Capítulo 18

El Amber Inn es una rareza en el centro de Chicago: un hotel a un precio razonable. No es grande ni especialmente bonito, y no fue diseñado por un arquitecto con tres nombres. Ningún personaje famoso ha sido su propietario, ha vivido en él o ha muerto acribillado allí. Así, sin ningún reclamo para atraer a sus clientes, uno no necesita acudir a un prestamista para hacer una reserva, a pesar de que el Amber Inn está bastante cerca del centro de Chicago.

Era la clase de lugar que siempre intentaba encontrar en las ciudades a las que tenía que viajar por asuntos relacionados con algún cliente. En esos casos, mi trabajo consiste en investigar, no en hospedarme en hoteles de cuatro estrellas. El hotel debía de estar cerca de donde iba a trabajar, y no engordar demasiado la factura. Hay investigadores privados que insisten en alojarse en sitios buenos a expensas del cliente, pero a mí siempre me ha parecido un detalle poco profesional, una mala manera de afrontar los negocios a largo plazo. Tenía sentido que Elaine lo hubiera elegido por el mismo motivo.

No pregunté por ella en recepción. No hacía falta. Me limité a decirle a Ratón que las encontrara.

Ratón husmeó el aire y comenzamos a andar por los pasillos con aire confiado. Eso es siempre importante, tener confianza. Si es así, la gente no sospecha de nada ni se pregunta qué haces dando vueltas por el edificio e, incluso cuando no están convencidos, actúan con mayor cautela.

Ratón se detuvo finalmente junto a una puerta. Extendí la mano y entorné los ojos buscando la presencia de magia. Había un hechizo de protección sobre ella. No era espectacular ni sólido (no podía serlo sin un umbral que lo soportara), pero estaba muy bien constituido. Era, a buen seguro, obra de Elaine. El fin del hechizo era liberar solo una pequeña cantidad de energía, probablemente un halo de luz o algún tipo de sonido que avisara de que había un intruso.

Durante un momento me debatí entre hacer una entrada a lo lobo feroz o no, pero decidí no hacerlo. Sería una falta de respeto hacia Elaine, y a la única persona a la que quería asustar era a Helen Beckitt, si es que estaba allí. Además, si disparaba la señal de alarma, y ante el miedo de la presencia del asesino, Elaine podría mandar un rayo de energía a través de la puerta antes de comprobar quién era. Llamé con los nudillos.

No sucedió nada, pero mi instinto me alertó de que había alguien al otro lado de la puerta. No se trataba de magia, era más bien la ausencia repentina de esa sensación de soledad que uno siente cuando se encuentra en una casa vacía.

Sentí una agitación en la magia del hechizo. Entonces la puerta vibró, se abrió hacia dentro y reveló la presencia de Elaine al otro lado, con una esquina de la boca torcida en una mueca divertida.

—Ah, ahora lo entiendo —dije—. No es un hechizo de protección, es una mirilla.

—A veces una chica tiene que improvisar —dijo—. Tienes un aspecto horrible.

—Ha sido una noche larga.

—Debe de haberlo sido. Pensaba que ibas a llamar.

—Estaba en el barrio.

Frunció los labios tratando de averiguar si decía la verdad.

—¿Ah, sí? —Noté los mecanismos moviéndose en su cabeza. Entonces asintió y bajó la voz—. ¿Quién?

—Beckitt —murmuré.

—Está aquí.

Abrió la puerta del todo y se hizo a un lado para permitirme entrar enérgicamente en la habitación. Estaba limpia y era sencilla; una especie de minisuite con una enorme cama, un sofá y una mesita de café.

Priscilla, con un jersey verde guisante de cuello vuelto y una falda de lana gruesa, estaba sentada en el sofá. Me miró con una expresión circunspecta de proporciones dickensianas. Abby y Totó se encontraban en el suelo, donde el perrito se afanaba en un combate mortal contra el calcetín deportivo del pie de su rolliza propietaria. Anna se hallaba en el borde de la cama, con los ojos cansados, inyectados en sangre, serios. Helen estaba, de nuevo, junto a la ventana, con la cortina apartada lo justo para poder mirar fuera.

Al ver a Ratón, Totó abandonó enseguida el campo de batalla y giró en un pequeño y nervioso círculo a pocos centímetros del regazo de Abby. Ratón se acercó para intercambiar olores con el perrito y pronto se sentó a darle una capa de largos lametones.

—Señoras —dije, y, tras una breve pausa, añadí—: Señora Beckitt.

No me miró. Se limitó a sonreír y seguir mirando por la ventana.

—¿Sí, señor Dresden?

—¿Qué es lo que sabe? —le pregunté.

—¿Disculpe?

—Usted sabe algo sobre este asunto y no lo ha dicho. Escupa.

—No entiendo adónde quiere llegar —dijo.

Anna Ash se levantó, consternada.

—Señor Dresden, ¿no estará acusando a Helen de estar involucrada en este asunto?

—Por supuesto que la estoy acusando. ¿Conocen ustedes la historia de la primera vez que nos encontramos? ¿Se la ha contado, Helen?

Todos en la habitación la miraron.

—¿Helen? —dijo Abby pasado un momento—. ¿De qué está hablando?

—Adelante, señor Dresden —me instó Helen con un gesto de vaga y seca diversión coloreando levemente su tono monocorde—. No voy a privarle de la satisfacción de ningunear a alguien menos honrado que usted.

—¿De qué está hablando? —quiso saber Priscilla. Me miró, tal vez con una idea ya predefinida de lo que iba a pensar de mí, sin importar lo que yo dijera.

Es bueno saber que algunas cosas en la vida son persistentes, porque Beckitt me estaba volviendo a decepcionar. Sus compañeras no conocían su pasado. Si yo lo revelaba, iba a destruir la vida que se había construido desde que recuperó la libertad; lo cual era un golpe terrible para la mayoría de las personas bajo esas circunstancias. Hace años perdió a su hija, poco después a su marido y, por si fuera poco, fue enviada a prisión y quedó marcada para siempre con la culpa de sus crímenes.

Esperaba que me tratara con evasivas, que se declarara inocente o me acusara de mentir. Al no ser así, pensé que la siguiente reacción sería que le entrara el pánico y tratara de huir, o simplemente que guardara silencio. Dependiendo de cuánto daño pudiera causarle a su nueva vida, era incluso posible que sacara un arma para asesinarme.

En lugar de todo esto, se quedó allí, sin miedo aparente, con una sonrisa tranquila dibujada en los labios, sin arrugarse, como una santa delante del hombre que la iba a convertir en una mártir.

Nada encajaba. Odio cuando las cosas no encajan. Sin embargo, ahora que había forzado un enfrentamiento delante de toda la Ordo, destruiría mi credibilidad si me rajaba, y de eso iba todo aquel embrollo, de alguien que intentaba destruir la credibilidad del Consejo.

Me contuve un poco con la agresividad e intenté sonar educado y compasivo, aunque serio.

—¿Sabía alguna de ustedes que la señora Beckitt es una delincuente?

Priscilla abrió los ojos de par en par detrás de sus gafas. Me miró, luego a Helen y después a Anna. Helen no dejó de mirar por la ventana, ni de sonreír de aquella manera tan peculiar.

Anna fue la primera en hablar.

—No —dijo compungida—. No nos lo ha contado.

Beckitt bien podría haber sido sorda, teniendo en cuenta su falta de reacción.

—Formaba parte de un culto liderado por un hechicero con el que tuve que acabar hace unos años —relaté en un tono plano, sin ningún énfasis—. Participó en una magia ritual que creaba una droga nociva para mucha gente, y colaboró en diversos ritos destinados a matar a los rivales del hechicero.

A mi relato le siguió un sorprendido silencio.

—Pe… pero… —tartamudeó Abby—. Pero esa es la primera ley… la primera ley.

—¿Helen? ¿Es eso cierto?

—No del todo —dijo Helen—. No ha mencionado que dichos rituales eran de naturaleza sexual. —Se tocó el labio superior con la lengua—. Que quede claro. De una naturaleza sexual depravada e indiscriminada.

Priscilla miró a Helen atónita.

—Por el amor de Dios, Helen. ¿Por qué?

Beckitt apartó la vista de la ventana por primera vez desde que llegué y el vacío en sus ojos fue reemplazado por una furia fría y nada remota. Su voz descendió formando un murmullo tan plano y duro como una placa de hielo glacial.

—Tenía mis motivos.

No me enfrenté a aquella mirada helada. No quería ver lo que había detrás de ella.

—Tiene antecedentes, señora Beckitt. En el pasado ha ayudado a perpetrar crímenes sobrenaturales. Tal vez lo esté haciendo de nuevo.

Se encogió de hombros, recuperando aquella expresión sin vida en el rostro.

—O tal vez no.

—¿Y bien? —insistí.

Volvió la cabeza de nuevo hacia la ventana.

—¿Qué sentido tiene responder, centinela? Es obvio que ya me ha juzgado y condenado. Si le digo que estoy involucrada, creerá que soy culpable. Si le digo que no lo estoy, también. Lo único que puedo hacer es negarle su preciada justificación moral. —Se llevó una mano a los labios e hizo la pantomima de cerrarse la boca con una llave imaginaria.

Cayó un manto de silencio sobre la habitación. Anna se levantó y caminó hacia Beckitt. Le puso una mano en el hombro y lo sacudió suavemente hasta que se volvió.

—No respondas —dijo Anna con calma—. Por lo que a mí respecta, no hace falta.

—Lo mismo digo —intervino Priscilla.

—Por supuesto que no estás involucrada —dijo Abby.

Beckitt las miró a todas una a una. Su boca tembló un instante y le brillaron los ojos. Parpadeó varias veces, pero solo una lágrima se le escapó y le recorrió la mejilla. Asintió hacia la Ordo una vez y volvió la vista hacia la ventana.

El instinto me decía que aquella no era la reacción de una mujer culpable; nadie sería capaz de hacer una actuación tan buena.

Beckitt no estaba involucrada, ahora estaba seguro de ello.

Maldita sea.

Se supone que los detectives averiguan cosas. Lo que había hecho hasta entonces era dejar de averiguarlas, y el reloj seguía corriendo.

Priscilla se giró hacia mí con los ojos entornados.

—¿Hay algo más de lo que quiera acusarnos? ¿Algún otro fanatismo que quiera compartir? —La rabia en sus ojos alcanzó cotas de teravatio. Y era solo para mí.

Me sentí especial.

—Miren —me defendí—, yo solo trato de ayudar.

—¡¿Eh?! —dijo Priscilla con desdén—. ¿Por eso han desaparecido todas esas mujeres en compañía de hombres que coinciden con su descripción? —Iba a responder, pero me interrumpió—. No es que espere que usted diga la verdad, a menos que sirva al propósito que tiene en mente en realidad.

Tuve cuidado de no perder el control y hacer una barbacoa con su cara allí mismo.

—Los ángeles lloran cuando alguien tan perceptiva y con un corazón tan puro y amoroso se vuelve cínica, Priscilla.

—Harry —susurró Elaine a mi lado. La miré. Nuestros ojos se encontraron y, aunque sus labios no se movieron, oí perfectamente su voz.

—Dios sabe que es un blanco fácil, pero dar rienda suelta a tu lengua no está siendo de ayuda.

Parpadeé un par de veces y sonreí ligeramente. El hechizo de comunión era antiguo, pero hubo un tiempo en el que lo usábamos a diario; el colegio era muy aburrido y aquello era mejor que pasarse notas. También nos era muy útil cuando nos quedábamos despiertos después de la hora estipulada y no queríamos que DuMorne se enterara.

Apliqué un suave esfuerzo de voluntad a mis palabras y se las envié a Elaine.

—Dios. Había olvidado esto. No lo hacía desde que tenía dieciséis años.

Elaine me dedicó una de sus características sonrisas: repentina, rara, amplia, de dientes blancos y brillantes, con un brillo dorado en sus ojos.

—Yo tampoco. —Su expresión ganó en sobriedad cuando miró a Priscilla y, luego, de nuevo a mí—. Sé amable, Harry. Lo están pasando mal.

La miré ceñudo.

—¿Qué?

Sacudió la cabeza.

—Mira a tu alrededor.

Lo hice, esta vez con detenimiento. Mi concentración a la hora de enfrentarme a Beckitt me había impedido fijarme en qué más estaba sucediendo. La rezumaba tensión y algo pesado y amargo. ¿Pena?

Entonces, noté la pieza que faltaba.

—¿Dónde está la pequeña morena?

—Su nombre era Olivia —espetó Priscilla.

Arqueé una ceja y miré a Elaine.

—¿Era?

—Estaba bien cuando la llamamos anoche —me dijo—. Cuando fuimos a recogerla, nadie nos abrió la puerta y no había nadie en su apartamento.

—Entonces, ¿cómo saben que…?

Elaine se cruzó de brazos, con expresión neutral.

—Hay varias cámaras de seguridad en el edificio y en el exterior. En una de ellas se la veía marcharse con un hombre muy pálido de cabello oscuro.

Gruñí.

—¿Cómo tuviste acceso a las grabaciones de seguridad?

Elaine me sonrió mostrando una gratuita cantidad de dientes.

—Lo pedí por favor.

Asentí, comprendiendo.

—Puedes conseguir más con una palabra amable y una buena dosis de quinetomancia que solo con una palabra amable, ¿verdad?

—El guardia de seguridad era un pequeño imbécil —dijo—. Los moratones desaparecerán con el tiempo.

Sacó un par de hojas de papel que contenían imágenes granuladas en blanco y negro. De hecho, reconocí a Olivia con sus leotardos de bailarina incluso por detrás; era un ángulo que le sentaba bien. Un hombre caminaba a su lado. No llegaría al metro ochenta, tenía una cabellera oscura y lustrosa que le llegaba por los hombros e iba vestido con vaqueros y una corbata negra. En una de las fotografías se le veía de perfil, con la cabeza hacia Olivia.

Era mi hermano.

Era Thomas.