Capítulo 2

—Asesinato, pues —concluyó Murphy.

—Eso parece —gruñí.

—Y el asesino quería que tú lo supieras. —Se acercó para ponerse a mi lado, sin dejar de mirar hacia la pared con gesto hosco—. Un poli no hubiera encontrado eso.

—Ya —convine. El apartamento vacío crujió; uno de esos sonidos de cimientos reafirmándose que le hubieran resultado familiares a la víctima.

Murphy relajó el tono.

—Entonces, ¿qué tenemos aquí? ¿Una especie de fanático religioso? ¿Un aficionado de los juicios de las brujas de Salem? ¿La reencarnación de un inquisidor?

—¿Y usa magia para dejar un mensaje? —pregunté.

—Los fanáticos pueden llegar a ser muy hipócritas —dijo con la frente arrugada—. ¿Cómo llegó hasta aquí el mensaje? ¿Es obra de un practicante?

Negué con la cabeza.

—Después de matarla es probable que metiera un dedo en el agua del cáliz y escribiera en la pared. El agua se secó, pero quedó un rastro de energía residual.

Hizo una mueca.

—¿Con agua?

—Agua bendecida de la copa de su altar —concreté—. Es como el agua bendita. Está sugestionada del mismo modo con energías positivas.

Murphy me escudriñó a mí y, luego, a la pared.

—¿Bendita? Pensaba que la magia tenía que ver con la energía. Matemáticas, ecuaciones y esas cosas. Como la electricidad o la termodinámica.

—No todo el mundo piensa así —dije. Señalé el altar con la cabeza—. La víctima era una wiccana.

Murphy frunció el ceño.

—¿Una bruja?

—También era una bruja. No todos los wiccanos tienen el poder innato para convertirse en practicantes. Hay muy poco poder real involucrado en los rituales y ceremonias que realizan la mayoría de ellos.

—¿Y por qué lo hacen?

—Queridos hermanos, nos hemos reunido aquí para unir a este hombre y a esta mujer en sagrado matrimonio. —Me encogí de hombros—. Todas las creencias tienen sus ceremonias, Murph.

—¿Se trata entonces de un conflicto religioso?

Me encogí de hombros.

—Para un verdadero wiccano es difícil entrar en conflicto con otras religiones. La wicca misma funciona de una manera muy fluida. Existen algunos principios básicos que siguen el noventa y nueve por ciento de los wiccanos, pero la esencia de su fe es la libertad individual. Los wiccanos creen que, mientras no hagas daño a nadie, eres libre de actuar y adorar lo que quieras de la forma que te dé la gana. Por lo tanto, las creencias de cada uno son ligeramente diferentes. Individuales.

Murphy, que era católica más o menos, frunció el ceño.

—Me parece que el cristianismo ya hablaba de conceptos como el perdón, la tolerancia y tratar a los demás como te gustaría que te tratasen a ti.

—Ajá —asentí—. Entonces aparecieron las Cruzadas, la Inquisición…

—Ahí quería llegar —dijo Murphy—. Al margen de lo que piense sobre el islam, la wicca…, o cualquier otra religión, el hecho es que se trata de un grupo de personas. Todas las religiones tienen sus ceremonias y, al estar compuestas por personas, todas ellas tienen a gilipollas en sus filas.

—Solo necesitas un bando para comenzar una pelea —convine—. Los del Ku Klux Klan citan mucho las escrituras. Igual que otras organizaciones religiosas reaccionarias. Muchas veces las sacan de contexto.

Hice un gesto hacia la pared.

—Como esto.

—No lo sé. «No dejarás con vida a la hechicera.» Parece muy claro.

—Sacado de contexto pero claro —dije—. Ten en cuenta que esto aparece en el mismo libro de la Biblia que aprueba la pena de muerte para cualquier niño que maldiga a sus padres, para los propietarios de cerdos que causen daño a alguien por el mal uso que hagan de ellos, para cualquiera que manipule o encienda un fuego un domingo y para el que practique sexo con un animal.

Murphy soltó un gruñido.

—Ten en cuenta, además, que el texto original fue escrito hace miles de años. En hebreo. El término que utilizaron en ese versículo servía para designar a alguien que invocaba hechizos dañinos para los demás. En aquella cultura existía una distinción entre la magia dañina y la beneficiosa.

»Después, en la Edad Media, la actitud general cambió y quien practicara cualquier clase de magia era considerado automáticamente malvado. No se hacía distinción entre la magia blanca y la negra. El rey Jacobo sentía una auténtica animadversión hacia las brujas y cambió «invocadora de hechizos dañinos» por «hechicera» al traducir el versículo a nuestra lengua.

—Dicho así parece que alguien lo sacó de contexto —reconoció Murphy—. Sin embargo, mucha gente argumentará que la Biblia no puede ser sino perfecta. Dios no permitiría que tales errores se cometieran en las Sagradas Escrituras.

—Pensaba que Dios le había concedido a todo el mundo el libre albedrío —observé—. Lo que, presumible y evidentemente, incluye la libertad para traducir de una lengua a otra de manera incorrecta.

—No me hagas pensar cuando estoy tratando de creer —me pidió Murphy.

Sonreí.

—¿Ves? Por eso no soy creyente. No podría mantener la boca cerrada el tiempo suficiente para llevarme bien con los demás.

—Pensaba que era porque no respetarías a ninguna religión que te aceptara a ti entre sus miembros.

—Bueno, eso también —convine.

Ninguno de los dos nos volvimos para mirar el cuerpo que yacía en la sala de estar durante aquella conversación. Se produjo un silencio incómodo. El suelo crujió.

—Asesinato —dijo Murphy al fin, mirando hacia la pared—. Tal vez alguien en una misión sagrada.

—Asesinato —repetí—. Es demasiado pronto para hacer ninguna suposición. ¿Por qué decidiste llamarme?

—El altar —explicó—. Las incongruencias de la víctima.

—Nadie va a aceptar como prueba las letras mágicas de la pared.

—Lo sé —reconoció—. Oficialmente es un suicidio.

—Lo que significa que la pelota está en mi campo —concluí.

—Hablé con Stallings —dijo—. Voy a tomarme un par de días de baja por asuntos propios a partir de mañana. Estoy contigo en esto.

—Bien. —De repente fruncí el ceño y una leve sensación enfermiza me recorrió el estómago—. Este no es el único suicidio, ¿verdad?

—Estoy trabajando en este caso —dijo Murphy—. No puedo compartir mis informaciones contigo. Aunque tal vez Butters sí pueda.

—De acuerdo —me contenté.

Murphy se puso en movimiento sin previo aviso. Se dio la vuelta con un giro difuso, barriendo algo con la pierna a la altura del tobillo. Se oyó el golpe seco de un impacto y algo pesado golpeó el suelo. Murphy se lanzó con los ojos cerrados hacia algo que no estaba a la vista y sus manos se movieron en pequeños y rápidos círculos con la intención de agarrarlo con los dedos. Entonces jadeó, alargó los brazos y torció un poco los hombros.

Se oyó el grito agudo de dolor de una joven y, de repente, apareció una chica debajo de Murphy. La tenía agarrada, tumbada bocabajo, con un brazo retorcido en la espalda y la muñeca doblada en un doloroso ángulo.

Tendría diecisiete o dieciocho años. Llevaba botas de combate, pantalones de camuflaje y una camiseta gris corta y ajustada. Era alta, unos treinta centímetros más que Murphy, y dura como una pared de ladrillo. El pelo corto y de punta estaba teñido de blanco con peróxido. Un tatuaje le bajaba por el cuello, desaparecía bajo la camiseta, volvía a aparecer en el estómago desnudo y se perdía de nuevo en sus pantalones. Tenía varios pendientes, un aro en la nariz, otro en la ceja y una tachuela plateada bajo el labio inferior. Llevaba también una pulsera de pequeñas cuentas oscuras de cristal en la mano que le estaba retorciendo Murphy tras la espalda.

—¿Harry? —dijo Murphy en un tono de voz que, aunque educado y paciente, demandaba una explicación.

Suspiré.

—Murphy, recordarás a mi aprendiz, Molly Carpenter.

Murphy agachó la cabeza para verla de perfil.

—Oh, claro. No la había reconocido sin el pelo teñido de rosa y azul. Además, la última vez no era invisible. —Me miró preguntándome si debía aflojar.

Le guiñé un ojo y me agaché en la alfombra, junto a la chica. Le dediqué mi mejor tono de reprimenda.

—Te dije que te quedaras en el apartamento y practicaras la concentración.

—Oh, vamos —gruñó Molly—. Es imposible. Y aburrido de cojones.

—La práctica nos hace perfectos, pequeña.

—¡He practicado hasta reventar! —protestó Molly—. Sé cincuenta veces más de lo que sabía el año pasado.

—Y si sigues así durante seis o siete años… —dije—. Tal vez, solo tal vez, estarás preparada para hacerlo sola. Hasta entonces tú serás la aprendiz y yo el maestro, y harás lo que yo te diga.

—¡Pero puedo ayudarte!

—No desde un calabozo —apunté.

—Has entrado sin autorización en la escena de un crimen —le dijo Murphy.

—Venga ya, por favor —dijo Molly con una mezcla de ironía y protesta en la voz.

Por si a alguien se le escapa algo, Molly tiene problemas con la autoridad.

Y es posible que aquello fuera lo peor que podría haber dicho.

—De acuerdo —convino Murphy. Se sacó unas esposas del bolsillo de la chaqueta y se las puso a Molly en las muñecas—. Tiene derecho a permanecer en silencio.

Abrió los ojos como platos y me miró.

—¿Qué…? ¡Harry!

—Si decide renunciar a ese derecho —continuó Murphy la tonadilla con el ritmo estable de un ritual—, cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra ante un tribunal.

Me encogí de hombros.

—Lo siento, pequeña. Esta es la vida real. Tu expediente juvenil está cerrado y serás juzgada como una adulta. Pero, como es la primera falta, dudo que sean más de… ¿Murph?

Murph dejó de recitarle sus derechos un momento.

—Entre treinta y sesenta días, tal vez. —Y continuó a lo suyo.

—Ahí lo tienes. No es para tanto. Te veo en uno o dos meses.

Molly se puso pálida.

—Pero… pero…

—¡Ah! —añadí—, y dale una paliza a alguien el primer día. Te ahorrará un montón de problemas.

Murphy puso a Molly de pie a empellones, con las manos esposadas.

—¿Entiende sus derechos tal como se los he comunicado?

La boca de Molly se abrió de par en par. Nos miraba a mí y a Murphy con expresión de sorpresa.

—O bien —dije—, puedes disculparte.

—Lo… lo siento, Harry —balbuceó.

Suspiré.

—A mí no, pequeña. Esta no es mi escena del crimen.

—Pero… —Molly tragó saliva y miró a Murphy—. Yo solo estaba ahí de pie.

—¿Llevas guantes? —preguntó Murphy.

—No.

—¿Calzado?

—Sí.

—¿Has tocado algo?

—Eh… —Molly tragó de nuevo saliva—. La puerta. La empujé un poquito. Y ese jarrón chino donde tenía plantada la hierbabuena. El que está resquebrajado.

—Lo que significa —dijo Murphy— que si puedo demostrar que es un asesinato, en un completo análisis forense aparecerían tus huellas dactilares, las suelas de tus zapatos y, por corto que sea tu peinado, es posible que rastros genéticos de algún cabello caído. Ya que no eres uno de los oficiales investigadores o un consultor policial, esas pruebas te situarían en la escena de un crimen y te implicarían en una investigación por asesinato.

Molly negó con la cabeza.

—Pero acaba de decir que iba a considerarse un suici…

—Incluso si es así, no conoces el procedimiento adecuado, a diferencia de Harry, y tu presencia aquí podría contaminar el escenario y ocultar pruebas del verdadero asesino, lo que haría todavía más difícil encontrarlo antes de que vuelva a actuar.

Molly se limitó a mirarla.

—Por eso existen leyes que regulan la presencia de civiles en las escenas criminales. Esto no es un juego, señorita Carpenter —dijo Murphy en un tono frío, aunque no parecía enfadada—. Esta clase de errores cuesta vidas. ¿Me entiendes?

Molly nos miró a Murphy y a mí alternativamente y hundió los hombros.

—No pretendía… Lo siento.

—Las disculpas no le devolverán la vida a los muertos —expuse en un tono amable—. Aún no has aprendido a pensar en las consecuencias, y no puedes permitírtelo. Ya no.

Molly se encogió un poco de hombros y asintió.

—Confío en que esto no vuelva a ocurrir —dijo Murphy.

—No, señora.

Murphy observó a Molly con escepticismo y, luego, a mí.

—Sus intenciones eran buenas —dije—. Solo quería ayudar.

Molly me miró agradecida.

El tono de Murphy se suavizó al tiempo que le quitaba las esposas.

—¿No es lo que queremos todos?

Molly se frotó las muñecas haciendo una mueca.

—Eh, sargento. ¿Cómo supo que estaba aquí?

—La madera del suelo crujía sin que nadie la pisara —apunté.

—El desodorante —añadió Murphy.

—Te tocaste una vez los dientes con la tachuela de la lengua —dije.

—Hace un rato sentí una corriente de aire —agregó Murphy—. No parecía que corriera brisa.

Molly tragó saliva y se sonrojó.

—Oh.

—Pero no te vimos, ¿verdad, Murph?

Murphy sacudió la cabeza.

—Ni por asomo.

Un poco de humillación y de desinfle del ego es bueno para los aprendices. La mía suspiró, triste.

—Bueno —dije—. Ya que estás aquí, ayúdanos. —Le hice un gesto con la cabeza a Murphy y me dirigí a la puerta.

—¿Adónde vamos? —preguntó Molly. Los dos aburridos forenses parpadearon y miraron fijamente a Molly cuando salió conmigo del apartamento. Murphy nos siguió y les hizo un gesto con la mano a los hombres para que sacaran el cuerpo.

—A ver a un amigo mío —expliqué—. ¿Te gusta la polca?