superar tan fácilmente las defensas de Pietrovich.
Durante unos segundos me quedé mirando atónito a La Fortier. ¿De verdad creía que Justin me había hablado del sistema defensivo de Pietrovich?
¿Y que luego había vendido a un miembro del Consejo de Veteranos y del Consejo Blanco a los vampiros? Justin no me había enseñado mucho. De hecho, hasta que no me sometieron a juicio, ni siquiera sabía que existía el Consejo Blanco, o que hubiera otros magos además de nosotros. Así que respondí a La Fortier de la única manera posible. Me reí de él con una carcajada sibilante y tranquila mientras negaba con la cabeza.
La Fortier parecía indignado.
—¿Lo veis? —preguntó a la sala—. ¿Veis el desprecio que siente por este Consejo? ¿Por su estatus de mago? Dresden nos pone en peligro a todos de forma constante con su testaruda indiscreción y su desdén por la seguridad y la confidencialidad. Y aunque fuera otro el que traicionó a Pietrovich y sus estudiantes, Dresden es tan culpable de sus muertes como el que los degolló.
Que las consecuencias de sus actos recaigan sobre él.
Me levanté y me encaré a La Fortier, pero miré al merlín para que me diera permiso para intervenir. Me dio la palabra con una inclinación de cabeza poco entusiasta.
—Imposible —dije—. Al menos desde el punto de vista legal. No he violado ninguna de las leyes de la magia, con lo que un juicio sumarísimo queda descartado. Soy mago. Según las normas del Consejo tengo derecho a que se realice una investigación a fondo y a ser sometido a juicio. En cualquier caso, ninguna de las dos medidas proporcionará una solución definitiva a corto plazo.
La sala retumbó con exclamaciones de apoyo cuando Ebenezar terminó de traducir lo que había dicho. Y no era de extrañar. Si el Consejo me llevaba a juicio y luego me echaba a los lobos, sentaría un precedente terrible que condicionaría a todos los magos allí presentes, y lo sabían.
La Fortier me señaló con el dedo y dijo: —Muy cierto. Siempre y cuando se demuestre que eres un mago de pleno derecho. Propongo una votación inmediata para decidir si el estatus de Dresden como mago es válido. Recuerdo a este Consejo que la concesión de su estola fue una decisión tomada de facto debido a pruebas circunstanciales.
Nunca se sometió al Examen y sus iguales jamás han evaluado su capacidad.
—¡Claro que sí! —le respondí—. Derroté a Justin DuMorne en un duelo a muerte. ¿No demuestra eso mi valía?
—El mago DuMorne murió, sí —replicó La Fortier—. Que fuera en un duelo a muerte o mientras dormía, eso está por ver. Merlín, has oído mi moción. Que el Consejo vote acerca del estatus de este perturbado. Pongamos fin a sus locuras y recuperemos nuestras vidas.
Caray. Con eso no había contado. Que te despojen de la estola es como si a un caballero medieval le arrebataran su título. Ya no sería un mago, a efectos políticos, y según la ley del Consejo y los acuerdos firmados con varias facciones sobrenaturales, el Consejo estaría obligado a entregar a un criminal fugitivo a la Corte Roja. Eso significaba que con suerte, tendría una muerte horrible, y si no, algo bastante peor.
Dado el día tan malo que había tenido hasta entonces; mi corazón comenzó a latir como si se me fuera a salir del pecho.
El merlín arrugó el ceño y luego asintió: —Muy bien. Vamos a votar sobre el estatus de Harry Dresden. Aquellos partidarios de que conserve su estola votarán a favor, y los que consideren que se le debe degradar a aprendiz votarán en contra. Todos aquellos a favor…
—¡Alto! —interrumpió Ebenezar—. Invoco mi derecho como miembro del Consejo de Veteranos a restringir la votación solo al Consejo de Veteranos.
El merlín lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué motivo?
—Porque existe mucha información en relación a este asunto que el Consejo en su conjunto desconoce. Y sería poco práctico intentar explicarlo todo ahora.
—Secundo la moción —murmuró el Indio Joe.
—Y yo —añadió Martha—. Tres votos a favor, honorable merlín. Deja que el Consejo de Veteranos decida.
Mi corazón comenzó a acelerarse de nuevo. Ebenezar había intervenido justo a tiempo. En una sala llena de magos asustados no habría tenido muchas posibilidades de conservar mi estola. En cambio si la votación se reducía al Consejo de Veteranos, quizá tuviera una oportunidad.
Casi podía escuchar al merlín pensando cómo escabullirse de aquella situación, pero la ley del Consejo es muy clara en este punto. El apoyo de tres miembros del Consejo de Veteranos basta para que se excluya de la votación al resto del Consejo.
—Muy bien —dijo el merlín finalmente. La sala se llenó de murmullos—. Mi preocupación es velar por la salud y seguridad de los miembros de este Consejo y de la humanidad en general. Yo voto contra la continuidad de Dresden como mago iniciado de este Consejo.
La Fortier se apuntó a la propuesta con sus ojos saltones medio cerrados.
—Y yo, por las mismas razones.
Llegó el turno de Ebenezar.
—Yo he vivido con este hombre. Lo conozco. Es un mago. Voto a favor de que conserve su estatus.
Pequeño Hermano dio un chillido desde su acomodo en el hombro del Indio Joe y el viejo mago le acarició la cola.
—Mi intuición me dice que se comporta como un mago. —Miró con tranquilidad a La Fortier y añadió—: Voto a favor de que conserve su estatus.
—Y yo —dijo Martha Liberty—. Esta no es la solución. Y no adelantaremos nada con ello.
Harry tres, malos dos. Clavé los ojos en Antigua Mai.
La diminuta mujer mantuvo los ojos cerrados por un momento y la cabeza inclinada. Después murmuró: —Ningún mago debería abusar de forma tan flagrante de su condición de miembro de este Consejo. Ni debería ser tan irresponsable como lo ha sido Harry Dresden en el uso del Arte. Voto para que se le despoje de su estola.
Empate a tres. Me humedecí los labios y me di cuenta de que hasta ese momento había estado demasiado nervioso e inmerso en lo que sucedía para fijarme en el séptimo miembro del Consejo de Veteranos. Estaba en el extremo izquierdo del escenario. Al igual que los otros magos vestía una túnica negra, pero su estola de color morado oscuro, casi negra, tenía también una capucha que le cubría la cara por completo. La luz tenue de las velas ocultaba en las sombras lo que la capucha no tapaba. Era alto. Más alto que yo. Mediría unos dos metros y era delgado. Tenía los brazos cruzados y sus manos estaban ocultas dentro de las voluminosas mangas de la túnica. Los ojos de todos los presentes se fijaron en el séptimo miembro del Consejo y un silencio más profundo que el del cercano lago Michigan envolvió el teatro.
Duró unos momentos, después el merlín intervino sin alzar mucho la voz.
—Guardián de la puerta. ¿Cuál es tu voto?
Me incliné hacia delante en mi silla con la boca seca. Si votaba en contra, estaba seguro de que algún centinela me dejaría seco de un golpe antes de que terminara de pronunciar la frase.
Mientras el corazón me latía frenéticamente, el guardián de la puerta habló con voz potente y suave.
—Esta mañana han llovido sapos.
A sus palabras le siguió un silencio expectante que después de unos instantes se convirtió en un murmullo ahogado.
—Guardián de la puerta —dijo el merlín con apremio en la voz—. ¿Cómo votas?
—Con sentido común —respondió el guardián de la puerta—. Esta mañana han llovido sapos. Eso merece nuestra atención. Y por eso, debo conocer la respuesta que traiga el mensajero.
La Fortier miró al guardián de la puerta y preguntó impaciente: —¿Qué mensajero? ¿De qué estás hablando?
Las puertas traseras del teatro se abrieron de golpe y un par de centinelas con capas grises entraron en la sala. Entre los dos llevaban sobre sus hombros a un joven vestido con una túnica marrón. Tenía la cara hinchada y deformada, y sus dedos parecían salchichas podridas a punto de estallar. Llevaba el pelo cubierto de una gruesa capa de escarcha y su túnica parecía como si la hubieran sumergido en agua y después la hubieran arrastrado en un trineo de perros desde Anchorage a Nome. Tenía los labios azules, y pestañeaba y movía los ojos de forma convulsa. Los centinelas lo arrastraron hasta los pies del escenario, mientras el Consejo de Veteranos se acercaba al borde para verlo.
—Éste es el correo que envié a la reina del Invierno —explicó Antigua Mai.
—Insistió mucho —se excusó uno de los centinelas—. Intentamos llevarle a que lo curaran, pero se puso tan nervioso que temimos que se hiciera daño, así que aquí lo traemos, Antigua.
—¿Dónde lo encontrasteis? —preguntó el merlín.
—Fuera. Alguien lo arrojó desde un coche en marcha. No vimos quién fue.
—¿Os habéis quedado con la matrícula? —pregunté. Los centinelas se volvieron hacia mí. Después, miraron al merlín. Ninguno de los dos se había fijado. Puede que el concepto de matrícula fuera demasiado moderno para ellos. Después de todo, apenas tenía un siglo de vida—. Increíble —mascullé—. Yo la habría apuntado.
Antigua Mai bajó con cuidado del escenario y se acercó al joven. Le tocó la frente y le habló con dulzura en lo que supuse era chino. El chico abrió los ojos y farfulló algo con la respiración entrecortada.
Antigua Mai pareció sorprendida. Le hizo otra pregunta que el chaval se esforzó por contestar, pero según parece aquello fue demasiado para él. Su cuerpo se relajó, puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento.
Antigua le acarició el pelo y dijo en latín: —Lleváoslo. Cuidadle.
Los centinelas lo tumbaron sobre una capa y entre cuatro lo sacaron de allí a toda prisa.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Ebenezar, quitándome las palabras de la boca.
—Ha dicho que la reina Mab le ordenó que informara al Consejo que permitirá el paso por su reino siempre que se satisfaga una petición.
El merlín alzó una ceja mientras se acariciaba el mentón pensativo.
—¿Qué es lo que pide?
Antigua Mai murmuró: —No se lo dijo. Solo le indicó que ya había expresado sus deseos a un miembro del Consejo. —El Consejo de Veteranos se retiró a un lado para hablar en voz baja.
Yo ya no les prestaba ninguna atención. La traducción de Antigua de las palabras del mensajero me había sorprendido tanto que me quedé sin respiración, y por supuesto sin palabras. Cuando conseguí moverme, volví a mi mesa, me incliné hacia delante y golpeé con suavidad la cabeza contra la superficie de madera. Varias veces.
—¡Joder! —murmuré, acompañando cada golpe—. ¡Joder, joder, joder!
Sentí que alguien me tocaba el hombro, alcé la vista y vi la capucha oscura del guardián de la puerta que se había apartado del resto del Consejo de Veteranos. Su mano estaba cubierta por un guante de cuero negro. No pude vislumbrar ni un pedazo de su piel por ninguna parte.
—Tú sabes lo que significa que lluevan sapos —dijo en voz baja. Su inglés tenía un suave acento, en parte británico y en parte algo más. ¿Indio quizá? ¿De Oriente Medio?
Asentí.
—Que habrá problemas.
—Habrá problemas. —Aunque no pude verle la cara, intuí que una suave sonrisa había acompañado a aquella frase. La capucha se giró hacia los miembros del Consejo de Veteranos y susurró—: No tenemos mucho tiempo.
¿Me responderás con sinceridad a una pregunta, mago Dresden?
Miré a Barbazul para comprobar si estaba escuchando, pero parecía inmerso en una conversación con una maga con pinta de abuela que se sentaba en otra mesa y a la que escuchaba con gran interés. Asentí con la cabeza.
Agitó una mano. Sin una palabra, sin un momento de preparación, nada.
Agitó una mano y los sonidos de la sala de repente se mezclaron, perdiendo toda coherencia.
—Supongo que también sabrás Escuchar. Prefiero que los demás no nos oigan. —El sonido de su voz me llegó deformado, con algunos picos demasiado agudos, otros demasiado graves y una reverberación extraña.
Asentí cansado.
—¿Qué quieres saber?
Alzó la mano hacia la capucha, el cuero negro contra el morado oscuro de su estola, y la bajó un poco, lo suficiente para vislumbrar el brillo de un ojo oscuro y una incipiente barba gris que contrastaba con el color bronce de su piel. No pude ver el otro ojo. La carne de su rostro parecía girar y retorcerse en la penumbra, y entonces supuse que estaba desfigurado, quizá quemado. En la cuenca vacía vi brillar algo plateado.
Se agachó más y me susurró al oído: —¿Ha elegido ya Mab un emisario?
Intenté que no se me notara la sorpresa que sentí, pero supongo que no siempre consigo ocultar mis emociones. Vi un destello de compresión en el ojo en sombras del guardián de la puerta.
Mierda. Ahora entiendo por qué Mab estaba tan segura. Sabía desde el principio que no rechazaría su oferta. Y no había necesitado romper nuestro acuerdo. Mab quería que aceptara el caso y no le importaba lo más mínimo interferir en una guerra sobrenatural con tal de salirse con la suya.
Lo de mi despacho no fue más que una gran puesta en escena, que por supuesto me tragué. Me hubiera dado de bofetadas. Si viviera en un pueblo, yo sería su tonto oficial.
En cualquier caso, no tenía sentido mentir al tío que tenía mi destino en sus manos, así que dije la verdad.
—Sí.
Negó con la cabeza.
—Es un equilibrio muy precario. El Consejo no puede mantenerte ni echarte.
—No lo entiendo.
—Ya lo harás. —Se volvió a subir la capucha y murmuró—: No puedo liberarte de tu destino, mago. Solo puedo darte la oportunidad de que te salves tú mismo.
—¿Qué quiere decir?
—¿No ves lo que está pasando?
Fruncí el ceño.
—Hay inestabilidad en las fuerzas. El Consejo Blanco está en la ciudad.
Mab se mete en nuestros asuntos.
—O puede que nosotros nos estemos metiendo en los suyos. ¿Por qué ha elegido a un mortal como su emisario, joven?
—¿Por qué alguien ahí arriba se lo pasa en grande viéndome sufrir?
—El equilibrio —me corrigió el guardián de la puerta—. Todo tiene que ver con el equilibrio. Restaura el equilibrio. Resuelve el problema. Demuestra tu valía más allá de toda duda.
—¿Me está diciendo que debería trabajar para Mab? —Mi voz sonó hueca, débil como si estuviera atrapado en una lata de conservas.
—¿Qué día es hoy? —preguntó el guardián de la puerta.
—Dieciocho de junio —le respondí.
—Ah, por supuesto. —El guardián de la puerta dio media vuelta y los sonidos volvieron a la normalidad. Se reunió con el resto del Consejo de Veteranos, y todos se colocaron en sus atriles, o como se dice en latín, podiums.
Podii. Podia. Yo qué sé. Mierda de curso por correspondencia.
—Orden —dijo el merlín de nuevo, y la sala se acalló de mala gana.
—Guardián de la puerta —dijo el merlín—, ¿qué has decidido?
La misteriosa figura del guardián de la puerta alzó una mano en silencio.
—Hemos tomado un camino inquietante —murmuró—. Un camino que se hará cada vez más peligroso. Nuestros primeros pasos son cruciales.
Debemos darlos con gran precaución.
La capucha se volvió hacia Ebenezar, y el guardián de la puerta dijo: —Tú quieres al chico, mago McCoy. Lucharías por defenderlo. Tu dedicación a la causa también es considerable. Respeto tu decisión.
Después miró a La Portier.
—Tú cuestionas la lealtad y la capacidad de Dresden. Crees que en un erial solo crecen malas hierbas. Tu preocupación es comprensible, y si se demuestra certera, entonces Dresden supone una gran amenaza para este Consejo.
Se dirigió a Antigua Mai e inclinó su capucha hacia delante unos grados.
Antigua le respondió con un sutil movimiento de cabeza.
—Antigua Mai —dijo el guardián de la puerta—, tú pones en duda su capacidad para usar su poder sabiamente. De distinguir entre el bien y el mal.
Temes que la influencia de DuMorne lo haya pervertido de alguna manera que nosotros no podemos percibir. Tus temores también están justificados.
Después, se volvió hacia el merlín.
—Honorable merlín. Sabes que Dresden ha traído la muerte y el peligro a este Consejo. Crees que si es expulsado, el peligro también desaparecerá. Tus temores son comprensibles, pero no razonables. Aparte de lo que le pueda ocurrir a Dresden, la Corte Roja ha ofendido gravemente a este Consejo y eso no lo podemos ignorar. El cese de las actuales hostilidades solo sería la calma antes de la tempestad.
—Ya vale, hombre —exclamó Ebenezar—. Vota, a favor o en contra.
—Mi voto dependerá de una prueba. Una prueba que acallará para siempre los temores de una parte de este Consejo, o demostrará infundada la confianza de la otra parte.
—¿Qué prueba? —preguntó el merlín.
—Mab —dijo el Guardián—. Dejad que Dresden satisfaga la petición de Mab. Que sea él quien nos garantice la ayuda de Invierno. Si lo consigue, las dudas sobre su capacidad deberían quedar resueltas, La Fortier.
La Fortier lo miró desconfiado, pero luego asintió.
El guardián de la puerta se volvió a Antigua Mai.
—Si lo consigue, demostrará que es capaz de aceptar las consecuencias de sus errores y que puede trabajar en contra de sus intereses y por el bien general de este Consejo. También quedaría zanjada la cuestión de su supuesta falta de juicio, cometer errores de juventud no es ningún crimen, no aprender de ellos sí. ¿Estás de acuerdo?
Antigua Mai entornó aquellos ojos turbios, pero asintió claramente.
—Y tú, honorable merlín. Si lo consigue, aliviaría en gran medida la presión de la inminente guerra. Si la concesión de caminos seguros en el Mas Allá nos otorga una gran ventaja sobre la Corte Roja, quizá sea suficiente para evitar el conflicto. Desde luego demostraría la fidelidad de Dresden al Consejo más allá de cualquier duda.
—Eso está muy bien —dijo Ebenezar—. ¿Pero qué pasa si falla?
El guardián de la puerta se encogió de hombros.
—Entonces quizá sus temores están más justificados que tu afecto, mago McCoy. Y quizá debamos admitir que su nombramiento como mago de pleno derecho fue prematuro.
—¿Todo o nada? —preguntó Ebenezar—. ¿Es eso? ¿Esperas que el mago más joven del Consejo consiga convencer a la reina Mab? ¿A Mab? Eso no es una prueba. Es una puñetera ejecución. Para empezar, ¿cómo va a saber él qué es lo que quiere?
Entonces me puse en pie, las piernas me temblaban ligeramente.
—Ebenezar —dije.
—¿Cómo coño va a saber el chico lo que quiere?
—Ebenezar…
—No pienso cruzarme de brazos mientras… —De repente, se calló y me miró atónito. Al igual que el resto de la sala.
—Sé lo que quiere —dije—. Vino a verme esta misma tarde, señor. Me pidió que investigara algo. La rechacé.
—Increíble —suspiro Ebenezar. Sacó el pañuelo azul de su bolsillo y se lo pasó por la frente—. Hoss, esto te viene grande.
—Estoy con el agua al cuello y no me queda otra que nadar o ahogarme —le contesté.
El guardián de la puerta me susurró en inglés: —¿Aceptas la prueba, mago Dresden?
Incliné la cabeza. Sentí la garganta seca. Tragué saliva e intenté recordar que no tenía otra opción. Si no jugaba con las hadas y acababa vencedor, el Consejo me serviría de cena a los vampiros en una bandeja de plata. Con las primeras el peligro era que me mataran bien muerto. Con los segundos que me mataran y probablemente algo peor.
Como trato, era un asco. Pero aquella parte de mí que no había olvidado toda la destrucción, y puede que incluso las muertes, que causé el año pasado, canturreaba feliz ante esta posible penitencia. Además, tampoco tenía otra cosa que hacer. Me agarré con fuerza a mi bastón y hablé lo más claramente que pude.
—Sí, acepto.