Capítulo 4

Molly apenas dijo nada durante el camino de regreso. Tenía la cabeza apoyada contra la ventana y los ojos medio cerrados, tal vez estuviera regodeándose en las sensaciones que acababa de experimentar.

—Molly —le dije con mi tono más gentil—, la heroína también te hace sentir bien. Si no, pregúntale a Rosy y a Nelson. —La pequeña sonrisa de placer se desvaneció y se quedó mirándome durante un rato. Poco a poco, su expresión pasó de un gesto pensativo a una mueca nauseabunda.

—La mató —dijo por fin—. Esto la mató. Quiero decir, parecía muy agradable… pero no lo era.

Asentí.

—No llegó a enterarse. Nunca tuvo oportunidad. —Molly parecía mareada—. Fue un vampiro, ¿verdad? ¿De la Corte Blanca? Es decir, los que utilizan el sexo para alimentarse de la energía vital, ¿no?

—Es una de las posibilidades —dije en voz baja—. Aunque hay muchas criaturas demoniacas del Más Allá a las que les van las costumbres de los súcubos.

—Y la mataron en un hotel —dijo—. Donde no había un umbral que la protegiera.

—Muy bien, pequeño saltamontes —la felicité—. Y, si tenemos en cuenta que a las otras víctimas no se las cargaron al estilo de la Corte Blanca, podemos pensar que hay más de un asesino o que el mismo usa diferentes técnicas. Es demasiado pronto, solo se pueden hacer conjeturas descabelladas.

Frunció el ceño.

—¿Qué es lo siguiente que vas a hacer?

Reflexioné un instante.

—He de averiguar qué tienen en común las víctimas del asesino, si es que tienen algo en común.

—¿Qué están muertas? —apuntó Molly.

Esbocé una breve sonrisa.

—Aparte de eso.

—Vale —dijo—. Entonces, ¿qué hacemos?

—Eso depende. ¿Cuántas cuentas puedes mover? —le pregunté.

Me miró con los ojos encendidos durante un momento. Luego se quitó la pulsera de cuentas negras de su muñeca izquierda y la sostuvo en el aire. Las cuentas descendieron a la parte baja de la pulsera, dejando ocho o nueve centímetros de cuerda desnuda.

Molly se concentró en la pulsera; un artilugio de mi creación que tenía el fin de ayudarla a concentrarse y templar sus pensamientos. La concentración y la calma son importantes cuando vas por ahí lanzando magia. Es la fuerza primaria de creación, y responde a tus pensamientos y emociones quieras o no. Si tus pensamientos se fragmentan o son confusos, o si no prestas total atención a lo que estás haciendo, la magia puede responder de formas tan impredecibles como peligrosas.

Molly aún estaba aprendiendo. Tenía un gran talento, no digo lo contrario, pero lo que le faltaba no era habilidad sino juicio. Eso era lo que llevaba intentando enseñarle durante el último año: a utilizar la responsabilidad de su poder con cautela y con respeto hacia los peligros que el Arte pudiera provocar. Si no amueblaba bien su cabeza, su talento mágico iba a acabar matándola y, de paso, también a mí.

Molly era una hechicera.

Había utilizado la magia para alterar la mente de dos de sus amigos en un intento por liberarlos de su adicción a las drogas, pero su intención inicial se mezcló con otras motivaciones y los resultados fueron moderadamente catastróficos. Uno de los chicos no se había recuperado lo suficiente para poder valerse por sí mismo. La otra había salido adelante, aunque todavía le quedaban muchas secuelas.

Por regla general, el Consejo Blanco de magos te condena a muerte por romper una de las leyes de la magia. En la práctica, la única vez que podían no hacerlo era cuando un mago del Consejo se ofrecía a aceptar la responsabilidad de la futura conducta del hechicero, hasta que el Consejo estaba seguro de que sus intenciones eran buenas y su actitud se había corregido. Si era así, bien. Si no, el hechicero moría. Al igual que el mago responsable de sus actos.

Yo fui ese hechicero. De hecho, muchos en el Consejo todavía se preguntaban si era una bomba de relojería a punto de explotar. Cuando Molly fue atada, encapuchada y arrastrada ante el Consejo para ser sometida a juicio, yo di el paso. Tuve que hacerlo.

A veces lamentaba enormemente haber tomado aquella decisión. Una vez se ha sentido el poder de la magia negra puede ser terriblemente complicado resistirse a utilizarla de nuevo, y los errores de Molly tendían a ir por ese camino. La chica tenía buen corazón, pero era todavía demasiado joven. Había crecido en una casa con estrictas normas, así que se volvió loca de libertad en cuanto escapó y empezó a vivir por su cuenta. Ahora estaba de vuelta en casa, pero seguía tratando de encontrar el equilibrio y la autodisciplina necesarios para sobrevivir en el negocio de la magia.

Enseñarle a lanzar una lengua de fuego a un objetivo no era muy difícil. Lo complicado era enseñarle por qué hacerlo, por qué no, y cuándo debía o no debía hacerse. Molly veía la magia como la mejor solución a sus problemas. Y no lo era. Tenía que aprender esa lección.

Le hice aquella pulsera con ese propósito.

La estuvo mirando un buen rato y, entonces, una de las cuentas ascendió por la cuerda y se detuvo al tocarle el dedo. Un momento después, la segunda cuenta se unió a la primera. La tercera tembló varios segundos antes de moverse también. La cuarta tardó incluso más. La quinta cuenta dio un respingo momentos antes de que Molly soltara un gruñido y las cuentas sucumbieran a la gravedad.

—Cuatro de trece —comenté al tiempo que detenía el coche junto a la acera—. No está mal. Pero aún no estás preparada.

Miró con odio la pulsera y se frotó la frente con la mano.

—Anoche hice seis.

—Sigue trabajando —la exhorté—. La concentración, el temple y la claridad lo son todo.

—¿Y eso qué significa? —quiso saber Molly.

—Que tienes trabajo que hacer.

Suspiró y salió del coche, aparcado junto al hogar familiar. Era un lugar precioso, con sus vallas blancas y todo, que conservaba una apariencia de casa de las afueras a pesar de estar situada en medio de la ciudad.

—No te explicas demasiado bien.

—Tal vez —admití—. O tal vez tú no estás aprendiendo demasiado bien.

Me miró con rabia, y lo que podría haber sido una respuesta acalorada murió en sus labios antes de llegar a salir de ellos. Sacudió la cabeza, irritada.

—Lo siento. Siento haber usado el velo para seguirte. No quería faltarte al respeto.

—No lo has hecho. He estado en tu lugar. No espero que seas siempre perfecta, pequeña.

Sonrió un poco.

—Lo que ha pasado hoy…

—Pasó —dije—. Ya está hecho. Además, funcionó. No sé si yo hubiera podido leer algo de la víctima del modo en que tú lo hiciste.

Se mostró esperanzada.

—¿Sí?

Asentí.

—Lo que encontraste puede ser de gran ayuda. Lo has hecho muy bien. Gracias.

Le faltó poco para encenderse y brillar como una bombilla. En un par de ocasiones, tras un cumplido, había ocurrido literalmente aquello, pero logramos controlarlo uno o dos meses después. Me sonrió de tal manera que pareció más joven de lo que era, y luego subió de un salto los escalones del porche de su casa.

Así que me quedé allí solo, con páginas y páginas de mujeres muertas. Tenía tantas ganas de saber de ellas como de introducir mis partes en un barril radioactivo. Suspiré. Tenía que indagar en aquello, pero al menos lo haría con una cerveza en la mano.

Así que fui al pub McAnally.

El pub de Mac (y no se equivoquen, es un pub, no un bar) era uno de los pocos lugares de Chicago frecuentado casi enteramente por la comunidad sobrenatural. No tiene ningún cartel indicativo en el exterior; hay que bajar por unas escaleras para llegar a la puerta principal. En el interior hay techos bajos, una barra torcida y varias columnas de madera desperdigadas y talladas a mano. Mac se las arregla para hacer funcionar la electricidad en el pub a pesar de todos los seres mágicos que pululan por él, en parte porque es extraño que nadie que no sea un mago completo, como yo, pueda causar fallos inevitables en la tecnología. A pesar de todo, no se molestó en poner luces eléctricas; el coste de reemplazar las bombillas era muy alto. Lo que sí tenía era unos cuantos ventiladores dando vueltas en el techo y un teléfono fijo operativo.

En la pared junto a la puerta había un cartel de madera en el que simplemente ponía: «Territorio neutral acordado». Eso significaba que Mac había declarado su local un lugar neutral, según los términos alcanzados en los Acuerdos Unseelie, una especie de convención de Ginebra del mundo sobrenatural. Cualquier miembro de las naciones firmantes era libre de entrar allí en paz y no ser molestado por ningún otro miembro. El territorio neutral tenía que ser respetado por todas las partes, que estaban obligadas a salir fuera si empezaban una pelea, como señal de respeto hacia la neutralidad del pub. Los juramentos, derechos y obligaciones de hospitalidad eran casi una fuerza con vida propia en el mundo sobrenatural. Aquello significaba que en Chicago había siempre un lugar donde organizar una reunión con la razonable expectativa de que se desarrollara por cauces civilizados.

De igual modo, también significaba que podías toparte con malas compañías cuando ibas al local de Mac.

Yo siempre me sentaba con la espalda pegada a una pared manchada de humo.

Era media tarde y el local estaba más concurrido de lo habitual. Solo quedaban dos mesas disponibles de las trece que había, así que ocupé la más alejada del resto de la sala y arrojé en ella los papeles y el abrigo.

Me acerqué a la barra, evitando así la necesidad de agacharme cada vez que caminaba bajo uno de los ventiladores de techo, que parecían no estar pensados para los magos espigados. Saludé a Mac con la cabeza. Era un hombre enjuto, algo más alto que la media y con la cabeza afeitada. Rondaba entre los treinta y los cuarenta años de edad, llevaba vaqueros, camisa y delantal blancos, y, a pesar de que el horno de madera estaba en funcionamiento, no había mácula o mancha en su ropa.

—Mac —dije—. Cervecéame.

Mac deslizó por la barra una botella marrón oscuro de cerveza de fabricación propia. La abrí, me la bebí de un trago y se la pasé de nuevo junto con un billete de veinte.

—Que el ritmo no pare.

Mac soltó un gruñido de sorpresa y levantó las cejas.

—No preguntes —le dije.

Se cruzó de brazos y asintió.

—Las llaves.

Lo miré un segundo, resentido, aunque sin demasiada convicción. Lancé las llaves del Escarabajo azul a la barra.

Mac me dio otra cerveza y volví a la mesa bebiendo por el camino. El contenido de la botella casi se había esfumado a la altura de una columna tallada con la imagen de un gigante feo y enorme que era atacado por las bellas figuras esculpidas de caballeros de las Hadas, que le asestaban mandobles en los tobillos. Cuando llegué a mi mesa, me senté.

Normalmente no hago estas cosas. Debería haber sido más cuidadoso, pero la verdad es que no quería enterrarme en aquel material estando sobrio. Supuse que, si mi cerebro estaba lo bastante cargado, tal vez todo lo que estaba a punto de ver no me dejaría una impresión tan fuerte.

Me afiancé en la silla y leí la información que Butters me había dado sobre las mujeres muertas, aunque tuve que ir frecuentemente a por más cerveza. Leí las palabras, pero percibí un extraño vacío en ellas. Las leí, las entendí, pero, de algún modo, no parecían relevantes y se desvanecían como peñascos lanzados a un pozo; una pequeña ondulación en el agua, y luego nada.

Creí reconocer a dos de las víctimas, aunque no por su nombre. Probablemente las había visto por ahí, tal vez incluso aquí en McAnally. Las otras no me sonaban, pero obviamente no conocía a todos los miembros de la comunidad.

Dejé de leer unos minutos y bebí un poco más. No quería continuar, no quería ver nada de aquello. No quería involucrarme. Tenía cubierto el cupo de gente herida o fallecida. Había visto demasiadas mujeres muertas. Quería quemar los papeles, salir por la puerta y no parar de caminar.

En lugar de hacerlo, seguí leyendo.

Cuando terminé no había encontrado ninguna conexión clara entre las víctimas. Iba por mi quinta botella y fuera estaba oscuro. El pub estaba ahora en silencio.

Al levantar la vista comprobé que, salvo por Mac, tenía el local para mí solo.

Era extraño. El pub de Mac no está siempre lleno, pero por las noches suele estar bastante concurrido. No recordaba la última vez que lo había visto vacío a la hora de la cena.

Mac se acercó a mí con otra botella, justo cuando me acababa de terminar la anterior. Miró la nueva y la fila de botellas vacías.

—¿Se me han acabado los veinte pavos? —le pregunté.

Asintió.

Refunfuñé, saqué la cartera y puse otros veinte en la mesa.

Deslizó su seria mirada del billete hacia mí.

—Lo sé. Normalmente no bebo tanto.

Soltó otro ininteligible gruñido. Mac no destaca por su verborrea.

Señalé vagamente los papeles con la mano.

—Odio ver a mujeres heridas. Debería odiar ver a cualquiera herido, pero es peor con las mujeres. O con los niños. —Miré con rabia los papeles, luego eché un vistazo al bar, ahora vacío—. Píllate otra —le dije—. Siéntate.

Mac levantó las cejas. Fue a la barra, cogió una cerveza y vino a sentarse conmigo. Abrió las dos botellas con un movimiento de muñeca ágil y rápido, sin abridor. Es un profesional. Deslizó una botella hacia mí y alzó la suya.

Asentí. Las hicimos chocar y bebimos.

—Bueno —dije—. ¿Qué pasa?

Mac dejó la cerveza en la mesa y contempló el pub vacío.

—Lo sé —admití—. ¿Dónde ha ido todo el mundo?

—Por ahí —dijo Mac.

Si el señor Scrooge de Dickens hubiera atesorado palabras en vez de dinero, Mac le hubiera hecho parecer una cotorra. No era muy dado a la retórica.

—Por ahí —repetí—. Lejos de mí, quieres decir. —Asintió—. Tienen miedo. ¿Por qué?

—La capa gris.

Solté aire lentamente. Llevaba siendo centinela del Consejo Blanco casi dos años. Los centinelas eran las fuerzas armadas del Consejo, hombres y mujeres acostumbrados a la violencia y el conflicto. Normalmente, la función de los centinelas era ser una especie de policía para los magos que se aseguraba de que no usaran sus poderes contra el resto de la humanidad violando las leyes de la magia. Pero la situación en aquel momento no era normal. Desde hacía unos años, el Consejo estaba en guerra con las Cortes Vampíricas. La mayoría de los centinelas habían muerto en conflictos, así que la desesperación los obligó a tener que reclutar a nuevos magos para vestir la capa gris de su organización. Estaban tan desesperados que me pidieron que me uniera a ellos, a pesar de mi oscuro pasado.

Mucha gente en el mundo posee talento de un tipo u otro. Muy pocos tienen el poder y el talento necesarios para ser nombrados miembros del Consejo Blanco. La mayoría de la gente solo tenía contacto con los centinelas del Consejo cuando uno de ellos se presentaba para advertirle sobre un potencial abuso de la magia.

Cuando alguien rompía las leyes de la magia, los centinelas aparecían para detener, juzgar, condenar y, casi con seguridad, ejecutar al culpable. Daban miedo, incluso a alguien como yo, que está más o menos a su nivel. Para los talentos menores, como la mayoría del público del local de Mac, los centinelas eran una mezcla entre un ángel vengador y el hombre del saco.

Al parecer, habían empezado a encasillarme en el segundo papel, lo cual iba a ser un problema para cazar al asesino que citaba el Éxodo. Las víctimas eran seguramente miembros de la comunidad sobrenatural local, pero muchos wiccanos pueden llegar a ponerse muy susceptibles a la hora de hablar de sus creencias o identificar a sus compañeros como miembros de su fe. En parte es un respeto básico a la libertad personal y la privacidad endémica de la fe. Otra parte proviene de una especie de cautela teológica hereditaria.

Ambos factores iban a complicar las posibilidades de que alguien hablara conmigo. Si la gente pensaba que los centinelas habían tomado parte en las muertes, me excluirían tan pronto como se dice «¡Quemad a la bruja!».

—No hay motivos para que nadie tenga miedo —lo tranquilicé—. Estas mujeres son, de forma oficial, suicidas. Quiero decir, si los instintos de Murphy no hubieran captado algo, ni siquiera sabríamos que un asesino anda suelto.

Mac dio un sorbo a su botella, en silencio.

—A menos —añadí— que algún factor que desconozco convirtiera en evidente para toda tu clientela que las víctimas no eran suicidas.

Mac soltó su cerveza.

—Están relacionadas —susurré—. Las víctimas. Existe una conexión entre ellas, imperceptible en los informes de la policía. La gente mágica lo sabe. Por eso están asustados.

Mac observó pensativo la cerveza. Luego levantó la vista hacia el cartel de «Territorio neutral acordado» que había junto a la puerta.

—Lo sé —repuse con calma—. No quieres involucrarte. Pero alguien está matando gente ahí fuera. Está dejando tarjetas de visita destinadas a mí específicamente. Quienquiera que sea va a seguir haciéndolo hasta que lo encuentre.

Mac no se movió.

Me miró un momento con una expresión ilegible.

—¿Eres tú? —me preguntó entonces.

Estuve a punto de soltar una carcajada cuando me di cuenta de que hablaba en serio.

Tardé un minuto en aceptar aquello. Desde que empecé a trabajar en Chicago, había dedicado mucho tiempo a ayudar a la comunidad sobrenatural. Había realizado exorcismos aquí y allá, ayudado en problemas de fantasmas o enseñado disciplina y autocontrol a talentos jóvenes que los habían perdido. También había hecho otras cosas, no necesariamente relacionadas con la magia: aconsejar sobre cómo resolver problemas relacionados con seres amigables pero no humanos que se mezclaban con mortales, ayudar a los padres a asumir el hecho de que su hijo era ahora capaz de prender fuego al gato y, en general, cualquier cosa para ayudar a los demás.

A pesar de todo aquello, la misma gente a la que siempre había intentado apoyar ahora me tenía miedo.

Incluso Mac.

Supongo que no podía culparlos. Ya no era tan accesible como antes a causa de la guerra y de mis nuevos deberes como centinela y maestro de mi aprendiz. Las pocas veces que había aparecido en público últimamente, las cosas acabaron poniéndose muy feas y se habían producido muertes. A veces olvidaba lo terrible que puede ser el mundo sobrenatural. Vivía en un estatus de relativo poder. No me engaño creyendo que puedo cargarme a todo lo que se me presente, pero tampoco soy un blando. Con la correcta planificación, puedo suponer una amenaza incluso para seres terriblemente poderosos.

Pero aquella gente no. Ellos eran unos don nadie en el mundo sobrenatural, no disponían de las opciones que mi poder me concedía a mí. Después de todo, yo era, en teoría, el encargado de protegerlos de las amenazas sobrenaturales. Si de verdad creían que las mujeres habían sido asesinadas, me consideraban lo bastante cruel como para cometer semejante tropelía o tan descuidado e incompetente como para permitir que sucediera. En cualquier caso, la imagen que se proyectaba de mí no era muy halagadora. Si la creciente atmósfera de miedo se añadía a la mezcla, era comprensible.

Sin embargo me dolía.

—No he sido yo —aclaré en voz baja.

Mac estudió mis facciones durante un momento, luego asintió.

—Necesitaba oírlo.

—Claro —dije—. No sé quién anda detrás de esto. Pero te doy mi palabra de que, cuando lo averigüe, voy a entregarlo o a informar de quién es y para quién trabaja. Tienes mi palabra, Mac.

Mac dio otro sorbo a su cerveza, inmóvil.

Volví a hojear las páginas, una a una, revisando las terribles imágenes. Mac también las vio. Respiró con un sonido algo rasposo y se echó hacia atrás en su asiento para apartarse de las fotografías.

Dejé mi última cerveza en la mesa y abrí las manos.

—Ayúdame, Mac. Por favor.

Mac contempló su botella durante un momento. Luego miró de nuevo el cartel. Acto seguido, extendió el brazo y cogió la primera hoja del montón de papeles. La giró, sacó un lápiz del bolsillo de su delantal y escribió algo en ella antes de devolvérmela.

Anna Ash, Ordo Lebes, mañana a las 4 de la tarde.

—¿Qué es esto? —le pregunté.

Cogió su botella y se levantó.

—Un comienzo.