Capítulo 17

El número de contacto de Ramírez era el de un restaurante que regentaba su familia al este de Los Ángeles. Le dejé un mensaje a alguien para quien el inglés parecía su segunda o tercera lengua. Ramírez no tardó más de diez minutos en devolverme la llamada.

—¿La Corte Blanca? —dijo mi compañero centinela—. No puedo decir que haya oído nada sobre ellos últimamente, Harry.

—¿Y qué me dices de una bruja, investigadora profesional? —le pregunté—. Trabaja en la zona de Los Ángeles.

—¿Elaine Mallory? —me preguntó—. ¿Alta, guapa, lista y casi tan encantadora como un servidor?

—Esa misma —dije—. ¿Qué sabes de ella?

—Por lo que sé, está en el bando de los buenos —dijo—. Se mudó a la ciudad hace cinco o seis años. Fue a la universidad en San Diego y está trabajando para una agencia de investigación de aquí. Tiene una base decente en taumaturgia, sacada de no sé dónde, pero cuando le hice las pruebas no puntuó lo bastante alto como para formar parte del Consejo. —Se quedó callado un momento, antes de añadir en un tono de forzada alegría—: A menos que sigamos perdiendo gente a manos de los vampiros, en cuyo caso podríamos bajar el listón.

—Ya —dije—. Pero ¿crees que sabe lo que está haciendo?

—Bueno —dijo Ramírez arrastrando la palabra—. Creo que tarde o temprano tendrá que dejar de anunciarse en la sección de magos. Si tuviéramos tiempo para centrar la atención en otra cosa que no fuera la guerra, algún dinosaurio retrógrado podría molestarse porque alguien le haya copiado la idea.

Gruñí.

—No me llames dinosaurio. ¡No es justo para los dinosaurios! ¿Te han hecho algo los pobres?

—¿Aparte de traerme junto a este largo y escuálido lunático? Mallory no es nada incompetente, ha hecho favores a varias personas —dijo Ramírez—. A chicos perdidos, sobre todo. También un par de exorcismos para los que yo no tuve tiempo. Puede que te sirva de ayuda. Aunque la tengo reservada.

—¿Y eso? —pregunté.

—Su gusto para los hombres… No paro de invitarla a salir y me ha rechazado una docena de veces.

—Sorprendente —dije.

—Lo sé —respondió Ramírez—. Me hace preguntarme si de verdad es tan inteligente. ¿Por qué será?

Le hice un resumen de lo que sabía sobre los asesinatos y lo que me había contado Elaine sobre las otras ciudades.

—Alguien está conspirando contra los centinelas —concluyó.

—Eso parece. Siembran semillas de desconfianza y ese tipo de cosas.

—Cinco ciudades. Bastardos. —Hizo una pausa para decir algo lejos del auricular del teléfono y, a continuación, añadió—: Espera, estoy sacando el archivo de los últimos informes sobre la Corte Blanca.

Esperé unos minutos hasta que volviera.

—Según hemos oído por aquí, el rey Blanco se ha reunido con emisarios del Consejo bajo una bandera de tregua y ha declarado un alto el fuego temporal. Ha consentido acercarse a los Rojos para incitarlos a negociar el final de la guerra.

—Lo conozco —dije—. No es Kissinger. Tampoco Gandhi.

—Sí. Siembra dudas sobre qué sacaría él del posible final de la guerra, ¿verdad?

Gruñí.

—No hay muchas rencillas entre los Rojos y los Blancos. Un alto el fuego no le costará nada. De todas formas, su gente no se mete en líos si la cosa se complica un poco.

Ramírez suspiró pensativo.

—Por la forma en que lo dices, parece que no todo el mundo en la Corte Blanca está de acuerdo con su forma de actuar en esta guerra.

—Son muy partidistas. Hay un triunvirato de las Casas mayores. Raith está ahora en la cima. Si ellos quieren la paz, lo lógico es que las otras se opongan.

—Qué difícil es no querer a estos vampiros, son tan arbitrariamente contradictorios…

—Repite eso cinco veces seguidas —lo reté.

Lo hizo, sin un solo fallo, haciendo hincapié en las erres.

—¿Ves? —dijo—. Por eso las damas me adoran.

—No es amor, Carlos. Es pena.

—Mientras se quiten la ropa interior… —dijo alegremente. Luego, su voz se volvió más sobria—. Dresden, quería llamarte uno de estos días. Para saber cómo estabas. Ya sabes, después de lo de Nuevo México.

—Estoy bien —le dije—. Estoy bien.

—Ya —replicó Ramírez con tono escéptico.

—Mira —dije—. Olvídate de Nuevo México. Yo ya lo he olvidado. Tenemos que pasar página, concentrarnos en lo que tenemos delante de nuestras narices.

—Claro —dijo sin demasiada convicción—. ¿Quieres informar a la capitana o lo hago yo?

—Adelante.

—Lo haré —convino—. ¿Necesitas un poco de apoyo por ahí?

—¿Y eso? —pregunté—. ¿Acaso no tienes nada de lo que preocuparte donde estás ahora?

Suspiró.

—Sí, bueno. Igualmente. Si los Blancos están intentando acabar con las conversaciones de paz, podría hacer que algunos de los chicos fueran a ayudarte a patear culos.

—Salvo por el pequeño detalle de que no sé de quién es el culo o cómo pateárselo —dije.

—Ya. Pero si necesitas ayuda, estoy aquí.

—Gracias.

—Vigila tu culo, Dresden.

—Te diría que hicieras lo mismo, pero seguro que te pasas el día admirándotelo.

—¿Un culo como el mío? ¿Quién no lo haría? —dijo Ramírez—. Vaya con Dios.

—Feliz rastreo.

Colgué el teléfono y me recliné en el asiento, frotándome mi todavía dolorida cabeza. Cerré los ojos y traté de pensar un rato.

Pensé en cuánto me dolía la cabeza, lo cual no era muy productivo.

—¿Harry? —me interrumpió Molly.

—¿Sí?

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—Eh… —Se quedó callada un momento, como si tuviera que elegir las palabras antes de hablar. Aquello llamó mi atención—. Me estaba preguntando por qué le has preguntado al centinela Ramírez sobre Elaine Mallory.

Cerré los ojos y volví a tratar de pensar.

—Quiero decir, la sargento Murphy dijo que era tu ex, pero has preguntado sobre ella como si no la conocieras.

Musité algo entre dientes.

—Así que me imagino que eso significa que la conoces. Pero querías saber lo que el centinela Ramírez sabía sobre ella sin que él supiera que ya la conocías. —Respiró hondo—. Estás ocultando secretos a los centinelas.

Suspiré.

—Desde hace años, pequeña. Años y años.

—Pero… yo estoy bajo el destino de Damocles, y eso significa que tú también. Este es el tipo de cosas que haría que lo invocaran. Entonces… ¿por qué lo haces?

—¿Importa? —pregunté.

—Bueno —dijo en un tono apocado y confuso—, considerando que pueden cortarme la cabeza y a ti también, sí, me importa. Y creo que merezco saberlo.

Comencé a quejarme, pero no continué haciéndolo porque la chica tenía razón, maldita sea. A pesar de lo inconveniente que a mí me pareciera, tenía el derecho innegable de preguntarme sobre ello.

—Yo soy huérfano —le conté—. Poco tiempo después de que adquiriera mi magia, me adoptó un hombre llamado DuMorne. Fue él quien me entrenó, en gran medida. También adoptó a Elaine. Crecimos juntos. Fue el primer amor para ambos.

Molly dejó su libro a un lado y se incorporó para escucharme.

—DuMorne era un hechicero. Un mago negro tan malvado como cualquiera. Su plan era entrenarnos para ser sus esbirros. Unos magos entrenados y fuertes con la compulsión de ser fieles. A Elaine la convenció. Yo tuve sospechas y luché. Y acabé matándolo.

Molly parpadeó.

—Pero la primera ley…

—Exacto —dije—. Por eso acabé bajo el destino de Damocles. Ebenezar McCoy fue mi mentor. Salvó mi vida.

—Del mismo modo que tú hiciste conmigo —dijo en voz baja.

—Sí. —Fijé la vista en la chimenea apagada—. Justin ardió, y pensé que Elaine también. Años después me enteré de que había sobrevivido y estaba escondida.

—¿Y en todo este tiempo nunca tuviste noticias suyas? —preguntó Molly—. Menuda zorra.

Miré a mi aprendiz con una sonrisa torcida.

—La última vez que me vio yo acababa de asesinar a lo más parecido a un padre real que había tenido, e intenté matarla a ella, supuestamente. No es tan sencillo, Molly.

—Todavía no entiendo por qué has mentido.

—Porque lo pasé mal a causa de aquello, al salir de debajo del cadáver de DuMorne de la forma en que lo hice. Si los centinelas supieran que ella también estuvo allí y huyó del Consejo en lugar de acudir a ellos… —Me encogí de hombros—. Parece que ha convencido a Ramírez de que no posee poder suficiente para ser admitida en el Consejo.

—¿Y lo tiene? —preguntó Molly.

—Es casi tan fuerte como yo —expliqué—. Lo compensa con su gracia. No estoy seguro de lo que pasaría si los centinelas descubrieran que DuMorne tuvo una segunda aprendiz, pero acarrearía problemas. No voy a tomar esa decisión por ella.

—Por si acaso no te lo he dicho antes —dijo Molly—, los centinelas son un puñado de gilipollas, respetando lo presente.

—No hay un modo fácil de hacer su trabajo —dije, aunque enseguida cambié el posesivo—, nuestro trabajo. Como te he dicho, pequeña, nada es simple. —Me puse de pie lentamente y busqué las llaves y la correa de Ratón.

—Vamos —le dije—. Te dejaré en casa.

—¿Adónde vas?

—A hablar con la Ordo. Anna las tiene a todas escondidas junto con Elaine.

—¿Por qué no las llamas y ya está?

—Se trata de una visita sorpresa. No quiero advertirle a Helen Beckitt de que voy de camino. Estoy seguro de que tiene algo que ver con todo esto, y es más fácil hacer hablar a la gente si la coges desprevenida.

Molly me miró muy seria.

—¿Estás seguro de que no necesitas ayuda?

Hice una pausa para mirarla y fijé la vista en la pulsera de cuentas de su muñeca.

Apretó la mandíbula, se quitó la pulsera y la levantó con una desafiante determinación, mirando las cuentas con intensidad. Tres minutos y dos cuentas después se rindió, jadeando y sudando por el esfuerzo. Parecía frustrada y decepcionada, llena de amargura.

—No hay nada simple —le repetí en voz baja mientras se volvía a poner la pulsera en la muñeca—. Y pocas cosas son fáciles. Sé paciente. Date tiempo.

—Eso es fácil de decir para ti —me acusó, y se dirigió a grandes zancadas hacia el coche, tirando de Ratón.

Estaba equivocada. No lo era.

Lo que realmente quería hacer era comer algo e irme a la cama hasta que me sintiera mejor de la cabeza. Sin embargo, aquello no era una opción.

Quienquiera que fuera el Skavis, y tramara lo que tramara, no disponía de mucho tiempo para averiguarlo y para detenerlo antes de que añadiera otra víctima a su cuenta particular.