21
Tres minutos después Murphy y yo estábamos frente a la puerta de atrás, donde nos esperaba Grum.
Se alzó entre las sombras junto a unos enormes cubos de basura con un rugido de elefante y se abalanzó sobre nosotros. Murphy, que arrastraba una pierna e iba envuelta, un poco a la desesperada, en una manta de viaje, gritó y se volvió para salir corriendo, pero tropezó y cayó al suelo delante del ogro.
Yo oculté la mano izquierda tras la espalda y alcé la derecha. Una llama apareció bailando entre mis dedos unidos y dije con voz atronadora: —¡Grum!
Los pequeños ojos del ogro se volvieron a mí, centelleando. Dejó escapar otro profundo rugido.
—¡Apartaos de mi camino! —dije en el mismo tono teatral—. ¡O me enojaré y os despojaré de vuestra vida!
Ahora tenía toda la atención del ogro que se giró hacia mí, olvidándose de la temblorosa figura de Murphy.
—No temo vuestro poder, mortal —gruñó.
Levanté la barbilla y agité la mano donde ardía la llama.
—Os aviso por última vez, ¡bestia inmunda!
Los ojillos de Grum se encendieron de cólera. Soltó una gran carcajada y siguió avanzando.
—Pobre embaucador humano. Vuestro fuego os perjudicará más a vos que a mí.
Detrás de Grum, Murphy se quitó la manta de los hombros y con un único tirón de la cuerda, puso en marcha su nueva y reluciente motosierra Coleman. Activó la hoja con un zumbido silbante y sin más preámbulo describió con ella un arco que terminó precisamente detrás de la gruesa y peluda rodilla de Grum. La hoja de acero atravesó la piel del ogro como si fuera gomaespuma. Sangre y trocitos de carne salieron disparados en una nube repulsiva.
El ogro gritó, retorciéndose de dolor. La piel roja alrededor de la herida se hinchó inmediatamente y se puso negra, y los tentáculos de una oscuridad infecciosa se extendieron por su pierna y cadera como una exhalación. Intentó golpear a Murphy con uno de sus enormes puños, pero ella ya se había puesto fuera de su alcance. El ogro se apoyó sobre la pierna herida y cayó al suelo con un ruido sordo.
Me acerqué para ayudar, pero todo ocurría con tal rapidez que tenía la sensación de moverme a cámara lenta. El ogro giró sobre su estómago, enloquecido por el contacto del hierro de la cadena de la motosierra, y comenzó a arrastrarse hacia Murphy con una velocidad asombrosa, ayudándose solo de sus brazos y hundiendo sus garras en el hormigón. Ella se alejó cojeando, pero Grum golpeó con un puño el suelo con tanta fuerza que a tres metros de distancia, Murphy perdió el equilibrio y se cayó.
Grum le agarró un pie y comenzó a tirar de ella. Murphy resopló, se revolvió y se retorció. Consiguió quitarse la zapatilla y reptó hasta verse fuera de su alcance, con el rostro pálido y descompuesto.
Yo me acerqué por detrás, sacando mi mano izquierda de detrás de la espalda mientras entre los dedos de mi mano derecha todavía bailaba la llama que le había mostrado antes. Sentí como oscilaba el líquido dentro de la enorme pistola de agua de color amarillo y verde que sostenía con la mano izquierda.
Bajé el cañón y apreté el gatillo. Un chorro de gasolina impactó de lleno en la espalda de Grum, empapando su piel. El ogro se volvió hacia mí y le disparé gasolina a los ojos y la nariz, arrancándole otro grito. Me enseñó los colmillos y me miró con odio a través de unos ojos tan hinchados que parecían casi cerrados.
—Mago —dijo, con una voz apenas comprensible por los colmillos y la saliva—, tu fuego mágico no me detendrá.
Giré la mano derecha lentamente y le enseñé la lata de combustible que había estado sosteniendo todo el rato.
—Menos mal que tenía a mano esta lata de combustible prendida con fuego del bueno, ¿eh?
Y arrojé la lata incandescente al ogro empapado en gasolina.
Impedido y ardiendo como una vela de cumpleaños, Grum gritaba y se revolvía. Me aparté y lo rodeé para ayudar a Murphy a ponerse en pie, mientras el ogro se golpeaba contra el suelo y la pared del edificio. Estuvo así unos veinte segundos, antes de lanzar un extraño y terrible aullido, ocultarse detrás de una papelera y desaparecer. La luz de las llamas simplemente se desvaneció con él.
Murphy consiguió levantarse con mi ayuda. Tenía el rostro pálido de dolor. No quiso apoyar la pierna herida.
—¿Qué ha pasado?
—Hemos ganado —dije—. Lo hemos mandado de vuelta al Más Allá.
—¿Para siempre?
Negué con la cabeza.
—De momento. ¿Qué tal tu pierna?
—Me duele. Creo que me he roto algo. Tendré que andar a la pata coja.
—Apóyate en mí —dije. Dimos unos cuantos pasos y se tambaleó peligrosamente. La cogí antes de que cayera—. ¿Murph?
—Perdona, perdona —dijo casi sin aliento—. No puedo saltar.
La ayudé a sentarse otra vez en el suelo.
—Oye, quédate aquí, apoyada contra la pared. Yo iré a por el Escarabajo y lo traeré hasta aquí.
Murphy se encontraba lo bastante mal como para no discutir. Sacó su pistola, le puso el seguro y me la ofreció. Yo me negué.
—Quédatela tú. Quizá la necesites.
—Dresden —dijo Murphy—, aquí mi pistola ha sido tan útil como una botella de suavizante en una fábrica de acero. Pero ahí fuera alguien tiene un rifle. Eso quiere decir que son humanos y tú no llevas todas tus herramientas mágicas. Coge el arma.
Tenía razón, pero aun así me opuse.
—No puedo dejarte aquí indefensa, Murph.
Murphy se subió la pernera del vaquero y sacó una pequeña automática que llevaba oculta en el tobillo. Deslizó la corredera, le quitó el seguro y dijo: —Ya no lo estoy.
Cogí el Colt, comprobé la munición y el seguro, más que nada como un acto reflejo.
—Qué pistola más mona, Murph.
—Tengo tobillos finos. Es el único modelo que puedo ocultar ahí —me espetó.
Canturreé con retintín: —Murphy tiene una pistola de chica, Murphy tiene una pistola de chica.
Murphy me miró con furia y e hizo el amago de acercarse a la motosierra.
—Ven aquí y repite eso.
Resoplé.
—Sí claro, ahora mismo —contesté—. Te avisaré cuando vuelva.
Algunos de estos bichos pueden disfrazarse, así que si no estás segura de quién se acerca…
Murphy asintió, pálida y decidida, con la mano sobre la pistola.
Respiré hondo y atravesé la niebla que rodeaba el flanco del edificio con dirección al aparcamiento principal. Me mantuve pegado a la pared y avancé lo más silenciosamente que pude sin dejar de Escuchar. Reuní energía en torno al brazalete escudo, y coloqué la mano izquierda en posición. Con la derecha sostenía el arma. Al centrar mi defensa en la mano izquierda, tendría que manejar el arma únicamente con la derecha. No se me da muy bien disparar, ni siquiera usando las dos manos, así que solo me quedaba esperar que no tuviera que echar mano de mi puntería.
Llegué a la parte frontal del edificio y escuché un clic en la zona vallada de la sección de jardinería. Tragué saliva y apunté el Colt en aquella dirección mientras pensaba que no estaba seguro de cuántas balas quedaban en el cargador.
Me acerqué y a través de la niebla vi la valla de alambre que rodeaba la zona donde había quedado atrapado con el clorofobio. Mostraba una abertura de unos tres metros y por lo que pude ver del interior, el monstruo planta ya no estaba. Genial. Me acerqué un poco más al agujero para observar los destrozos en el alambre. Esperaba que estuviera retorcido y con los bordes todavía ardiendo. Sin embargo el corte era limpio, como si hubieran utilizado unas tenazas, y había una capa de escarcha a ambos lados de la abertura.
Examiné el suelo y encontré secciones del alambre, aunque ninguna de ellas medía más de cinco o diez centímetros. Una nube de vapor se elevaba sobre ellas y el frío que sentí al acercarme a la valla me hizo estremecer. Alguien había congelado el alambre de la valla hasta que el acero se volvió quebradizo y se rompió.
—Invierno —murmuré—. O al menos eso parece.
Miré a mi alrededor a través de la niebla, mantuve mis oídos abiertos, y seguí caminando lo más silenciosamente que pude hacia las apagadas luces que brillaban intermitentes más adelante, en el aparcamiento. Había aparcado el escarabajo en una fila que estaba casi enfrente de la entrada principal, pero no tenía un punto de referencia con toda aquella niebla. De modo que me limité a salir, escoger la primera fila de coches, y avancé pegado a ella, buscando mi Escarabajo.
No vi mi coche en la primera fila, en cambio lo que sí descubrí fue un extraño hilo de fluido amarillento. Lo seguí hasta la segunda fila y encontré el Escarabajo, justo encima de un charco del mismo color. Otro escape. No era extraño tratándose del coche de un mago, pero aquel era el peor momento para que se averiase.
Entré y dejé la pistola para poder arrancar. Mi fiel corcel chirrió y se quejó un par de veces, pero el motor se encendió con un carraspeo de disculpa, devolviéndole la vida al coche. Metí primera y abandoné mi plaza atravesando la que estaba libre delante de mí, después me dirigí hacia la parte de atrás del edificio para recoger a Murphy.
Acababa de pasar la sección de jardinería con su valla destrozada cuando los cristales se congelaron de repente. En un abrir y cerrar de ojos, comenzaron a formarse placas de hielo que crecían como plantas en una película a cámara lenta hasta que me taparon por completo la visión. La temperatura bajó unos veinte grados, el coche renqueó, y si no hubiese pisado el acelerador, se habría calado. El Escarabajo salió disparado hacia delante, y yo bajé la ventanilla, para sacar la cabeza y ver lo que estaba sucediendo.
El clorofobio salió de la niebla y lanzó un enorme y nervudo puño contra el Escarabajo a modo de bola de demolición orgánica. La fuerza del impacto abolló el capó como si fuera de papel de aluminio y hundió los amortiguadores hasta que la carrocería chocó con los neumáticos. El golpe me lanzó contra el volante y me dejó sin aliento con una punzada de dolor.
El impacto habría hecho volcar cualquier coche que tuviera el motor en la parte delantera. La parte más pesada se habría hundido, mientras que la más liviana, la de atrás, se habría elevado, y yo, que no llevaba el cinturón abrochado, habría dado más tumbos que una palomita de maíz.
Los viejos Volkswagen, sin embargo, llevan el motor donde ahora va el maletero. La parte que pesaba más del coche subió un poco, pero luego volvió a bajar con una sacudida.
Hundí el pie en el acelerador y el motor del Escarabajo respondió con un rugido feroz. A pesar de su gran fuerza y tamaño, el clorofobio no era tan denso ni tan pesado como un ser vivo de la misma envergadura. El Escarabajo se estabilizó tras el golpe que había hundido el capó bajo el que se ocultaba un maletero vacío y atropelló al clorofobio sin perder apenas aceleración.
La bestia gritó de lo que supongo fue sorpresa, y desde luego dolor. Mi coche lo arrolló con un destello escarlata de electricidad estática y una nube de humo envolvió a la criatura. El Escarabajo le golpeó las piernas y el clorofobio acabó tirado sobre el capó.
No levanté el pie del acelerador, sostuve el volante lo más firmemente que pude con una sola mano y saqué la cabeza por la ventanilla para ver. El clorofobio gritó otra vez, la magia que lo rodeaba se estaba acumulando en una nube que hizo que el pelo de la nuca se me erizara, pero el Escarabajo siguió avanzando a trompicones sin ceder al hechizo que le habían lanzado, arrastrando al clorofobio por toda la sección de jardinería hasta la parte trasera del edificio.
—Piensa en esto como una venganza contra los postes de teléfono —le dije al Escarabajo y luego frené de golpe.
El clorofobio salió despedido del capó, rodó por el asfalto y acabó chocando contra el lateral de un contenedor de basura metálico. El golpe le arrancó un rugido de dolor y esparció porquería por todas partes. Solo uno de mis faros sobrevivió al ataque, aunque lucía de forma intermitente a través de la niebla y la nube de polvo y suciedad que envolvían al monstruo.
Metí marcha atrás, retrocedí unos metros y lo dejé en punto muerto.
Aceleré el motor, embragué y lancé el Escarabajo a toda pastilla directo hacia el monstruo. Esta vez me puse el cinturón de seguridad y metí la cabeza dentro del coche antes del choque. El impacto fue violento, sorprendentemente ruidoso y visceralmente satisfactorio. El clorofobio dejó escapar un aullido estremecedor, pero hasta que no aparté el coche y giré para poder sacar la cabeza por la ventanilla, no vi lo que había pasado.
Había partido a aquella cosa por la mitad al aplastarlo entre la castigada y congelada carrocería del Escarabajo y el contenedor de basura metálico.
Gracias a las estrellas, ninguna de las dos cosas era de fibra de vidrio. Las piernas yacían apoyadas contra el contenedor, ahora convertidas en un montón de plantones y tierra, y los brazos se movían caóticamente, a unos diez metros de distancia, intentando alcanzarme sin conseguir más que aporrear el asfalto.
Escupí por la ventanilla, volví a embragar y salí en busca de Murphy.
Salté del coche y tuve que forcejear con la puerta del acompañante para conseguir que se abriera. Murphy se puso en pie apoyándose contra la pared, mientras miraba atónita el Escarabajo cubierto de escarcha.
—¿Qué coño ha pasado?
—El monstruo planta.
—¿Un monstruo planta y «Escarchi», la mujer de hielo?
Me coloqué del lado de la pierna herida para ayudarla.
—Ya me he ocupado de él. Venga.
Murphy volvió a quejarse por el dolor, pero eso no evitó que avanzara cojeando hasta el coche. Estaba a punto de ayudarla a entrar cuando gritó: —¡Harry! —y apoyó todo su peso sobre mí.
El clorofobio, o su mitad superior, se había arrastrado fuera de la niebla, y un largo y delgado brazo intentaba alcanzarme. Me eché hacia atrás, para apartarme e intenté proteger a Murphy con mi cuerpo.
Pero me cogió. Sentí como unos dedos del tamaño de troncos de árboles jóvenes se cerraban alrededor de mi cuello y me apartaban de Murphy como si fuera un perro pequeño. Más dedos rama me cogieron por los muslos, tiraron de mí y me levantaron del suelo.
—Entrometido —siseó una extraña voz desde algún lugar cercano a los ojos verdes del clorofobio—. No debiste involucrarte en estos asuntos. No tienes ni idea de lo que está en juego. Muere por tu arrogancia.
Busqué alguna réplica aguda y mordaz, pero todo se había vuelto negro y sentía como si tuviera la cabeza atrapada en una prensa que cada vez apretaba más fuerte. Intenté reunir energía con la idea de liberarla a través de mi brazalete escudo, pero en ese mismo momento hubo un movimiento de ramas y hojas, y el brazalete se desprendió de mi muñeca, roto. Probé suerte con otro hechizo, pero mientras reunía fuerzas me di cuenta de que no estaba lo bastante concentrado y que mi defensa contra el insidioso encantamiento de la niebla comenzaba a desvanecerse. Mis pensamientos se dividieron en pedazos irregulares. Luché por llegar hasta ellos y unirlos otra vez, pero la presión sobre mi cuerpo iba en aumento y el dolor se hacía cada vez más insoportable.
Escuché vagamente el rugido de la motosierra y el grito retador de Murphy. El hechizo con el que la protegí no dependía de mi concentración. No duraría mucho, pero mantendría a la niebla alejada de ella durante unos minutos más. El clorofobio chilló, escuché como la sierra cortaba madera y sentí como el serrín me salpicaba el rostro.
La presión cedió y casi perdí el equilibrio. Tenía ramas de plantones enredadas alrededor de la cabeza y los hombros, y sus hojas y la tierra me arañaban la cara. El clorofobio aún me tenía cogido por la pierna, pero pude volver a respirar.
La niebla se pegó a mí, haciendo que sintiera desinterés y desapego. Me resultó difícil comprender lo que ocurrió después. Murphy se acercó saltando sobre una pierna y pasó la motosierra por el brazo del clorofobio. Me desplomé junto a más fragmentos inertes del monstruo planta.
El clorofobio agitó los brazos hacia Murphy, pero ya no tenían la fuerza de antes. Solo la empujaron y la tiraron al suelo. Murphy rugió y comenzó a arrastrarse sobre manos y rodillas, tirando de la moto-sierra. La alzó de nuevo y la blandió frente a la cabeza de la criatura, el motor rugía y la hoja silbaba en el aire. El clorofobio gritó de impotencia y frustración, y alzó los tocones (ja ja, ¿lo pilláis? Los tocones) como única defensa. Murphy los atravesó con la motosierra, de lado a lado, y luego apuntó con ella a la cabeza del clorofobio.
El monstruo aulló de nuevo, revolviéndose, pero lo único que consiguió con aquellos brazos mutilados fue zarandear un poco a Murphy. Después dejó escapar un último quejido y sus ojos se cerraron. Murphy de repente se vio sentada sobre un montón de tierra, hojas y ramas retorcidas.
Yo me quedé donde estaba, mirándola como un idiota, luego escuché un disparo, el agudo estallido de un rifle. Murphy se agachó y se giró hacia mí.
Escuchamos un segundo tiro, y un montón de hojas salieron volando por los aires a solo unos centímetros del pie derecho de Murphy.
Otro sonido llegó atravesando la noche: sirenas de policía que se acercaban. Murphy se arrastró hasta el coche tirando de mí. Escuché como alguien maldecía desde algún lugar en la niebla y unas pisadas que se alejaban.
Un momento después, me pareció que la niebla comenzaba a disiparse.
—Harry —dijo Murphy, zarandeándome. La miré y vi alivio en su rostro—. Harry, ¿me oyes?
Asentí. Tenía la boca seca y me dolía todo el cuerpo. Me esforcé por aclarar mis pensamientos.
—Hay que subir al coche —dijo, marcando bien cada palabra—. Hay que subir al coche y salir de aquí.
El coche. Claro. Ayudé a Murphy a entrar en el Escarabajo y yo hice lo mismo, después me quedé mirando el parabrisas congelado. El calor de la noche de verano estaba derritiendo la escarcha y había zonas por las que ya se podía ver.
—Harry —dijo Murphy, exasperada con su voz fina y temblorosa—. ¡Conduce!
Oh, claro. Conducir. Salir. Metí primera, más o menos, y salimos del aparcamiento y de la niebla a trompicones.