Capítulo 7
No hubo tiempo para hacer nada. Incluso si hubiera estado agazapado y con magia defensiva preparada, no habría sido capaz de contener la fuerza de la explosión. Fue instantánea, violenta, hubiera dado igual que yo estuviera o no en guardia. Algo que se parecía vagamente a una enorme almohada de plumas blandida por el increíble Hulk se estrelló contra mi pecho. Me levantó del suelo y me impulsó varios metros hacia delante en la acera. Rocé un buzón de correos con el hombro en mitad de mi vuelo y, acto seguido, disfruté de una panorámica del veraniego cielo despejado encima de mí mientras yacía en el suelo con la espalda dolorida.
Había sobrevivido, lo que siempre era un buen comienzo en este tipo de situaciones. Entonces no podía haber sido una terrible explosión, tenía que haber causado más llamas que conmoción; una gran bola de fuego que hubiera roto ventanas, incendiado todo a su paso y levantado grandes ráfagas de aire, además de arrollar a un Harry Dresden, mago, a medio usar.
Me incorporé para contemplar la nube de humo negro y las llamas rojas que ocupaban el lugar del Saturn de Murphy, lo que, sin lugar a dudas, confirmaba mi suposición. Miré a mi lado y vi a Murphy incorporarse lentamente. Tenía un pequeño corte en el labio superior. Parecía pálida y agitada.
No lo pude evitar. Me eché a reír como si estuviera borracho.
—Bueno —dije—. Dadas las circunstancias me veo obligado a concluir que tenías razón. Soy un controlador obsesivo. Tenías toda la razón al querer conducir tú el coche. Gracias, Murph.
Se giró y me miró con rabia. Después, respiró hondo antes de hablar.
—De nada —dijo con los dientes apretados.
Le sonreí y me volví a tumbar en el suelo.
—¿Estás bien?
Se tocó la sangre del labio con una mano.
—Eso creo. ¿Y tú?
—Me he golpeado el hombro con un buzón —comenté—. Duele un poco. No mucho. Tal vez deba tomarme una aspirina. Solo una. No una dosis completa ni nada de eso.
Suspiró.
—Dios, Dresden. ¡Eres un quejica!
Nos quedamos sentados allí un momento, mientras las sirenas comenzaban a sonar en la distancia y se iban acercando poco a poco.
—¿Crees que ha sido una bomba? —preguntó Murphy en ese tono que la gente utiliza cuando no sabe muy bien qué decir.
—Sí —le confirmé—. Estaba liberando un poco de mi energía sobrante cuando explotó. Debí trastocar el reloj de la bomba. La activé antes de tiempo.
—A no ser que fuera un disparo de advertencia —aventuró.
Gruñí.
—¿Quién crees que puso la bomba?
—No he incordiado a nadie nuevo últimamente —dijo Murphy.
—Yo tampoco.
—Tú has fastidiado a más gente que yo, in toto.
—In toto? —pregunté—. ¿Quién habla así? Además, las bombas en los coches no tienen que ver con… con…
—¿El idioma? —preguntó Murphy con lo que podría pasar por un muy leve acento británico.
—¡Idioma! —repetí haciendo mi mejor imitación de John Cleese—. El idioma de las entidades a las que he fastidiado. Y he de advertirte que las referencias a los Monty Python me están poniendo cachondo.
—Eres patético, Harry. —Su sonrisa se desvaneció—. No obstante, una bomba en un coche habla el mismo idioma que los exconvictos —apuntó.
—La señora Beckitt estuvo ahí dentro con nosotros todo el rato, ¿acaso no lo recuerdas?
—¿Y el señor Beckitt? —preguntó Murphy.
—Ya —exclamé—. ¿Crees que ha salido ya?
—Creo que tenemos que averiguar algunas cosas —dijo—. Será mejor que te vayas.
—¿Debo hacerlo?
—No estoy de servicio, ¿recuerdas? —dijo Murphy—. Es mi coche. Será más fácil si solo hay una persona respondiendo a las preguntas.
—De acuerdo —convine al tiempo que me obligaba a levantarme—. ¿De qué te encargas tú?
—Me quedo con el extraño cadáver y con los Beckitt —dijo. Le ofrecí una mano para ayudarla a levantarse. La aceptó, lo que significaba más para nosotros de lo que nadie que nos estuviera viendo pudiera suponer—. ¿Y tú?
Suspiré.
—Hablaré con mi hermano.
—Estoy segura de que no está involucrado —dijo Murphy con tranquilidad—. Pero…
—Pero conoce el negocio de los íncubos —acabé la frase por ella, aunque no era eso lo que iba a decir Murphy. El comentario podría haberme causado algo de rabia, pero, lógicamente, tampoco podía culparla por sospechar. Era policía. Llevaba toda su vida adulta tratando con los más rastreros y deshonestos ejemplos de la condición humana. Guiándose por la lógica, lo normal era sospechar y preguntarse cosas hasta que apareciera información adicional. Había vidas en juego.
Sin embargo, Thomas era mi hermano, mi sangre. La lógica y el raciocinio tenían poco que ver con aquello.
La primera unidad de emergencia, un coche patrulla de la policía, dobló la esquina a un par de manzanas de distancia. Cinco camiones de bomberos lo seguían de cerca.
—Hora de irte —dijo Murphy.
—Veré lo que puedo averiguar —le prometí, y me marché.
Cogí el tren para regresar a casa. Iba en alerta constante, observando a cualquiera que pudiera estar siguiéndome, esperando o planeando actos maliciosos contra mí. No me encontré con nada de eso en el tren, ni cuando caminé hacia mi apartamento en el sótano de una vieja residencia.
Una vez allí, bajé las lóbregas escaleras de cemento que conducían a la entrada, una de esas elegantes puertas metálicas de seguridad. Murmuré unas palabras y desarmé los hechizos que protegían mi hogar con un esfuerzo de voluntad. Luego, utilicé la llave para abrir las cerraduras convencionales y entré.
Míster apareció enseguida para enroscarse en mis pantorrillas y saludarme con un empujón. El gran gato gris pesaba por lo menos quince kilos, así que el impacto me desestabilizó lo bastante para golpearme los hombros contra la puerta. Me agaché y le acaricié las orejas con suavidad. Míster ronroneó sin dejar de caminar en círculos alrededor de una de mis piernas, luego se alejó, dio un brinco hacia una estantería y allí continuó su importante labor: sestear en la tarde de verano a la espera del fresco de la noche.
Una enorme montaña de pelo negro y gris desgreñado apareció desde las sombras de la pequeña alcoba con suelos de linóleo que tenía por cocina. Se acercó a mí bostezando y moviendo la cola a modo de relajado saludo. Mi perro se sentó cuando me agaché y atraje su cabeza hacia mí para acariciarle enérgicamente las orejas, la mandíbula y la espesa maraña de pelo sobre su cuello con las dos manos.
—Ratón, ¿todo tranquilo en casa, chico?
Meneó la cola un poco más, separó la mandíbula para mostrar un arsenal letal de dientes muy blancos y dejó caer la lengua hacia un lado a modo de sonrisa perruna.
—Oh, he olvidado el correo —dije—. ¿Te importa traerlo?
Ratón se levantó enseguida. Abrí la puerta y salió sin hacer ruido. Ratón se mueve con ligereza pese a tener el aspecto de un rinoceronte.
Atravesé la sala, tapizada con alfombras desiguales, y me senté en una cómoda silla junto a la vieja chimenea. Cogí el teléfono y marqué el número de Thomas. No hubo respuesta. Miré el teléfono con rabia durante un rato y, como no estaba seguro de qué más podía hacer, lo intenté de nuevo. No respondió. Cómo no.
Me mordí el labio un rato y me preocupé por mi hermano.
Ratón volvió un momento después, el tiempo suficiente para haber ido a la pequeña zona reservada para perros en el patio de la casa. Cargaba el variado correo en la boca con esmero y lo dejó caer con cuidado sobre la vieja mesa de café de madera que hay frente al sofá. Entonces se acercó a la puerta y puso un hombro contra ella. No estaba bien colocada y era un verdadero dolor de cabeza abrirla y cerrarla. Ratón la empujó, emitiendo un familiar gruñido por el esfuerzo, y la puso en su lugar. Regresó para acomodarse junto a mí.
—Gracias, muchacho. —Cogí el correo, le rasqué de nuevo las orejas y murmuré un hechizo para encender varias velas en la mesa del fondo, junto a la silla.
—Facturas —le informé, revisando el correo—. Más facturas. Correo no deseado. Otro catálogo de Best Buy; Jesús, esta gente no se da por vencida. El nuevo abogado de Larry Fowler. —Me coloqué el sobre sin abrir en la frente y cerré los ojos—. Me amenaza con otra variante de la misma demanda. —Abrí la carta y la ojeé, luego la tiré al suelo—. Es como si fuera adivino.
Abrí el cajón de la mesa del fondo, metí los dedos y saqué una llave metálica plateada, la única en un llavero redondo de plástico azul en el que figuraban mis datos:
Harry Dresden. Mago. Investigaciones paranormales, consulta, consejo. Precios razonables.
Contemplé la llave. Thomas me la había dado por si era necesario que entrara en su piso en caso de emergencia. Él también tenía una llave de mi casa, incluso después de haberse mudado. Existía un acuerdo tácito entre nosotros. Las llaves estaban ahí en caso de que alguno de los dos necesitara ayuda. No nos las habíamos dado para poder husmear en nuestras respectivas casas sin haber sido invitados.
Aunque yo sospechaba que Thomas había registrado mi casa en varias ocasiones con la esperanza de averiguar cómo la mantenía tan limpia. Sin embargo, nunca había sorprendido a mis duendes caseros trabajando, y nunca lo haría. Son unos profesionales. El único inconveniente de tener mayordomos de las hadas es que no puedes hablar de ellos. Si lo haces, se van. Y no, no sé por qué.
Los rostros de las mujeres muertas se paseaban por mis pensamientos. Suspiré y apreté los dedos alrededor de la llave.
—De acuerdo, chico —dije—. Es hora de ir a visitar a Thomas.
Ratón se levantó de inmediato y su chapa tintineó. Meneaba la cola frenéticamente; le encantaba salir a dar una vuelta en coche. Trotó hacia la puerta, tiró de la correa colgada en el picaporte y me la trajo.
—Espera —le dije—. Necesito mi arsenal.
Odio cuando me pasan cosas así en verano y tengo que ponerme el guardapolvos de cuero, una tortura con aquel calor. Imaginé que podría llevar la muerte por cocción a nuevas cotas gracias a la presencia potencial de bombas incendiarias. Aquello podría conseguirme un hueco en el libro Guinness. O tal vez un premio Darwin.
Eso es lo que se llama pensamiento positivo, ¿no?
Me puse también mi nuevo y mejorado brazalete escudo y deslicé tres anillos de plata en los dedos de mi mano derecha. Cogí mi vara, le puse la correa a Ratón, cogí el bastón, y salimos de casa.
Le pedí a Ratón que esperara mientras yo revisaba el Escarabajo azul; mi destartalado, con frecuencia reparado y asimétrico Volkswagen. Lo inspeccioné exhaustivamente, incluso me agaché para examinar los bajos. Miré en el maletero y en el capó, y también comprobé si había rastros de magia hostil. No encontré nada parecido a una bomba o algo que fuera potencialmente peligroso, a excepción del burrito a medio comer que llevaba seis meses en el maletero, no sé cómo.
Abrí la puerta, llamé a Ratón con un silbido y allá que nos fuimos, a invadir la privacidad de mi hermano.
Nunca había ido a casa de Thomas antes, y cuando llegué me echó un poco para atrás. Suponía, por la dirección, que el edificio estaba en una de las renovadas calles de Cabrini Green, donde la restauración urbana había sido impuesta por los poderes fácticos, ya que era un distrito fronterizo con Gold Coast, la zona más cara de la ciudad y el segundo barrio más rico del mundo. El vecindario de Green se había convertido en algo ligeramente más tolerable, y los nuevos edificios de apartamentos, que habían reemplazado a los antiguos, estaban bastante bien.
Sin embargo, el apartamento de Thomas no estaba en uno de esos inmuebles. Se encontraba al otro lado de la calle, en Gold Coast. Cuando Ratón y yo llegamos al edificio correcto, el crepúsculo se cernía a toda prisa sobre nosotros. Sentía que mi indumentaria no era apropiada; los zapatos del portero eran mejores que cualquiera de los míos.
Accedí al portal con las llaves de Thomas y me dirigí hacia los ascensores. Ratón me seguía con su andar elegante. El portero me miró y noté la presencia de dos cámaras de seguridad entre la puerta principal y el ascensor. Los de seguridad debían de tener una idea bastante precisa de quiénes eran residentes y quiénes no; un tipo extremadamente alto y desgarbado con un abrigo negro y casi cien kilos de perro a su lado no sería algo que pasaran por alto con facilidad. Así que traté de detenerlos a base de lenguaje corporal, caminando con prisas y confiado con la esperanza de hacerlos dudar.
O funcionó o alguien estaba tirando el dinero pagando a la gente de seguridad del edificio. Nadie se interpuso en mi camino. Tomé el ascensor hasta la decimosexta planta y crucé el pasillo hacia el apartamento de Thomas.
Liberé el cerrojo de la puerta, llamé un par de veces con los nudillos y luego la abrí sin detenerme a esperar. Ratón y yo entramos. Apreté el interruptor de la luz junto a la puerta antes de cerrar.
El apartamento de Thomas era… bueno… era chic. Nada más entrar había una sala de estar más grande que todo mi apartamento, aunque tampoco es que fuera a causarle ansiedad a un agorafóbico. Las paredes estaban pintadas de un tono carmesí oscuro y la moqueta era de un rico gris carbón. Todos los muebles iban a juego, desde los sofás hasta las sillas y el resto del mobiliario, todo de acero inoxidable y de color negro, con un estilo art decó que no me acababa de convencer. Tenía una tele tan grande que no cabría en mi Escarabajo, un reproductor de deuvedés, un equipo dolby surround y decenas de películas y cedés. Una videoconsola de última generación descansaba majestuosa sobre uno de los estantes con todos los cables bien colocados y organizados. Dos pósteres de películas decoraban las paredes: El mago de Oz y Los piratas de Penzance, esa en la que Kevin Kline hace de rey pirata.
Bueno, estaba bien comprobar que a mi hermano le iba bien por su cuenta. No obstante, me preguntaba qué estaría haciendo para ganar la cantidad de dinero que requería un lugar como aquel. La cocina era tan grande como la sala de estar, con mucho acero inoxidable y los complementos negros, aunque las paredes eran tan blancas como los azulejos del suelo. Todo estaba inmaculado. No había platos sucios ni puertas abiertas en los estantes, manchas de comida o papeles desperdigados. Las encimeras estaban vacías y desinfectadas. Comprobé los armarios. Los platos reposaban en ordenados montones que encajaban a la perfección en su lugar.
Nada tenía sentido. Thomas tenía muchas cualidades positivas, pero era un vago y un desordenado.
—Ahora lo entiendo. Está muerto —le dije en voz alta a Ratón—. Mi hermano está muerto y ha sido reemplazado por una especie de malvado clon obsesivo compulsivo.
No pude evitarlo y examiné el frigorífico. Una de las cosas que uno hace cuando anda fisgoneando en una casa ajena. Estaba vacío, salvo por una caja de vino y al menos cincuenta botellas de la cerveza favorita de Thomas, una de las microdestilaciones de Mac. Mac hubiera matado a Thomas por guardarlas en frío. O por lo menos hubiera gruñido con desaprobación. Para Mac, eso sería el equivalente a una reacción homicida en otras personas.
Miré en el congelador. Estaba repleto de cajas de comida precocinada ordenada en montones. Había tres tipos diferentes de comida apilados en orden alternativo. Quedaba espacio para unas nueve o diez más; supuse que eran las que ya había consumido. Probablemente Thomas hacía la compra cada dos meses. Eso sí era propio de él: cerveza y alimentos que se cocinaban pulsando un botón del microondas. Los platos no eran necesarios. En un cajón cerca del frigorífico había tenedores y cuchillos de plástico. Comer y tirar. Sin necesidad de cocinar o limpiar.
Tras examinar el resto de la cocina, recorrí el pequeño pasillo que conducía a dos dormitorios y un cuarto de baño. Emití un suspiro triunfante. El baño estaba completamente desordenado, varios cepillos de dientes y distintos útiles para el aseo personal estaban desperdigados por todas partes. Incluso había un par de botellas vacías de cerveza. El suelo estaba plagado de ropa sucia. Varios rollos de papel higiénico a medias reposaban en un lado u otro y uno acabado estaba colocado en el dispensador.
Eché un vistazo al primer dormitorio. También estaba al estilo de Thomas. Tenía una cama gigante y deshecha, sin cabecero ni patas, solo soportada por el somier de metal. Las sábanas, blancas, se veían bajo varias almohadas y una colcha azul. La puerta del armario estaba abierta, pero había más ropa en el suelo. Dos cestos de lavandería casi vacíos, con ropa limpia cuidadosamente doblada y planchada, descansaban sobre una cómoda con tres cajones abiertos. En una estantería se amontonaban sin orden ni concierto decenas de libros de ficción y una radio despertador. Dos espadas colgaban de la pared, un viejo sable del ejército americano y otra del estilo de los mosqueteros, al alcance de cualquiera que se tumbara en la cama.
Volví al pasillo y sacudí la cabeza al contemplar el resto del apartamento.
—Es un disfraz —le dije a Ratón—. La portada del apartamento. Quiere provocar cierta impresión. Y se asegura de que nadie vea el resto.
Ratón ladeó la cabeza y me miró.
—Tal vez debería dejarle una nota.
Sonó el teléfono y casi se me cae la piel como si fuera un dibujo animado. Tras asegurarme de que no me iba a dar un infarto, volví a la sala de estar debatiéndome entre contestar o no; decidí no hacerlo. Probablemente fuera la seguridad del edificio para comprobar la presencia del extraño que había entrado con el mamut de mascota. Si contestaba y Thomas no estaba allí, puede que se pusieran suspicaces. Más todavía. Pero si dejaba que escucharan el mensaje del contestador automático continuarían con la duda. Esperé.
El contestador automático emitió el pertinente pitido.
—Ya sabes el rollo —dijo la voz de mi hermano.
La voz de una mujer se vertió desde el contestador como si fuera un chorro de miel caliente.
—Thomas —dijo una voz con acento europeo que pronunció el nombre de mi hermano enfatizando la segunda silaba; «toumaas»—. Thomas —continuó—, soy Alessandra. Estoy desesperada. Por favor, necesito verte esta noche. Sé que hay otras, muchas otras, pero no puedo soportarlo más, te necesito. —Bajó el tono, lleno de sensualidad—. No hay nadie, nadie en el mundo que me haga lo que me haces tú. No me decepciones. Te lo suplico. —Dejó su número y, por la forma en que lo dijo, parecía que ya estaba imbuida en los preliminares. Cuando colgó, justo estaba empezando a sentirme incómodo, como un voyeur.
—Necesito acostarme con alguien —le dije a Ratón con un suspiro.
Al menos ahora sabía que Thomas había estado saciando su hambre. Alessandra y «muchas otras» eran su alimento. Sentí… ambigüedad. Podía alimentar la parte demoniaca de su ser utilizando víctimas diferentes, así distribuía el daño que infligía si se alimentaba de una sola persona en exceso. No obstante, aquello implicaba que muchas vidas se habían visto corrompidas por sus atenciones, que existían mujeres que ahora eran adictas a la sensación de servir de alimento, que estaban bajo su influencia, sujetas a su control.
En cierto modo, era una forma de poder, y el poder tiende a corromper. Poseer tal autoridad sobre otros genera muchas tentaciones. Y Thomas había estado distante conmigo últimamente. Muy distante.
Respiré hondo.
No te dejes llevar, Harry. Es tu hermano. Inocente hasta que se demuestre lo contrario, ¿de acuerdo?
De acuerdo, me contesté a mí mismo.
Decidí dejarle una nota. No tenía papel a mano. Tampoco encontré ninguno en la moderna y aséptica cocina ni en la sala de estar, tampoco en el dormitorio. Sacudí la cabeza y murmuré algo sobre el desorden de cierta gente antes de mirar en el segundo dormitorio.
Encendí la luz y se me paró el corazón.
Parecía la oficina del contable de Rambo. Contra una pared había una mesa con un ordenador, en las otras se alineaban varias mesas. Una de ellas estaba ocupada por completo por las piezas, cuidadosamente dispuestas, de un par de armas; ametralladoras semiautomáticas que no reconocí al instante. Por el contrario, sí reconocí el kit casero para convertir esas armas semiautomáticas legales en automáticas ilegales. La segunda mesa parecía un taller con las herramientas necesarias para modificar armas y ensamblar munición. No sería difícil crear dispositivos explosivos como bombas de tubería con lo que había allí, si es que los pesados contenedores de debajo de la mesa tenían, tal como sospechaba, componentes explosivos.
Un pensamiento malvado atravesó mi mente. Se podrían usar para crear bombas incendiarias. En uno de las paredes había un tablón de corcho con papeles clavados con chinchetas. Mapas. Fotografías. Me acerqué a las fotografías arrastrando las piernas pesadamente, con reticencia.
Las fotos eran de mujeres muertas.
Las víctimas.
Eran fotos instantáneas. Con la imagen granulada e iluminadas por un tosco flash, pero eran más o menos los mismos ángulos que las fotos de los informes policiales. No obstante, existía una diferencia. Las fotos tomadas por la policía estaban meticulosamente indexadas con pequeñas etiquetas numeradas y acompañadas de un exhaustivo diagrama que recogía la posición relativa de lo que representaban, para dejar clara la composición de la escena para futuras referencias.
Las fotos de Thomas no tenían etiquetas.
Lo que significaba que se tomaron antes de que llegara la policía.
Mierda.
¿En qué estaría pensando mi hermano? ¿Por qué dejaba todo este material aquí, a la vista? Cualquiera con una perspectiva algo retorcida llegaría a la conclusión de que había estado en todos esos lugares antes que las autoridades. Que era un asesino. Vamos, incluso yo, que era su hermano, pensaba que todo aquello era en extremo comprometedor…
—Demonios —le murmuré a Ratón—. ¿Puede empeorar este día?
Una mano fuerte y llena de confianza aporreó la puerta del apartamento con los nudillos.
—Seguridad —exclamó la voz de un hombre—. Estamos con el Departamento de Policía de Chicago. Señor, abra la puerta, por favor.