Capítulo 6

—Esto no me gusta —dijo Murphy—. Helen Beckitt tiene muchas razones para odiarte.

—¿Y quién no?

—Hablo en serio, Harry. —Las puertas del ascensor se cerraron y comenzamos a subir. El edificio era viejo y el ascensor no era el más rápido del mundo. Murphy sacudió la cabeza—. Si lo que me cuentas de que la gente está empezando a temerte es cierto, tiene que haber una razón para ello. Tal vez alguien esté contando historias.

—Y encaja que sea Helen.

—Ya te ha disparado y no le funcionó. Quizás piense que ha llegado el momento de jugar sucio.

—Los palos, las piedras y las balas de pequeño calibre podrán romperme los huesos —dije—, pero las palabras no.

—El hecho de que esté aquí es una enorme coincidencia. Estamos hablando de una expresidiaria, Harry, y que además acabó en la cárcel por tu culpa. No creo que esté hablando bien de ti con la comunidad mágica local en aras de la camaradería.

—No sabía que los polis conocieran palabras como camaradería, Murph. ¿Estás segura de que de verdad eres policía?

Me miró exasperada.

—¿Nunca paras de bromear?

—Cuento chistes verdes mientras duermo.

—Prométeme que vas a tener cuidado —me pidió Murphy.

—Había una vez una mujer con el trasero tan grande que… —comencé.

Murphy levantó las palmas de las manos en señal de frustrada rendición.

—Maldita sea, Dresden.

Alcé una ceja.

—Pareces preocupada por mí.

—Hay mujeres ahí arriba —apuntó—. No siempre piensas con claridad cuando las tienes cerca.

—Entonces crees que debo tener cuidado.

—Sí.

Me volví hacia ella y la miré.

—Dios, Murph. ¿Por qué crees que te he traído? —dije en voz más baja.

Me miró y me sonrió, entrecerrando los ojos, aunque su voz seguía sonando áspera.

—Me imagino que querías a alguien cerca que notara cosas más sutiles que un cartel de neón parpadeante.

—Oh, vamos… No hace falta que parpadee.

Las puertas del ascensor se abrieron y lideré el paso hacia el apartamento de Anna Ash. A metro o metro y medio de la puerta me di de bruces con el sutil hormigueo causado por un telón de energía. Me detuve en seco, Murphy tuvo que ponerme una mano en la espalda para evitar tropezarse conmigo.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

Levanté la mano izquierda. Aunque mi mano lesionada apenas reaccionaba a los estímulos convencionales, nunca había tenido problemas para sentir los patrones sutiles de una energía mágica elaborada. Estiré los dedos cuanto pude para tratar de abarcar la zona más amplia posible al tiempo que cerraba los ojos y me concentraba en mis sentidos de mago.

—Es un hechizo de protección.

—¿Cómo en tu apartamento?

—No tan fuerte —dije mientras agitaba la mano lentamente sobre él—. Y es un poco más vulgar. Yo tengo ladrillo y alambre de espino, esto es más parecido a aluminio y huesos de pollo. Sin embargo, tiene una potencia decente. Fuego, creo. —Escudriñé el fondo del pasillo—. Ajá. No creo que haya suficiente para causar la muerte, pero dolería un montón.

—Y un fuego haría saltar las alarmas del edificio —añadió Murphy—. La gente echaría a correr. Aparecerían las autoridades.

—Claro —convine—. Es para desalentar al típico curioso, sea o no sobrenatural. Su intención no es matar. —Di un paso atrás y le hice un gesto con la cabeza a Murphy—. Vamos, llama.

Me miró con malicia.

—Estás de broma, ¿no?

—Si el hechizo está bien hecho, reaccionará a mi aura y se activará.

—¿No puedes desactivarlo y ya está?

—Quienquiera que hizo esto se tomó muchas molestias para invertir mucho tiempo y esfuerzo en la seguridad de su hogar —dije—. Es una grosería romperlo.

Murphy ladeó la cabeza un momento. Entonces lo entendió.

—Las asustarías si entraras como si el hechizo no existiera.

—Sí —dije en voz baja—. Están asustadas, Murph. Tengo que ser amable o no me dirán nada que nos sea de ayuda.

Murphy asintió y llamó a la puerta.

La golpeó tres veces y, a la tercera, el pomo ya estaba girando.

Una mujer pequeña, de aspecto sano y rollizo, abrió la puerta. Rondaba los cuarenta. Era rubia, más baja incluso que Murphy y con unas mejillas rosadas de querubín que parecían acostumbradas a sonreír. Llevaba un vestido color lavanda y tenía un pequeño perro en los brazos, tal vez un yorkshire. Sonrió a Murphy.

—Vaya, la sargento Murphy. Sé quién es usted —aseguró.

—Hola, soy la sargento Murphy, detective del Departamento de Policía de Chicago —se presentó, tal vez medio segundo después de que la mujer comenzara a hablar.

Parpadeó un momento sorprendida y cerró la boca.

—Oh —dijo la mujer—. Lo siento, a veces se me olvida. —Hizo un pequeño gesto airado con la mano—. Vaya cabeza de chorlito.

Intenté presentarme.

—Por supuesto, todos sabemos quién es usted, señor Dresden —comenzó de nuevo la pequeña mujer antes de que yo llegara a articular palabra. Se llevó los dedos a la boca. Le temblaron un poco—. Vaya, lo he olvidado de nuevo. Disculpen. Soy Abby.

—Encantado de conocerla, Abby —dije extendiendo una mano relajada hacia el pequeño yorkshire para acariciarlo. El perro la olisqueó, tembloroso por el ansia, y comenzó a mover la cola—. Eh, perrito.

—Totó —dijo Abby, y, antes de que yo pudiera responder, añadió—: Exacto, un clásico. Si funciona, ¿para qué cambiarlo? —Me hizo un gesto con la cabeza y añadió—: Disculpe. Dejaré que nuestra anfitriona hable con usted. Yo solo era la que estaba más cerca de la entrada. —Nos dio con la puerta en las narices.

—Claro —le dije a la puerta.

Murphy se volvió hacia mí.

—Raro.

Me encogí de hombros.

—Al menos le he gustado al perro.

—Sabía lo que íbamos a decir antes de que lo dijéramos, Harry.

—Me he dado cuenta.

—¿Es telépata o algo así?

Negué con la cabeza.

—No es lo que piensas. No esconde lo que hace, y, si anduviera metiéndose en las cabezas de la gente, el Consejo ya hubiera actuado hace mucho tiempo.

—Entonces, ¿cómo sabía lo que estábamos a punto de decir?

—Supongo que posee el don de la clarividencia. Puede ver el futuro, tal vez con uno o dos segundos de antelación. No tiene un control voluntario sobre ello.

Murphy suspiró pensativa.

—Podría ser útil.

—Para algunas cosas —dije—. Pero el futuro no está escrito sobre una piedra.

Murphy frunció el ceño.

—Como, por ejemplo, que en el último segundo hubiera decidido decir que mi nombre era Karrin Murphy en vez de sargento.

—Sí. Se hubiera equivocado. La gente como ella puede sentir una… especie de nube de futuros posibles. Esta situación era bastante predecible incluso sin poseer talento mágico alguno; una interacción social básica. Parece que sabía exactamente lo que iba a pasar, pero no era así. Se limitó a juzgar lo que era más probable en este caso particular, y no es que fuera muy difícil de suponer.

—Por eso parecía tan distraída —reflexionó Murphy.

—Sí. Estaba controlando lo que estaba pasando además de lo que era probable que pasara y, por otro lado, decidiendo lo que no era probable que pasara. —Sacudí la cabeza—. Es mucho peor para los que alcanzan a ver más allá de un segundo o dos.

Murphy frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Porque las posibilidades aumentan con cada segundo de margen —expliqué—. Piensa en una partida de ajedrez. Un jugador principiante lo hace bien si es capaz de prever cuatro o cinco movimientos de su oponente. Diez movimientos después, el número de posibles configuraciones que puede adoptar el tablero aumenta exponencialmente. Los jugadores expertos a veces ven incluso más allá, y si ya hablamos de ordenadores la cifra es casi infinita. Su alcance es difícil de imaginar.

—Y estamos hablando del ambiente cerrado y sencillo de una partida de ajedrez —dijo Murphy asintiendo—. En el mundo real las posibilidades se disparan.

—El mayor juego de todos. —Sacudí la cabeza—. Es un talento peligroso. Puede someterte a inestabilidades de una clase u otra, a efectos secundarios. Los médicos suelen diagnosticar epilepsia a la gente como Abby, también Alzheimer o cualquier trastorno de personalidad. Apostaría cinco pavos a que esa pulsera médica de su muñeca dice que es epiléptica y que el perro puede sentir la llegada de los ataques y advertirla.

—No he visto la pulsera —admitió Murphy—. Paso de apostar.

Durante aquellos cinco minutos, mientras esperábamos fuera hablando en voz baja, tuvo lugar una discusión en el apartamento. Se oían voces apagadas detrás de la puerta en tonos amortiguados y tensos que se cortaron de raíz cuando una única voz, más alta que las demás, se impuso al resto. Un momento después, la puerta se abrió. La primera mujer que vimos entrar se encontraba ante mí. Era de complexión oscura, ojos igual de oscuros, y tenía el cabello corto y liso, lo que me hizo pensar que debía de tener un antepasado nativo americano no muy lejano. Medía tal vez un metro sesenta, tendría unos treinta y muchos años y el rostro adusto marcado por vagas y pensativas líneas de expresión entre las cejas. Bloqueaba la entrada con los pies bien plantados. Por su postura, me dio la impresión de que sería capaz de convertirse en un bulldog si era necesario.

—Aquí nadie ha roto ninguna ley, centinela —dijo en voz baja y firme.

—Uf, qué alivio —dije—. ¿Anna Ash?

Entornó los ojos y asintió.

—Soy Harry Dresden —me presenté.

Frunció los labios y me dedicó una mirada especulativa.

—¿Está de broma? Sé de sobra quién es.

—No tengo por costumbre asumir que todas las personas con las que me encuentro saben quién soy —dije con una disculpa implícita en el tono utilizado—. Ella es Karrin Murphy, del Departamento de Policía de Chicago.

Anna saludó a Murphy con un gesto de la cabeza.

—¿Puedo ver su identificación, señora Murphy? —requirió en un tono neutral y educado.

Murphy ya tenía la cartera de cuero con su placa en la mano y se la pasó a Anna. Su foto estaba en el lado opuesto de la placa, bajo una cubierta de plástico transparente. Anna miró la placa y comparó la foto con el rostro real de Murphy. Se la devolvió con cierta reticencia y volvió a dirigirse a mí:

—¿Qué quiere?

—Hablar.

—¿Sobre qué?

—La Ordo Lebes —respondí—. Y lo que le ha pasado a varias practicantes en las últimas semanas.

—Estoy segura de que usted sabe más sobre ello que nosotras.

Su voz parecía educada en la superficie, sin embargo, percibí un fondo amargo en el tono.

—En realidad no —dije—. Y eso es lo que pretendo corregir.

Sacudió la cabeza y la sospecha quedó patente en su rostro.

—No soy tonta. Los centinelas lo controlan todo. Todo el mundo lo sabe.

Suspiré.

—Sí, pero esta mañana olvidé tomarme las multivitaminas con forma de George Orwell en mi tazón de cereales del Gran Hermano. Tenía la esperanza de poder hablar con usted un rato, si es que decide que es posible conversar conmigo como con un ser humano.

Me miró con cierta cautela. Mucha gente reacciona a mis bromas de esa manera.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque quiero ayudarlas.

—O eso dice —repuso—. ¿Cómo sé que habla en serio?

—Señora Ash —intercedió Murphy—, está diciendo la verdad. Hemos venido a ayudar, si podemos.

Anna se mordió el labio y comenzó a mirarnos alternativamente. Entonces, volvió la vista hacia la habitación que había a su espalda. Al fin, se centró en mí y dijo:

—Las apariencias a veces engañan. Y no tengo ninguna manera de saber si es usted quien dice ser. Prefiero equivocarme y seguir siendo cauta.

—La cautela nunca viene mal —convine—. Sin embargo, usted se está acercando más a la paranoia, señora Ash.

Comenzó a cerrar la puerta.

—Esta es mi casa, y no voy a invitarlos a entrar.

—Perfecto —dije, y di un paso adelante para pasar. Aparté a Anna con delicadeza antes de que pudiera cerrar la puerta.

Al hacerlo, sentí la presión del umbral; un aura de energía mágica que protege todos los hogares. El umbral ofreció una resistencia apenas detectable al toparse con mi propia aura y no poder igualarla. Si la propietaria de la casa me hubiera invitado a entrar, el umbral se hubiera separado como una cortina. Pero Anna no me había invitado. Si quería entrar, tenía que dejar gran parte de mi poder en la puerta. Y si necesitara utilizar mis fuerzas mientras permanecía allí, comprobaría que estaba bloqueado mágicamente, casi hasta el punto de la incapacidad total. Funcionaba así.

Al volverme, vi a Anna mirándome con una expresión de genuina sorpresa. Era perfectamente consciente de lo que acababa de hacer.

—Señora Ash, si perteneciera al mundo espiritual, no habría podido cruzar el umbral. Y si mi intención fuera hacerle daño a alguien de aquí dentro, ¿por qué iba a desarmarme? Además, ¿me presentaría con una poli para que fuera testigo de mis actos?

Murphy me imitó y me siguió adentro.

—Yo… —dijo Anna perpleja—. ¿Cómo sabía que el hechizo de protección no iba a explotarle en la cara?

—Por pura lógica —le expliqué—. Es usted una persona cauta, y en este edificio hay niños. No esperaba que hubiera adherido a la puerta algo que pudiera explotar cuando alguien entrara.

Anna respiró hondo mientras asentía.

—De todos modos, si hubiera forzado la puerta, no le habría gustado nada lo que hubiera ocurrido.

—La creo —admití, y era cierto—. Señora Ash, no estoy aquí para amenazar o hacerle daño a nadie. No puedo obligarla a hablar conmigo. Si quiere que me vaya ahora mismo, lo haré —le prometí—. Pero, por su propia seguridad, por favor, déjeme hablar primero con usted. Unos minutos. Es todo lo que le pido.

—Anna —dijo la voz de Abby—, creo que deberías oír lo que tienen que decir.

—Sí —apuntó la voz tranquila de otra mujer—. Estoy de acuerdo. Y una cosa te puedo decir de él: si te da su palabra es que la va a cumplir.

Si me paraba a pensarlo, no había oído nunca antes la voz de Helen Beckitt, a no ser que sus gemidos contaran. La solidez y casi total ausencia de inflexión de su tono encajaba perfectamente con la falta de vida en sus ojos. Intercambié una mirada intranquila con Murphy antes de volverme hacia Anna.

—¿Señora Ash? —la exhorté.

—Deme su palabra. Júrelo por su poder.

Aquello era un asunto serio, por lo menos entre los magos de mi liga. Las promesas tienen poder. Uno no jura sobre su talento mágico y rompe el juramento a la ligera; hacerlo significaría reducir su fuerza en el Arte. Respondí sin dudar.

—Se lo juro por mi poder. Me comportaré como un invitado que acepta su hospitalidad. No le causaré daño a usted ni a los suyos, y no les negaré ayuda si la requieren.

Anna exhaló un breve y rápido suspiro y asintió.

—Muy bien. Prometo comportarme como una buena anfitriona, con todas las obligaciones que eso conlleva. Y llámeme Anna, por favor. —Pronunció su propio nombre con el énfasis del Viejo Mundo: A-na. Hizo un gesto con la mano y nos condujo al apartamento.

—Espero que no se moleste si no hago una ronda de presentaciones.

Comprensible. El nombre completo dicho en boca de uno mismo puede proveer a un mago o hechicero de un canal, un punto de referencia que podría ser usado para atraer ciertos hechizos dañinos o incluso letales. Sucedía lo mismo con la sangre fresca, las uñas o los mechones de pelo. Resulta casi imposible dar tu nombre completo de manera accidental en mitad de una conversación, pero, aun así, era algo que había ocurrido. Si alguien con conocimientos sospechaba que un mago estaba apuntando un hechizo hacia él, tenía bastante cuidado de decir su propio nombre.

—No hay problema —le dije.

El apartamento de Anna era más agradable que la media, y resultaba evidente que se había visto sometido a una reforma casi completa en los últimos años. Las ventanas tenían una vista razonablemente buena y los acabados eran, en su mayoría, de madera de excelente calidad.

Había cinco mujeres en la sala de estar. Abby estaba sentada en una mecedora, sosteniendo a su yorkshire de ojos brillantes en el regazo. Helen Beckitt, junto a una ventana, contemplaba indiferente la ciudad. Otras dos mujeres se acomodaban en un sofá, y la última, en un sillón perpendicular a ellas.

—¿Debo suponer entonces que saben ustedes quién soy? —les pregunté.

—Lo saben —respondió Anna por ellas.

Asentí.

—De acuerdo. Esto es lo que yo sé. Algo ha matado al menos a cinco practicantes. Algunas de las muertes parecen suicidios, pero las pruebas sugieren que no es así. —Respiré hondo—. He encontrado mensajes dejados para mí, o para alguien como yo, en dos de los cuerpos; cosas que la policía no hubiera encontrado. Creo que estamos ante un asesino en serie y que su congregación representa para él una serie de potenciales…

—O para ella —interrumpió Murphy, casi mirando fijamente a Beckitt.

La boca de Beckitt se torció en una leve sonrisa amarga, aunque el resto de su cuerpo no se movió.

—O para ella —concedí—. En cualquier caso, ustedes encajan en el perfil de víctima.

—¿Habla en serio? —preguntó una de las mujeres a la que no conocía. Era mayor que las otras, de unos cincuenta años. A pesar de lo caluroso del día, llevaba un fino suéter verde claro de cuello vuelto y una rebeca gris oscuro. Su cabello, recogido en un estirado moño, debió de ser en el pasado rojo cobrizo, aunque ahora estaba salpicado de gris acero. No llevaba maquillaje. Unas gafas cuadradas de montura de plata cubrían sus turbios ojos marrones verdosos, por debajo de unas cejas más espesas de lo que se permiten la mayoría de las mujeres.

—Muy en serio —contesté—. ¿Puedo llamarla de algún modo? No me parece correcto llamarla Cuello Vuelto sin consultárselo primero.

Se enderezó ligeramente, apartando sus ojos de los míos.

—Priscilla —dijo.

—Priscilla. Estoy un poco perdido con todo este asunto, no sé lo que está pasando, y por eso he venido a hablar con ustedes.

—Entonces, ¿cómo es que sabe lo de la Ordo? —me preguntó.

—En la vida real soy investigador privado —le expliqué—. Investigo cosas.

—Está mintiendo —le dijo Priscilla a Anna—. Tiene que estar mintiendo. Tú sabes lo que hemos visto.

Anna miró a Priscilla y luego a mí, acto seguido sacudió la cabeza.

—No lo creo.

—¿Qué han visto? —le pregunté a Anna.

Anna miró a las demás personas de la habitación y, como ninguna de ellas alzó la voz, volvió a dirigirse a mí:

—Está usted en lo cierto. Varias mujeres, miembros de mi orden, han muerto. Lo que tal vez no sepa es que otras han desaparecido. —Respiró hondo—. No solo en la Ordo, también en la comunidad. No se sabe nada de otras veinte personas. Desde fin de mes.

Solté un silbido agudo. Aquello era serio. No me malinterpreten, desaparece gente todo el tiempo, la mayoría porque quiere hacerlo. No obstante, la gente de nuestros círculos está generalmente muy unida, en parte porque son conscientes en un grado u otro de la existencia de depredadores naturales que pueden eliminarlos y lo hacen cuando tienen ocasión. Es el instinto del rebaño, simple y llanamente. Y funciona.

Si habían desaparecido veinte personas, lo más probable es que algo estuviera cazándolas. Si el asesino se las había cargado, ahora yo tenía un gran problema entre manos, algo que, por otra parte, no era una experiencia nueva para mí.

—Dice que hay gente que ha visto algo. ¿Qué?

—En lo que respecta a… —Sacudió la cabeza y se aclaró la garganta—. De entre las víctimas de la orden cuyos cuerpos han sido encontrados, la última vez que fueron vistas con vida iban acompañadas de un hombre alto ataviado con una capa gris.

Parpadeé.

—¿Y piensan que era yo?

—No estaba lo bastante cerca como para asegurarlo —dijo Priscilla—. Ya había oscurecido y estaba en la calle de mi apartamento. Los vi desde mi ventana.

Apenas disimuló el hecho de que casi se le escapa decir «lo» en lugar de «los».

—Yo estaba en Bock’s —añadió Abby en un tono serio, con los ojos fijos a media distancia—. Era tarde. Vi al hombre pasar con ella a su lado.

—Eso no fue lo que yo vi —dijo Helen Beckitt. Sus palabras fueron claras y certeras—. Sally dejó el bar con un hombre de pelo oscuro, ojos grises y piel pálida.

Me dio un vuelco el estómago. Por el rabillo del ojo noté que la expresión de Murphy se había tornado deliberadamente vacua.

Anna levantó la mano para ordenarle silencio a Helen.

—Al menos otros dos testigos fiables han informado de que vieron a algunas de las desaparecidas en compañía de un hombre de capa gris. Otros tantos han informado de avistamientos del apuesto hombre de pelo oscuro.

Sacudí la cabeza.

—¿Y pensaron que el tipo de la capa era yo?

—¿Cuántos hombres altos de capa gris se mueven en nuestro círculo de Chicago, señor? —dijo Priscilla en un tono gélido.

—Se puede comprar tela gris a tres dólares el metro en cualquier tienda al por mayor —le dije—. Los hombres altos no son tampoco algo extraño en una ciudad de ocho millones de habitantes.

Priscilla entrecerró los ojos.

—Entonces, ¿quién era?

A Abby se le escapó una risita nerviosa, lo que provocó que Totó meneara la cola.

Fruncí los labios, pensativo.

—Estoy bastante seguro de que no era Murphy.

Helen Beckitt soltó un gruñido nasal.

—No es para tomárselo a broma —espetó Priscilla.

—Vaya. Lo siento. Dado que acabo de enterarme de este asunto del hombre de capa gris hace solo unos segundos, he pensado que se trataba de una broma. —Me volví para encarar a Anna—. No soy yo. Y tampoco es un centinela del Consejo, o espero que no lo sea.

—¿Y si lo es? —preguntó Anna en voz baja.

Me crucé de brazos.

—Me aseguraré de que no le haga daño a nadie. Nunca más.

Murphy dio un paso al frente.

—Ha dicho que tres miembros de la orden han muerto. ¿Cuáles eran sus nombres? Dígamelos, por favor.

—María —dijo Anna separando las palabras con el lento y deliberado ritmo de una marcha fúnebre—. Janine. Pauline.

Al momento vi adónde quería llegar Murphy.

—¿Y Jessica Blanche? —preguntó.

Anna frunció el ceño un momento y luego agitó la cabeza.

—No creo haber escuchado nunca ese nombre.

—Así que no pertenece a la orden —concluyó Murphy—. ¿Y tampoco a la comunidad mágica?

—No, que yo sepa —contestó Anna. Miró alrededor de la sala—. ¿Alguien de aquí la conoce?

Silencio.

Intercambié una mirada con Murphy.

—Algunos de estos casos son diferentes.

—Algunos son muy parecidos —respondió.

—Un lugar para comenzar, al menos —dije.

Comenzó a sonar la alarma de un reloj y la chica que estaba sentada junto a Priscilla en el sofá se incorporó de inmediato. Era joven, no llegaba a los veinte, y tenía la piel del tono propio de las regiones del este de la India. Sus ojos eran marrones, de gruesos párpados, y llevaba un pañuelo atado al cabello, liso y brillante. Unos calentadores color lavanda y unas medias color crema le cubrían las largas piernas, musculosas y atléticas como las de una bailarina profesional. Llevaba un reloj de pulsera de hombre que parecía enorme sobre sus finos huesos. Apagó la alarma y miró a Anna, inquieta.

Anna frunció el ceño y asintió. Comenzó a dirigirse a la puerta, como una graciosa anfitriona acompañándonos a la salida de forma educada.

—¿Hay algo más que podamos hacer por usted, centinela? ¿Señora Murphy?

En el negocio de la investigación, cuando alguien empieza a intentar echarte a toda prisa con la intención de ocultar algún tipo de información, se puede considerar una pista.

—¡Ja! —exclamé divertido—. ¿Qué pasa dentro de diez minutos?

Anna se detuvo. Su educada sonrisa se desvaneció.

—Hemos respondido a sus preguntas lo mejor que hemos podido. Centinela, me dio su palabra de que aceptaría mi hospitalidad, no de que abusaría de ella.

—Responderme puede ser para su propio bien —argüí.

—Esa es su opinión —repuso—. Según la mía, no es asunto suyo.

Suspiré y asentí aquiescente. Le entregué una tarjeta de visita.

—Ese es mi número. Por si cambia de idea.

—Gracias —dijo Anna educadamente.

Murphy y yo nos marchamos y permanecimos en silencio todo el camino hasta que bajamos por el ascensor. Hice una mueca de preocupación mientras meditaba. Aquello nunca había resuelto ninguno de mis problemas en el pasado, pero siempre hay una primera vez.

—¿Crees que saben algo más? —me preguntó Murphy cuando caminábamos de nuevo bajo el sol.

—Saben algo —dije—. O creen saberlo.

—Era una pregunta retórica, Harry.

—Me has pillado. —Sacudí la cabeza—. ¿Cuál es el próximo paso?

—Investigar el entorno de Jessica Blanche —contestó—. A ver qué encontramos.

Asentí.

—Es más fácil que registrar Chicago en busca de tipos con grandes capas grises.

Murph hizo una pausa, la conocía lo bastante bien para saber que estaba eligiendo sus palabras con cuidado.

—Aunque tal vez no más fácil que encontrar a apuestos hombres pálidos de cabello oscuro que pueden o no haber sido vistos con una mujer que murió en mitad de un éxtasis sexual.

Durante un momento, nuestra única conversación fueron los pasos en la acera.

—No ha sido él —dije entonces—. Es mi hermano.

—Por supuesto. Seguro —convino.

—No he hablado con él en un tiempo, eso sí —admití. Un momento después, añadí—: Y ahora va por su cuenta. Gana mucho dinero con… algo. Aunque no sé lo que es porque nunca quiere decírmelo.

Murphy asintió.

—Sí.

—Y supongo que es verdad que está tremendamente bien alimentado estos días —continué—. Y que no me dice cómo lo hace. —Dimos unos pocos pasos más—. Y que él mismo se considera un monstruo. Y que ya se ha cansado de tratar de ser humano.

Cruzamos la calle en silencio.

Cuando llegamos al otro lado me detuve y miré a Murphy.

—Mierda.

Ambos echamos a andar por la acera hacia el Saturn.

—Harry —dijo con cautela—, seguro que tienes razón con respecto a él. No obstante, hay vidas en juego. Tenemos que estar completamente seguros.

Un acceso de rabia me recorrió el cuerpo, la negación instantánea e instintiva de que mi hermano, mi único pariente vivo, pudiera estar involucrado en aquel lío. Una furia intensa e irracional y una igualmente irracional sensación de traición, motivada por la implícita acusación de Murphy, se alimentaron la una de la otra y crecieron a toda velocidad. Me pilló con la guardia baja. Nunca había sentido tal explosiva determinación de destruir una amenaza contra mi hermano, aparte de las situaciones de vida o muerte con las que nos habíamos topado. Las emociones circulaban por mis adentros como acero fundido y, casi sin quererlo, reuní mi voluntad bajo su pertinaz influencia. Durante un segundo no quise hacer nada que no fuera machacar cosas hasta hacerlas polvo, comenzando por cualquiera que siquiera se atreviera a hacerle daño a Thomas. Y la fuerza para hacerlo fue subiendo dentro de mí como el vapor en una olla a presión.

Jadeé y cerré los ojos para controlarme. Esta no era una situación de vida o muerte. Era una acera de la calle. No se produciría una ruidosa y satisfactoria liberación de mi rabia. Sin embargo, la energía que había reunido inconscientemente tenía potencial para ser peligrosa.

Agaché el brazo para rozar la acera con la punta de los dedos y dispersar en el cemento dicha concentración de magia de forma más o menos inofensiva. Solo un pequeño rastro de energía estalló de mala manera.

Salvó nuestras vidas.

En el instante en que liberé la energía sobrante, un semáforo cercano reventó, el himno americano comenzó a sonar a todo volumen en el móvil de Murphy, saltaron las alarmas de tres coches…

…y el Saturn cupé de Murphy explotó con un estallido atronador y acabó envuelto en una brillante bola de fuego.