Capítulo 9

Por el camino, pillé unas hamburguesas, cuatro para mí y cuatro para Ratón, y regresé a casa. También compré aros de cebolla, pero no le di ninguno a Ratón porque mi traje resistente a sustancias peligrosas de clase cuatro estaba en la lavandería.

A Míster sí le di uno, por supuesto, se lo merecía por antigüedad. Se comió un trozo, paseó el resto por el suelo de la cocina, y luego maulló para que le dejara salir a hacer su ronda nocturna. Cuando terminé de cenar eran ya pasadas las diez y estaba barajando la idea de aparcar la investigación hasta después de una buena noche de sueño. Pasar una noche en blanco era ahora más difícil que cuando tenía veinte años y estaba lleno de lo que mi viejo mentor Ebenezar McCoy denominaba «vinagre».

Permanecer despierto no era el problema. Me resultaba más fácil mantener la concentración e ignorar la fatiga. Recuperarme era otra historia. Después de estar un tiempo sin dormir, ya no recobraba las energías con la misma rapidez de antaño; una sola noche de sueño perdida me tenía atontado hasta un par de días después, cuando lo recuperaba. Además, mi cuerpo aún se estaba reponiendo de las muchas heridas sufridas en casos anteriores. Si fuera un ser humano normal, iría por ahí con una colección de cicatrices, dolores y articulaciones rígidas, como un jugador de la NFL al final de una carrera plagada de lesiones o un boxeador al que habían golpeado demasiadas veces.

Pero yo no soy normal. Lo que sea que me permite usar la magia también me concede una larga vida y la habilidad de recuperarme de heridas que dejarían permanentemente inútil a una persona corriente. Esto no es que sirviese de mucho desde un punto de vista cotidiano, en el día a día, pero si consideraba todo por lo que había pasado mi cuerpo, estoy contento de haberme podido recuperar a base de trabajo y tiempo. Perder una mano es malo para cualquiera. Vivir tres o cuatro siglos con una mano menos apestaba, como diría alguien de mi generación.

Unas horas de sueño me vendrían bien, pero Thomas necesitaba mi ayuda ahora. Ya dormiría cuando me muriera. Le eché un vistazo a mi mano impedida, cogí la vieja guitarra acústica y me senté en el sofá. Encendí varias velas y me puse a practicar, concentrándome en la mano izquierda. Primero escalas simples, luego otros ejercicios de calentamiento y, por fin, me dediqué a tocar tranquilamente. Mi mano no era funcional al cien por cien, ni de lejos, pero estaba mucho mejor que antes y había conseguido enseñar a mis dedos lo básico para tocar un poco.

Ratón levantó la cabeza y me miró. Soltó un suspiro muy bajito, se impulsó para ponerse de pie y se metió en mi dormitorio. Cerró la puerta con la nariz.

Todo el mundo se cree crítico.

—De acuerdo, Lash —dije sin parar de tocar—. Hablemos.

—¿Lash? —dijo una tranquila voz de mujer—. ¿Ahora merezco un apodo amistoso?

Un momento antes no había nadie en el asiento reclinable que tengo frente al sofá. Ahora lo ocupaba una mujer. Puf, magia. Era alta, puede que llegara al metro ochenta, y tenía la constitución de una atleta. Por lo general, cuando se me aparecía lo hacía con el aspecto de una joven de aspecto sano y la belleza de la vecinita de al lado, vestida con una túnica grecorromana que le caía hasta medio muslo. Además, calzaba sandalias de cuero con tiras que le cubrían los tobillos. En ocasiones cambiaba de color de pelo, pero su aspecto solía ser constante.

—Considerando el hecho de que eres un ángel caído, más antiguo que el tiempo y capaz de pensamiento y acción, no puedo acabar de comprenderlo, ya que para ti no soy más que un simple mortal con una diminuta porción adicional de poder respecto al resto. Me lo tomo como una poco disimulada muestra de insolencia. —Sonreí—. Lash.

Echó la cabeza hacia atrás para reírse, aparentemente muy divertida con todo aquello.

—Viniendo de ti es, tal vez, menos insultante que si viniera de cualquier otro mortal. Y, después de todo, no soy ese ser. Soy solo su sombra, su emisaria, un fragmento de tu propia percepción, una invitada en tu mente.

—A los invitados se los invita —dije—. Eres más bien como un vendedor de aspiradoras que se las ha arreglado para entrar con la excusa de hacer una demostración, y al que ya es imposible echar.

Touché, mi anfitrión —admitió—. Aunque me gustaría pensar que soy más útil e infinitamente más cortés que un vendedor de aspiradoras.

—Concedido —dije—. Aunque eso no cambia el hecho de que no seas bienvenida.

—Pues deshazte de mí. Coge la moneda y recuperaré el resto de mi ser, seré completa de nuevo. Y tú te librarás de mí.

Solté un gruñido.

—Sí. Hasta que tu hermana mayor se meta en mi cabeza, me convierta en su juguete psicótico y acabe transformado en un monstruo como el resto de los Denarios.

Lasciel, el ángel caído cuyo ser al completo estaba encerrado en un viejo denario romano en mi sótano, me tendió una mano apaciguadora.

—¿Acaso no te he dado suficiente espacio? ¿Acaso no he hecho lo que me has pedido, permanecer en silencio y quietud? ¿Cuándo fue la última vez que me inmiscuí en algo, la última vez que hablamos, mi anfitrión?

Toqué mal un acorde, hice una mueca y detuve la vibración de la cuerda. Entonces comencé de nuevo.

—Nuevo México. Y fue elección mía.

—Por supuesto que lo fue —dijo—. Siempre es elección tuya.

Sacudí la cabeza.

—No hablo necrófago. Hasta donde yo sé, nadie lo habla.

—Ninguno de vosotros ha vivido en la antigua Sumeria —dijo Lasciel.

La ignoré.

—Tenía que sacarle información a ese necrófago para recuperar a esos chicos. No había tiempo para otra cosa. Eras mi última bala.

—¿Y esta noche? —me preguntó—. ¿Soy tu última bala esta noche?

Los dos acordes siguientes sonaron graves y altos.

—Se trata de Thomas.

Descansó los brazos en su regazo y contempló una de las velas cercanas.

—Ah, sí —dijo más tranquila—. Te importa mucho.

—Es de mi sangre.

—Permíteme que matice mi observación. Te importa hasta un punto irracional. —Ladeó la cabeza y me estudió—. ¿Por qué?

Hablé más despacio.

—Es de mi sangre —repetí.

—Entiendo tus palabras, pero no significan nada.

—No tienen significado. Para ti no.

Su expresión se volvió lejana y vacía. Su mirada retornó a la vela.

—No estés tan seguro, mi anfitrión. Yo también tuve hermanos y hermanas. Hace mucho tiempo.

La miré fijamente durante un instante. Dios, parecía sincera. No lo es, Harry, me dije a mí mismo. Es una mentirosa. Está intentando engatusarte para caerte bien, o al menos para que confíes en ella. Una vez conseguido, el viaje hacia la oficina de reclutamiento de la Legión del Mal es muy corto.

Me recordé con firmeza que lo que me ofrecía el ángel caído (conocimiento, poder, compañía) habría de pagarlo a un precio muy alto. Era estúpido por mi parte volver a caer en la tentación de pedirle ayuda, a pesar de que lo que hizo por mí salvó mi vida y la de muchos otros. Me volví a recordar que demasiada dependencia hacia ella sería algo muy, muy malo.

Sin embargo, parecía triste.

Me concentré un momento en mi música. Era difícil no experimentar un ocasional ataque de empatía hacia ella. El truco consistía en asegurarme de no olvidar su verdadero objetivo; la seducción, corrupción y subversión de mi libre albedrío. El único modo de evitarlo era resguardar mis decisiones y acciones al amparo de la razón, en lugar de dejarme llevar por mis emociones y que estas extrajeran lo mejor de mí. Si eso ocurría, sería fácil jugar bien al juego de la verdadera Lasciel.

Demonios, hasta podría ser divertido.

Me sacudí ese pensamiento y me redimí con Every Breath You Take, de The Police, y una versión acústica de I Will Survive que había arreglado yo mismo. Después de tocarlas, traté de pasar a una pequeña pieza que había escrito yo mismo y que se suponía que debía de sonar como una guitarra clásica española, al tiempo que me servía de terapia de ejercicios para los dedos entumecidos de la mano izquierda. La había tocado una y mil veces, y, aunque había mejorado con el tiempo, todavía era algo doloroso de escuchar.

Salvo esta vez.

Esta vez, y me di cuenta a la mitad, estaba tocando sin ningún fallo. Tocaba más rápido de lo habitual, con varios rasgados añadidos, vibratos, algunas transiciones elegantes… y sonaba bien. Igual que Santana.

Terminé la canción y me volví hacia Lasciel.

Me estaba mirando fijamente.

—¿Una ilusión? —le pregunté.

Sacudió ligeramente la cabeza.

—Una ayudita. Yo… no sé escribir música original. No he hecho música en mucho tiempo. Yo solo… ayudé a la música que sonaba en tu cabeza a llegar a tus dedos. Le hice un cortocircuito a alguno de los nervios dañados. Por lo demás, es obra tuya, mi anfitrión.

Y era lo mejor que Lasciel había hecho por mí nunca. Que no se me malinterprete, las cosas que había hecho para salvar mi vida estuvieron bien, pero esto era tocar la guitarra. Me había ayudado a crear algo bello, y aquello satisfacía en mí una urgencia vital tan profundamente arraigada que no me había dado cuenta de que existía. De alguna forma, supe sin ninguna duda que jamás sería capaz de tocar tan bien por mí mismo. Nunca jamás.

¿Podía el mal, el Mal con mayúsculas, hacer tal cosa? ¿Ayudar a crear algo tan perfecto, completo y bello?

Cuidado, Harry. Cuidado.

—Esto no nos ayuda a ninguno de los dos —dije en voz baja—. Gracias, pero quiero aprender por mi cuenta. Lo lograré por mis propios medios. —Coloqué la guitarra en su pequeño soporte—. Además, hay trabajo que hacer. —Asintió una sola vez.

—Muy bien. ¿Sobre el apartamento de Thomas y su contenido?

—Sí. ¿Puedes mostrármelo?

Lasciel alzó una mano y la pared frente a la chimenea sufrió un cambio.

Técnicamente no había sucedido nada, pero Lasciel, que solo existía como una entidad en mi cabeza, era capaz de crear ilusiones con una sorprendente, e incluso épica, claridad, si bien yo era el único que podía percibirlas. Ella sentía el mundo físico a través de mí, y, además, poseía eones de conocimiento y experiencia. Su memoria y cuidado por los detalles eran casi intachables.

Por lo tanto, la recreación de la pared de la habitación de guerra de Thomas que hizo sobre la mía era perfecta. Incluso estaba iluminada de la misma manera que la del apartamento de mi hermano, cada detalle era idéntico a lo que yo había visto con mis propios ojos esa misma tarde.

Me acerqué a la pared y la examiné con meticulosidad. La letra de mi hermano era ilegible; las notas que había garabateado casi carecían de valor para arrojar luz sobre lo que estaba pasando.

—Mi anfitrión… —comenzó a decir Lasciel.

Alcé una mano para que se callara.

—Todavía no. Déjame que mire primero sin prejuicios. Luego me dirás lo que piensas tú.

—Como desees.

Contemplé todo aquel material durante una hora o así, concentrado. Más de una vez tuve que mirar un calendario para cotejar fechas. Cogí un cuaderno y anoté algunas conclusiones que fui sacando.

—De acuerdo —dije en voz baja al tiempo que volvía a sentarme en el sofá—. Thomas seguía a varias personas, a las mujeres muertas y, al menos, a una docena más, por diferentes zonas de la ciudad. Llevaba a cabo una vigilancia activa de ellas. Creo que probablemente contrató a un par de detectives privados para cubrir parte de la vigilancia, controlar adónde iban, buscar patrones de conducta, etcétera. —Levanté el cuaderno—. Estos son los nombres de las personas a las que estaba… —Me encogí de hombros—. Espiando, supongo. En teoría, las otras personas de la lista son las desaparecidas de las que nos hablaron las mujeres de Ordo Lebes.

—¿Crees que tu Thomas las cazó? —me preguntó Lasciel.

Al instante, comencé a negarlo firmemente, pero me detuve.

Razón. Juicio. Pensamiento racional.

—Podría ser —dije con calma—. Sin embargo, mi intuición me dice que no fue él.

—¿Por qué no iba a ser él? —preguntó—. ¿En qué basas tu razonamiento?

—En Thomas —contesté—. No es propio de él mezclarse en asesinatos y secuestros. De ninguna manera. No puede evitar ser un íncubo, claro está, pero no infligiría más dolor del necesario. No son sus formas.

—No voluntariamente —dijo Lasciel—. Aunque debo decir que…

La interrumpí agitando la mano.

—Lo sé. Su hermana puede haberlo implicado. Ya se apoderó de la voluntad de lord Raith. Puede haber trastocado también la mente de Thomas. Y si no ha sido Lara, hay otros muchos seres capaces de hacerlo. Thomas podría estar actuando en contra de su voluntad. ¡Demonios!, puede que ni siquiera recuerde lo que hace.

—O puede que sí esté actuando por propia voluntad. Tiene otro punto débil —declaró Lasciel.

—¿Eh?

—Lara Raith tiene a Justine.

Esa era una circunstancia que no había considerado. Justine era… bueno, no sé si hay una palabra que defina lo que Justine era para mi hermano. Pero él la amaba, y ella a él. No era culpa de nadie que ella estuviera un poco loca y él fuera una criatura de la noche que consumía fuerza vital.

En mitad de una crisis ambos estuvieron dispuestos a renunciar a su vida el uno por el otro; el amor que se confirmó después de eso convirtió a Justine en algo mortal para mi hermano, venenoso. El amor funciona así en la Corte Blanca, es una agonía intolerable para ellos, del mismo modo que el agua bendita lo es para otras razas. Es imposible alimentarse de alguien tocado por un amor puro y honesto, y eso fue lo que terminó con la capacidad de Thomas para estar cerca de Justine.

Puede que fuera mejor así. La última vez que estuvieron juntos, Justine estuvo a punto de perder la vida. Cuando la vi después de aquello, la chica se había convertido en una cosa frágil y estropeada de pelo blanco que apenas podía juntar dos frases coherentes. A mi hermano le destrozó ver lo que le había hecho. Hasta donde yo sabía, no había intentado volver a ser parte de su vida. No podía culparlo.

Lara tenía bajo su cuidado a Justine, a pesar de que, al igual que Thomas, tampoco podía alimentarse de la chica.

No obstante, podía cortarle el cuello si se daba el caso.

Y mi hermano era capaz de hacer lo que fuera para proteger a Justine. Era evidente. Sería capaz de cualquier cosa si la chica estaba involucrada en la situación.

Medios. Motivación. Oportunidad. La ecuación del asesinato estaba equilibrada.

Volví a mirar la ilusoria pared. Allí las fotos, mapas y notas se agrupaban en una ancha banda en la parte superior que se iba estrechando a medida que descendía, de tal modo que terminaba formando una especie de uve en cuya parte de arriba se encontraba un único pósit cuadrado en el que se podía leer: «¿Ordo Lebes? Encontrarlas».

—Maldita sea, Thomas —murmuré por lo bajo. Me dirigí a Lasciel—: Quita esto de mi vista.

Lasciel asintió e hizo desaparecer la ilusión.

—Hay algo más que deberías saber, mi anfitrión.

La miré.

—¿El qué?

—Puede afectar a tu seguridad y al curso de la investigación. ¿Te lo muestro?

La palabra «no» me vino a la mente con fuerza, pero ya estaba curado de espanto, por decirlo de alguna manera. Su inagotable inteligencia y experiencia convertían a Lasciel en una consejera extremadamente hábil.

—Que sea breve.

Asintió, se levantó y, de repente, me vi a mí mismo de pie en el apartamento de Anna Ash la tarde en que había estado allí.

—Mi anfitrión —dijo Lasciel—, ¿recuerdas a cuántas mujeres viste entrar en el edificio?

Fruncí el ceño.

—Claro. Vi a media docena que tenían el aspecto adecuado, aunque cualquiera que hubiera llegado antes que Murphy y yo podría estar ya dentro.

—Exacto —dijo Lasciel—. Aquí.

Agitó una mano y mi imagen apareció en la entrada del apartamento; Murphy estaba conmigo.

—Anna Ash —dijo Lasciel. Hizo un gesto de cabeza en mi dirección y la imagen de Anna apareció frente a mí—. ¿Puedes describir a las otras presentes?

—Helen Beckitt —comencé—. Con peor aspecto y más delgada que la última vez que la vi.

La imagen de Beckitt apareció en la posición que había ocupado aquella tarde, junto a la ventana.

Señalé la mecedora de madera.

—Abby y Totó estaban aquí. —La rolliza mujer y el perro aparecieron. Me froté la frente—. Ah, dos más en el sofá y una en el sillón. —Tres figuras aparecieron en dichos lugares.

Señalé al sofá.

—La guapa de las mallas de baile, la que se preocupaba por el tiempo. —Apareció. Señalé la sombreada figura a su lado—. La amargada y suspicaz Priscilla, la maleducada. —La sombra se convirtió en la figura de Priscilla.

—Y ya está —concluí.

Lasciel sacudió la cabeza, agitó una mano y las imágenes se desvanecieron.

Todas salvo la sombra que se sentaba en el sillón.

Parpadeé.

—¿Qué recuerdas sobre esta? —me preguntó Lasciel.

Me estrujé el cerebro. Suele ser útil para este tipo de cosas.

—Nada —contesté al cabo de un instante—. Ni un maldito detalle. Nada. —Deduje que había problemas—. Alguien estaba bajo un velo. Alguien lo bastante hábil como para pasar desapercibido. Era difícil saber que estaba allí; su presencia era aburrida y poco destacable, no invisible.

—A tu favor —dijo Lasciel—, debo destacar que cruzaste el umbral sin ser invitado, así que te encontrabas privado de gran parte de tu poder. En tales circunstancias sería muy difícil que sintieras la presencia de un velo, y mucho menos que pudieras atravesarlo.

Asentí, mirando con gesto hosco la figura sombreada.

—Lo hizo adrede —dije—. Anna me hizo atravesar su umbral a propósito. Estaba tratando de ocultarme a la señorita misteriosa.

—Es muy posible —convino Lasciel—. O…

—O ellas tampoco sabían que había alguien más allí —aventuré—. Y si ese es el caso… —Solté la libreta con un gruñido y me levanté.

—¿Qué hacemos? —me preguntó.

Cogí el bastón y el guardapolvos y preparé a Ratón para irnos.

—Si la invitada misteriosa es alguien ajeno a la Ordo, está entre ellos y puede que todas se hallen en grave peligro. Si la Ordo sabía de ella, entonces jugaron conmigo, me mintieron. —Abrí la puerta con más fuerza de la habitual—. En cualquier caso, voy a ir allí a aclarar las cosas.