Capítulo 1
Muchas cosas no son lo que parecen. Las peores de la vida nunca lo son.
Aparqué mi Volkswagen Escarabajo azul, curtido en mil batallas, frente a un destartalado edificio de apartamentos de Chicago, a apenas cinco manzanas del sótano alquilado donde vivo. En general, la poli me llama cuando la situación está ya bastante cruda; un cadáver como mínimo, varios coches, un montón de luces azules dando vueltas, cinta amarilla y negra acordonando la zona y gente de la prensa. O cuando se intuye que de un momento a otro la cosa va a ponerse así.
En aquella escena del crimen reinaba la calma. No vi ningún coche de policía, y solo había una ambulancia aparcada allí. Una joven madre pasó a mi lado, empujaba un carrito con un niño y llevaba otro agarrado de la mano. Un hombre mayor paseaba a su labrador cerca de mi coche. No había nadie parado curioseando ni haciendo nada que se saliera de lo normal.
Qué raro.
Un escalofrío me recorrió la nuca a pesar de que se trataba de una soleada tarde de mayo. Normalmente no me pongo nervioso hasta que no veo a, al menos, una horrible criatura cometiendo algún acto sangriento.
Se lo achaco a mis paranoias con el envejecimiento. No es que sea viejo ni nada de eso, no lo soy, y menos aún teniendo en cuenta la longevidad de los magos, pero la edad no perdona y estoy bastante seguro de que no trae nada bueno.
Aparqué el Escarabajo azul y me encaminé al edificio de apartamentos.
Subí varios tramos de escaleras que necesitaban losetas nuevas o, como poco, que frotaran las viejas a conciencia y les sacaran lustre. Continué por un pasillo de moqueta azul grisácea, tan destrozada que hacia la mitad se formaba una brillante planicie. Aunque de gruesa madera de roble, las puertas de los apartamentos eran antiguas y estaban muy castigadas. Murphy me estaba esperando.
Su escaso metro y medio de estatura y sus poco más de cincuenta kilos no le otorgaban precisamente el aspecto de una dura agente de policía de Chicago capaz de enfrentarse con igual temple a monstruos y maníacos de toda índole. Las tías así no son rubias ni tienen una nariz tan mona. A veces pienso que Murphy se convirtió en algo tan ajeno a su aspecto solo para llevar la contraria. Sus brillantes ojos azules y una inofensiva apariencia no ocultaban el acero que residía en su naturaleza. Me dedicó su habitual movimiento de cabeza para indicarme que estábamos de servicio.
—Dresden —fue su áspero saludo.
—Teniente Murphy —dije arrastrando las palabras, haciendo una elaborada reverencia y gesticulando con una mano en el aire con la deliberada intención de contrarrestar su brusco comportamiento. No era por llevarle la contraria. Yo no soy así—. De nuevo me siento embriagado por su presencia.
Esperé un gruñido de sorna. En su lugar me dedicó una frágil sonrisa.
—Sargento Murphy —me corrigió con un amable tono de voz.
Abrir boca, insertar pie. Ahí le has dado, Harry. Todavía no han acabado de salir los títulos de crédito iniciales de este caso y ya le has recordado a Murphy el precio que paga por ser tu amiga y aliada.
Murphy había ostentado el cargo de detective teniente y estaba al mando de Investigaciones Especiales. Aquella división era la respuesta del Departamento de Policía de Chicago a los problemas que no encajaban en los límites de lo «normal». Si un vampiro desangraba a un transeúnte, un necrófago mataba a un vigilante nocturno o un hada maldecía a alguien y el pelo comenzaba a crecerle hacia dentro en lugar de hacia fuera, era necesario indagar. Alguien debía encargarse de convencer al Gobierno y a la ciudadanía de que todo iba bien. No era un trabajo agradecido, pero Investigaciones Especiales se las arreglaba a base de puras agallas, tenacidad y sigilo. Y llamando de vez en cuando al mago Harry Dresden para que les echara una mano.
Sus jefes se enfadaron mucho con ella por abandonar sus obligaciones en una época de crisis para ayudarme en un caso. Ya había sido exiliada a Siberia, profesionalmente hablando, cuando la pusieron al cargo de Investigaciones Especiales. Al quitarle el rango y el estatus por los que había trabajado tanto, le habían propinado un terrible golpe a su orgullo y a su amor propio. Fue humillada.
—Sargento —dije suspirando—. Lo siento, Murph, lo olvidé.
Se encogió de hombros.
—No te preocupes, a mí también se me olvida a veces. Sobre todo cuando contesto al teléfono en el trabajo.
—Aun así, no debería ser tan estúpido.
—Todos pensamos lo mismo —dijo Murphy al tiempo que me daba un ligero puñetazo en el bíceps—. Pero nadie te culpa, tranquilo.
—Es un gran detalle por tu parte, Minnie Mouse —contesté.
Masculló algo y llamó al ascensor.
—Se respira mucha más calma que en la mayoría de las escenas de un crimen, ¿verdad? —observé mientras subíamos.
Hizo una mueca.
—Porque no lo es.
—¿No?
—No exactamente. —Levantó la vista para mirarme—. No de forma oficial.
—Ah —dije—. Supongo que, entonces, en realidad no estoy ejerciendo de consultor.
—No de forma oficial —repitió—. Le han recortado mucho el presupuesto a Stallings. El equipamiento sigue en buen estado y los cobros no faltan, por poco, pero…
Arqueé una ceja.
—Necesito tu opinión.
—¿Sobre qué?
Sacudió la cabeza.
—No quiero crearte prejuicios. Solo mira y dime lo que ves.
—Eso puedo hacerlo —aseguré.
—Te pagaré de mi propio sueldo.
—Murph, no hace falta que…
Me miró con extrema dureza.
El orgullo herido de la sargento Murphy no le permitía aceptar limosnas. Levanté las manos a modo de burlona rendición, cediendo.
—Lo que tú digas, jefa.
—Por supuesto.
Me condujo hacia un apartamento en la séptima planta. En el pasillo había algunas puertas entreabiertas y capté por el rabillo del ojo las miradas furtivas de sus propietarios cuando pasé junto a ellas. En el otro extremo había un par de tipos que parecían forenses, aburridos y malhumorados. Uno de ellos estaba fumando; el otro, cruzado de brazos y apoyado en la pared con la visera de la gorra tapándole los ojos. Murphy los ignoró cuando abrió la puerta. La indiferencia fue mutua.
Murphy me hizo un gesto para que entrara y se quedó plantada donde estaba, decidida a quedarse fuera.
Entré en el apartamento. Era pequeño, viejo y estaba destartalado, pero al menos parecía limpio. Una jungla en miniatura, compuesta por una saludable colección de plantas, cubría gran parte de la pared de enfrente, enmarcando las dos ventanas. Desde mi posición en la puerta advertí una diminuta televisión en su soporte, un viejo equipo de música y un futón.
El cadáver de la mujer yacía en aquel futón.
Tenía las manos plegadas sobre el estómago. Carecía de los conocimientos necesarios para saber con exactitud cuánto tiempo llevaba allí, pero el cadáver había perdido todo rastro de color en la piel y el estómago parecía ligeramente distendido, así que supuse que habría muerto, como pronto, el día anterior. Era difícil hacer una suposición sobre su edad, no obstante no debía de tener más de treinta años. Llevaba una bata rosa, gafas, y tenía el pelo castaño recogido en un moño.
En la mesita de café frente al futón había un bote de pastillas abierto, sin tapa y vacío. A su lado, una licorera llena de un líquido dorado, cubierta del polvo que se utiliza para extraer las huellas y tapada con un plástico. Junto a ella había un vaso casi vacío, excepto por un dedo de agua en el fondo que, probablemente, procedía de uno o dos cubitos de hielo derretidos.
Dentro de una bolsa de plástico, al lado del vaso, también había una nota escrita a mano acompañada de un bolígrafo.
Miré a la mujer y de inmediato me acerqué al futón y leí la nota:
Estoy muy cansada de tener miedo. No queda nada. Perdóname. Janine.
Me estremecí.
Había visto cadáveres antes, no crean. De hecho, he estado en escenas del crimen que se asemejaban a un matadero en el infierno. Había olido cosas peores; créanme, un cuerpo eviscerado desprende un hedor a muerte y putrefacción tan inmundo que es casi sólido. Comparado con algunos de mis casos anteriores, aquello era algo bastante tranquilo. Bien organizado. Ordenado incluso. No parecía la casa de una mujer muerta. Tal vez aquello era lo que convertía la situación en inquietante.
Salvo por el cadáver de Janine, el apartamento tenía el mismo aspecto que tendría si sus propietarios acabaran de salir a comer algo.
Merodeé por el lugar con cuidado de no tocar nada. El baño y uno de los dormitorios estaban como la sala de estar; ordenados y algo vacíos. No eran nada opulentos, pero era evidente que estaban bien cuidados. Después visité la cocina. Los platos estaban metidos en el agua, ya fría, del fregadero. En el frigorífico, en un recipiente de cristal tapado, un pollo se estaba marinando en una especie de salsa.
Oí pasos lentos a mi espalda.
—Los suicidas no dejan comida marinando, ¿verdad? O platos en el fregadero a punto de ser lavados. Ni olvidan quitarse las gafas.
Murphy emitió un sonido indiferente con la garganta.
—No hay fotos en ninguna parte —musité—. Ni retratos de familia, ni fotos de graduación o de Disneylandia. —Añadí un par de cosas mientras me dirigía al segundo dormitorio—. No hay pelos en el lavabo y la papelera del baño está vacía. Tampoco hay ordenador.
Abrí la puerta del dormitorio principal y cerré los ojos para aguzar mis sentidos y recibir las sensaciones transmitidas por la habitación. Encontré lo que esperaba.
—Era una practicante —dije en voz baja.
Janine tenía apoyada la sien en una mesa baja junto a la pared oriental. Al acercarme sentí una suave corriente de energía, como el calor de una hoguera que se ha consumido casi hasta las cenizas. Aquella energía nunca había sido muy intensa, y se comenzó a disipar a la muerte de la mujer. Pasado otro amanecer habría desaparecido por completo. Sobre la mesa descansaba una colección de objetos dispuestos de manera cuidadosa: una campana y un grueso libro forrado de cuero, probablemente un diario. Había, además, un viejo cáliz de estaño, sencillo pero con lustre, y una esbelta vara de caoba con un cristal unido a la punta por un alambre de cobre.
Un objeto parecía estar fuera de lugar.
Una antiquísima daga, un arma de hoja fina de principios del Renacimiento comúnmente conocida como «misericordia», yacía en la alfombra, delante del altar, con la punta señalando hacia el otro lado del dormitorio.
Gruñí. Crucé la habitación hasta llegar a la daga. Me agaché, pensativo, y examiné la hoja hasta su empuñadura. Volví a la puerta del dormitorio y miré hacia la sala de estar. La empuñadura de la daga señalaba el cuerpo de Janine.
Volví al dormitorio y escudriñé el cuchillo desde la punta.
Señalaba a la pared opuesta.
Miré a Murphy, que estaba de pie en el umbral.
Ladeó la cabeza.
—¿Qué has encontrado?
—No estoy seguro todavía. Espera. —Caminé hacia la pared y coloqué la mano a un centímetro de su superficie. Cerré los ojos y me concentré en el leve rastro de energía que quedaba allí. Tras unos momentos de concentración bajé la mano—. Aquí hay algo —anuncié—. Pero es demasiado vago como para saber de qué se trata sin usar mi vista. Y estoy harto de hacerlo.
—¿Qué quieres decir? —me preguntó Murphy.
—Quiero decir que necesito mi equipo. Vuelvo enseguida. —Salí y bajé a mi coche, donde guardaba una caja de aparejos de pescador. La cogí y regresé al dormitorio de la mujer muerta.
—Eso es nuevo —apostilló Murphy.
Puse la caja en el suelo y la abrí.
—Le he estado enseñando taumaturgia a mi aprendiz. A veces vamos al campo, por motivos de seguridad. —Rebusqué en la caja y acabé sacando un tubo de plástico lleno de granos metálicos—. Las dos primeras semanas compraba cosas en las tiendas de la zona, sin embargo, es más fácil llevar un kit permanente.
—¿Qué es eso? —preguntó Murphy.
—Trozos de cobre —dije—. Conducen la energía. Si existe algún patrón aquí, podré encontrarlo.
—Ah. Estás extrayendo huellas —dijo Murphy.
—Sí, más o menos. —Saqué una tiza del bolsillo de mi guardapolvos y me agaché para dibujar un fino círculo en la alfombra. Al completarlo le suministré energía y sentí cómo cobraba vida una pantalla invisible de poder que mantenía cualquier energía indeseable alejada de mí y concentraba mi propia magia. El hechizo era delicado, al menos para mí. Intentar hacerlo sin la ayuda de un círculo sería como tratar de encender una cerilla en mitad de un huracán.
Cerré los ojos, concentrándome, y vertí una pequeña cantidad de los fragmentos de cobre en la palma de mi mano derecha. Insuflé un hálito de mi voluntad en ellos, lo bastante para crear una carga mágica en el cobre que los atrajera hacia la débil energía que había percibido en la pared.
—Illumina magnus —murmuré una vez estuvieron listos.
Rompí el círculo con el pie para liberar el hechizo y solté los fragmentos.
Centellearon y formaron pequeñas chispas azules y blancas que crepitaban al impactar contra la pared y quedarse adheridas a ella. El aire se llenó de un aroma a ozono.
Me incorporé hacia delante y soplé con suavidad hacia la pared para eliminar los fragmentos sueltos. Después, di un paso atrás.
Los fragmentos de cobre habían adquirido formas definidas. En concreto, letras.
Éxodo 22, 18.
Murphy frunció el entrecejo al ver aquello.
—¿Un versículo de la Biblia?
—Sí.
—No lo conozco. ¿Y tú?
Asentí.
—Se me quedó grabado en la cabeza: «No dejarás con vida a la hechicera».