Capítulo 23

Los necrófagos yacían cubiertos de un polvo blanco y gris tan fino como el de talco, los restos de la pared derribada por Ramírez, el arma, el brazo y la pierna derecha de uno de los dos necrófagos capturados y de su otro compañero. El demonio herido mantenía su forma natural debido a la tensión de la herida, escupía polvo y jadeaba allí tendido. El segundo necrófago todavía parecía humano; llevaba un atuendo arrugado color arena que parecía sacado de Lawrence de Arabia. A pocos metros había otro Kaláshnikov tirado en el suelo, detrás de Bill Meyers, el joven centinela que apuntaba con una escopeta de doble cañón al que no estaba herido de los dos.

—Cuidado —advirtió Meyers con el deje típico de cualquier ciudad al oeste del Misisipi a una hora de la capital, aunque él era texano—. No los he registrado y no parecen entender el idioma.

—¿Qué? —dijo Ramírez—. Tonterías. ¿Quién iba a molestarse en introducir necrófagos camuflados si no pueden pasar por lugareños?

—Alguien que no ha de preocuparse por aduanas, guardias de frontera, testigos o policías —dije en voz baja—. Alguien que los lleva de vuelta al Más Allá desde dondequiera que estén. —Miré a Ramírez—. ¿Cómo crees, si no, que han evitado los hechizos de protección exteriores y han aparecido directamente en el campamento?

Ramírez gruñó.

—Pensaba que también teníamos protegidas esas entradas.

—El Más Allá es un lugar lleno de sorpresas —apunté—. Es impredecible. Alguien ha sido más listo que nosotros.

—¿Vampiros? —preguntó Ramírez.

Me cuidé de decir nada sobre la existencia de un Consejo Negro.

—¿Quién iba a ser si no?

Ramírez les dijo algo en su español natal.

—Claro —masculló Meyers—. ¿Crees que no lo he intentado ya?

—Eh —dije al tiempo que me acercaba al necrófago ileso y llamaba su atención con una patada—. ¿Qué lengua hablas?

El hombre de aspecto no del todo humano me echó una mirada rápida y furtiva, y luego hizo lo propio con su compañero. Espetó algo rápido y que sonaba líquido. Su compañero le respondió algo similar moviendo el hocico y las garras.

Los segundos pasaban y teníamos a un par de chicos en manos de aquellas cosas. Dirigí mis pensamientos hacia mi interior, al rincón de mi cerebro donde vivía la sombra de Lasciel, y le pregunté:

—¿Has entendido algo?

La presencia de Lasciel respondió de inmediato.

—El primero le ha preguntado al segundo si comprendía lo que estábamos diciendo. El segundo ha dicho que no, que probablemente estabais decidiendo cuál de vosotros los mataría.

—Tengo que hablar con ellos. ¿Podrías traducir lo que diga?

Tuve la repentina sensación de que alguien se ponía a mi lado; la sensación física y tangible de que una figura esbelta y femenina se apretaba contra mi espalda, colocaba los brazos alrededor de mis caderas y su respiración acariciaba mi oreja. Era raro, pero en absoluto desagradable. Estaba disfrutando; tuve que ponerme firme y recordarme el peligro que me suponía permitir que el ángel hiciera aquello.

—Con tu permiso, solo hará falta que hables con ellos en tu idioma, mi anfitrión —dijo Lasciel—. Lo traduciré de tu mente a tu boca y ellos escucharán su lengua saliendo de tus labios.

—De verdad, no necesitaba ninguna imagen que mezclara su lengua y mis labios —respondí.

Lasciel se echó a reír con una sonrisa maravillosa que provocó un borboteo en mi mente. Yo aún estaba sonriendo un poco cuando me puse delante del necrófago.

—De acuerdo, gilipollas. Tengo a dos chicos perdidos y la única opción que tenéis de salir de esta con vida es que los recupere. ¿Me entendéis?

Ambos necrófagos levantaron la vista con una expresión de sorpresa evidente, incluso en su rostro inhumano. Ramírez y Meyers me miraron de la misma manera.

—¿Me entendéis? —le pregunté de nuevo a los necrófagos sin perder la calma.

—Sí —masculló el herido, aparentemente en inglés.

Las cejas gruesas y oscuras de Ramírez se arquearon con exageración.

Me tuve que recordar a mí mismo que esto no molaba tanto como parecía. Estaba usando un arma peligrosa que algún día se volvería contra mí. No importaba que me hiciera parecer seguro y duro delante de los demás centinelas.

Los chicos, Harry. Céntrate en los chicos.

—¿Por qué os habéis llevado a esos chicos? —interrogué al necrófago.

—Debieron de acercarse demasiado a la posición de Murzhek —dijo el necrófago casi humano—. No hemos venido a hacer prisioneros. Era un ataque. Nuestra misión consistía en hacer daño y desaparecer.

—¿Desaparecer dónde?

Los necrófagos se quedaron congelados y se miraron.

Le di una patada con mis botas de escalada al necrófago casi humano. Soltó un agudo chillido, no de rabia o dolor, sino el tipo de sonido que hace un perro cuando trata de someterse a su atacante.

—¿Dónde? —exigí.

—Nuestras vidas —siseó el necrófago herido—. Prométenos nuestras vidas y nuestra libertad, gran señor. Danos tu palabra de honor.

—Renunciasteis a vuestra libertad en el momento en que derramasteis nuestra sangre —espeté—. Sin embargo, si los chicos regresan, conservaréis la vida —le prometí—. Os doy mi palabra.

Los necrófagos volvieron a mirarse y el más humano de los dos habló.

—Las profundas cuevas sobre esta aldea. El primer cañón por donde sale el sol. En las piedras cercanas hay un paso al reino de las Sombras.

—¿Se refiere al Más Allá? —le pregunté con el pensamiento a mi intérprete.

—A una región de allí, sí, mí anfitrión.

—Quedaos aquí —les ordené—. No os mováis. Tratad de escapar o dad alguna señal de desobediencia o traición y moriréis.

—Gran señor —dijeron ambos al tiempo que pegaban la cara al polvo gris del terreno arenoso y rocoso—. Gran señor.

—Están en las minas —informé a Ramírez—. Vamos. —Me dirigí hacia el otro centinela—. Meyers, se han rendido. No apartes los ojos de ellos y, si hacen algún movimiento extraño, mátalos. Si no, déjalos estar.

—De acuerdo —convino—. Voy a por algunos de los alumnos. Iré con vosotros.

—Son alumnos —dijo Ramírez en un tono hosco—. Tú eres el centinela.

Meyers parpadeó, pero dejó escapar algo de aire y asintió.

—De acuerdo. Tened cuidado, no os alejéis demasiado.

—¡Vamos! —le dije a Ramírez, y ambos salimos de las ruinas y corrimos hacia nuestra tienda. Cogimos nuestro equipo: los bastones, la espada de plata y la capa gris de Ramírez, mi revólver, la vara y el guardapolvos.

Subí la colina lo más rápido que pude. Ramírez poseía la constitución de un atleta, pero estaba mejor preparado para hacer carreras cortas y acometer súbitas descargas de energía. Era probable que dedicara más tiempo a levantar pesas que a correr, al contrario que yo. A mitad de camino, su respiración era muy pesada y ya iba cincuenta metros por detrás de mí cuando llegamos, aunque tampoco es que mis pulmones anduvieran holgados. Sentí el principio de unas náuseas subiéndome por el estómago, y parecía que habían vertido una garrafa de isopropil sobre mis piernas y luego les habían prendido fuego. No obstante, no disponíamos de tiempo para recuperarnos del esfuerzo.

Los necrófagos no habían venido a hacer prisioneros. Este puede que fuera lo bastante inteligente como para mantenerlos con vida y utilizarlos como rehenes, pero aquellos seres no destacaban por su inteligencia, y la única constante inquebrantable que había notado en ellos era la incapacidad para contener sus apetitos durante mucho tiempo.

Golpeé mi bastón a toda prisa contra la tierra, invocando mi voluntad y reforzándola con fuego infernal, una fuente de energía mística que la presencia de Lasciel me daba la oportunidad de utilizar. Ya estaba cansado por el esfuerzo del torpe hechizo de fuego anterior y de tanta carrera, así que no me quedaba otra opción que tirar de aquella energía con olor a azufre y esperar lo mejor.

Las runas de mi bastón se llenaron de luz. Con un poco de esfuerzo de mi voluntad incrementé el efecto hasta que el fulgor escarlata creció formando un ancho círculo a mi alrededor. La entrada a la mina estaba cubierta de maleza y, a tres metros de la entrada, uno de los pilares se había venido abajo y había aislado la entrada del exterior. Tuve que entrar de lado y, una vez dentro, la tenue luz procedente de la entrada y el fulgor escarlata de mi bastón fueron mi única iluminación.

Me precipité hacia el interior, sabiendo que Ramírez me alcanzaría pronto pero sin querer detenerme a esperarlo. El aire se enfrió en cuanto di una docena de pasos, mis jadeos se convertían en diminutas nubecillas al salir de mi boca. El túnel se iba ensanchando y adoptaba una pronunciada pendiente. Apoyé mi costado izquierdo contra la pared, mientras sostenía el bastón con la mano derecha con la intención de conservar la iluminación y asegurarme de que tenía el arma lista para interponerla entre mi cuerpo y cualquier cosa que pudiera salir reptando de entre las sombras.

Un túnel se abría a mi izquierda y, al pasar junto a él, oí un gruñido sibilante subiendo desde el fondo.

Al girarme y bajar por él, me topé con una vieja vía construida en el suelo para los vagones que transportaban el mineral desde el lugar de su extracción hasta la salida. Los sonidos, una amplia variedad de aquellos mismos gruñidos sibilantes, subían de volumen a medida que avanzaba.

Y también se oía un débil quejido.

Probablemente debí de haber sido precavido en aquel momento. Debería haberme quedado quieto, haber tapado la luz y avanzado con sigilo para ver lo que podía averiguar sobre aquellas cosas. Consideré la idea de un reconocimiento cauto durante un cuarto de segundo.

A la mierda. Había chicos en peligro.

Atravesé los restos de una valla de madera con el hombro. Un necrófago, en su forma completamente inhumana y vestido con la misma túnica color arena que los otros, estaba de espaldas a mí y arañaba con sus garras la dura y rugosa pared de un túnel. Tenía las manos llenas de sangre, se había roto un par de uñas y gruñía entre jadeos. Lasciel continuó haciendo su trabajo.

—Traicionado —refunfuñó el necrófago—. Traicionado. Ajuste de cuentas, oh, sí… equilibrio de la balanza… ¡Dejadme entrar!

El mundo aminoró la marcha y los pensamientos surcaron mi mente a una velocidad tremenda. De repente, lo vi todo con claridad; todo parecía tan brillante y organizado como el pupitre de un niño de tercer grado el primer día de clase.

Los Trailman eran mellizos. Terry, el chico, era unos cinco centímetros más bajo que su hermana, pero sobresalía de tal manera de su camisa y sus pantalones que parecía estar a punto de revertir aquella situación. Ya nunca lo haría. Su cuerpo estaba en el suelo de la cueva, con el rostro cubierto por una máscara de sangre y la carne desgarrada. El necrófago le había destrozado la garganta y le había seccionado la arteria femoral a la altura del muslo. Terry tenía la boca abierta y distinguí la sangre del repugnante necrófago en sus dientes. Además, tenía desgarrados los nudillos. Murió luchando.

Un metro más adelante estaba la fuente de su motivación: Tina Trailman yacía sobre la piedra, mirando hacia arriba con los ojos vidriosos. Estaba desnuda de cintura para abajo. Los músculos de la garganta y el trapecio ya no existían, se los habían arrancado, al igual que sus modestos pechos. Tampoco quedaba nada del cuádriceps de la pierna derecha, la piel a su alrededor evidenciaba la acción de las garras del necrófago. Un charco pegajoso la rodeaba. Había sangre por todas partes.

Se movió un poco. Un leve sonido escapó de su silueta inmóvil.

Pero ya estaba muerta, lo sabía. Lo había visto más de una vez. Su corazón todavía latía, pero el tiempo que le quedaba era una mera formalidad.

Mi vista se enrojeció por la rabia. O tal vez a causa del fuego infernal. Invoqué una cantidad aún mayor de la oscura energía al tiempo que levantaba el bastón con ambas manos y le clavaba la punta al necrófago en la rabadilla.

—¡Fuego!

Proyecté en el golpe todo mi peso, poder y velocidad, tanto que seguramente le rompí un par de vértebras al necrófago. El hechizo de fuego salió del bastón al mismo tiempo, llenando el túnel de luz y provocando un sonido atronador.

Un tremendo calor floreció ante mí, penetró en el necrófago y lo partió en dos por la cintura.

La misma explosión térmica llegó a la pared de piedra detrás de la criatura y rebotó. Levanté un brazo para protegerme la cara, no sin antes tirar el bastón para meter las manos dentro de las mangas del guardapolvos. Conseguí que gran parte de la piel no quedara expuesta al fuego, aunque de todos modos me dolió bastante. Es algo que recordé después, en aquel momento me importó una mierda.

Pateé salvajemente la mitad inferior del cuerpo para arrojarla a la negrura de la mina. Entonces me giré hacia el tronco.

La sangre del necrófago no era roja, así que al quemarse adoptaba tonos negros y marrones, como una hamburguesa que se cae en la barbacoa cuando está a punto de acabarse de cocinar. Chilló y gritó, y se las arregló de alguna manera para darse la vuelta sobre la espalda. Levantó las manos con los dedos extendidos por la desesperación.

—¡Compasión, gran señor! ¡Compasión!

Dieciséis años.

Dios mío.

Bajé la vista un momento. No quería matar al necrófago. No era suficiente para cubrir la deuda. Quería hacerlo pedazos. Quería comerme su corazón. Quería fijarlo al suelo y hundirle los ojos hasta el cerebro con los pulgares. Quería desgarrarlo con las uñas y los dientes y escupirle sus propios trozos de piel putrefacta mientras moría lentamente y con agonía.

Harry no conocía la palabra compasión.

Invoqué de nuevo fuego infernal y, con otro grito, conjuré el hechizo simple que usaba para encender las velas. Respaldado por fuego infernal y dirigido por mi furia, azotó al necrófago, penetró bajo su piel y prendió grasa, nervios y tendones. El necrófago hizo las veces de sebo, comenzó a arder y se volvió loco de dolor.

Me agaché y levanté al demonio por los restos de su túnica, a la altura de mis ojos, ignorando las llamas ocasionales que sobresalían del infierno bajo su piel. Lo miré a la cara. Luego, lo obligué a mirar a los cuerpos y de nuevo lo volví hacía mí. La voz me salió del cuerpo como un berrido inhumano que hasta a mí mismo me costaba comprender.

—Nunca —le dije—. Nunca más.

Y lo tiré por el agujero.

La velocidad de la caída alimentó el fuego en su carne y el diabólico ser estalló en llamas un segundo después. Observé cómo se volatilizaba, lo oí gritar de terror y dolor. Entonces, impactó con algo, muy abajo. La llama floreció y ganó brillo durante un segundo. Luego empezó a morir lentamente. No distinguí ningún detalle del necrófago, pero nada se movió.

Levanté la vista justo a tiempo para ver a Ramírez aparecer de entre las ruinas de la valla de madera. Me miró un segundo, en mi posición sobre el túnel minero, con mi abrigo despidiendo humo, la luz roja brillando desde abajo, la peste a azufre espesando el aire.

Ramírez pocas veces se queda sin palabras.

Continuó observándome durante un momento. Luego su vista fue a parar a los chicos muertos. Se le escapó un breve y dificultoso gemido. Se le hundieron los hombros y cayó al suelo sobre una rodilla, apartando la cabeza de aquel espectáculo.

—¡Dios!

Recogí el bastón y caminé de vuelta al campamento.

Ramírez me alcanzó a los pocos pasos.

—Dresden —dijo.

Lo ignoré.

—¡Harry!

—Dieciséis años, Carlos —dije—. Dieciséis. Los retuvo menos de ocho minutos.

—Harry, espera.

—¿En qué demonios estaba pensando? —grité al tiempo que salía a la luz del sol—. Dejar el bastón y la vara en la maldita tienda. Estamos en guerra.

—Este lugar era seguro —dijo Ramírez—. Llevábamos aquí dos días. No había manera de que supieras que esto iba a suceder.

—Somos centinelas, Carlos. Se supone que protegemos a la gente. Podría haber hecho más para prepararme.

Se puso delante de mí y se quedó quieto. Me detuve y entorné los ojos.

—Tienes razón —admitió—. Esto es la guerra. Le pasan cosas malas a la gente, incluso si no cometes errores.

No recuerdo haberlo hecho de manera consciente, pero las runas de mi bastón comenzaron a arder de nuevo con fuego infernal.

—Carlos —dije en voz baja—, quítate de mi camino.

Apretó los dientes y apartó los ojos de mí. No se quitó de en medio, pero tampoco trató de detenerme cuando pasé junto a él.

Ya en el campamento, vi fugazmente a Luccio ayudando a transportar a un alumno en una camilla. Se adentró en una línea brillante en el aire, un portal hacia el Más Allá, y desapareció. Los refuerzos habían llegado. Centinelas con equipo médico, camillas y todo lo necesario para tratar de estabilizar a los heridos y que recibieran ayuda. Los alumnos parecían sorprendidos; estaban atontados, miraban a su alrededor… y a dos siluetas inertes tendidas juntas de lado en el suelo, cubiertas de la cabeza a los pies por un saco de dormir abierto.

Entré como una exhalación en la casa del herrero.

¡Forzare! —vociferé concentrando toda mi rabia y voluntad en una columna de fuerza dirigida hacia los necrófagos capturados.

El hechizo tiró abajo lo que quedaba de la pared del herrero y lanzó a los dos necrófagos quince metros volando por el aire hasta una zona relativamente despejada de la calle. Caminé tras ellos. No me di prisa. De hecho, cogí una jarra de zumo de naranja de una de las mesas de desayuno y bebí un poco por el camino.

La ladera de la montaña estaba sumida en un inquietante silencio.

Cuando los alcancé, otra descarga abrió un cráter de dos metros en la tierra arenosa. Empujé a patadas al necrófago medio humano al hoyo y, con algunas descargas más, derrumbé el cráter sobre él y lo enterré hasta el cuello.

Invoqué fuego y derretí la arena alrededor de la cabeza expuesta del necrófago formando una placa de cristal.

Gritaba y gritaba, lo que no me importaba lo más mínimo. El calor abrasador de la arena derretida quemó sus rasgos, sus ojos, labios y lengua, aunque el inmenso dolor hacía que el necrófago recuperara su verdadera forma. Apuré la jarra de zumo. Derramé un poco sobre la cabeza del necrófago. Otro poco en la estrecha banda de cristal que se había formado a su alrededor. Caminé con calma, vertiendo zumo sobre el terreno en una línea continua de unos tres metros de largo. Llegué al enorme nido de hormigas rojas con el que se había tropezado uno de los alumnos el primer día que llegamos al campamento Kabum.

Al poco, las primeras exploradoras siguieron el rastro hacia el necrófago.

Me volví hacia el segundo demonio.

Se encogió y se quedó quieto. Lo único que se escuchaba eran los gritos susurrantes del otro necrófago.

—No voy a matarte —le dije al monstruo con la voz muy calmada—. Vas a transmitirle un mensaje a tu gente. —Le puse la punta de mi bastón en el pecho y lo miré fijamente. Varias volutas de humo sulfuroso bajaron por la longitud del bastón de madera hasta llegar al demonio—. Diles esto. —Me incorporé hacia él—. Diles que nunca más. Díselo. Nunca más. O no podréis esconderos ni en el mismísimo infierno.

El necrófago aulló.

—Gran señor. Gran señor.

Bramé de nuevo y comencé a patear al demonio con toda la fuerza que pude. Seguí así hasta que se alejó de mí, solo con una pierna y un brazo, haciendo movimientos extraños y aterrados.

Observé cómo se alejaba el mermado necrófago.

Para entonces, las hormigas ya habían encontrado a su colega. Me quedé de pie delante de él, observando mi obra.

Sentí la presencia de Ramírez detrás de mí.

—Dios —susurró en español.

No dije nada.

—¿Qué ha sido de aquello de no odiarlos? —me dijo momentos después.

—Las cosas cambian.

Ramírez no se movió. Hablaba tan bajo que apenas podía oírlo.

—¿Cuántas lecciones crees que les harán falta a los chicos para recordar esta?

La rabia empezó a dominarme de nuevo.

—Una batalla es una cosa —continuó Ramírez—. Esto es otra. Míralos.

De repente sentí el peso de docenas de ojos fijos en mí. Al volverme me encontré con los alumnos, todos ellos pálidos, en silencio, mirándome sorprendidos. Parecían aterrorizados.

Traté de controlar la frustración y la rabia. Ramírez tenía razón. Por supuesto que la tenía. Maldita sea.

Saqué la pistola y ejecuté al necrófago.

—Dios —repitió. Me miró muy fijamente durante un momento—. Nunca te había visto así.

Comencé a sentir las quemaduras. El sol empezaba a convertir el campamento Kabum en una enorme sartén que derretiría cualquier cosa.

—¿Cómo?

—Frío —dijo finalmente.

—Esta es la única manera de hacerlo. Frío.

Frío.

Frío.

Recuperé la conciencia. Ya no estaba en Nuevo México. Oscuridad. Frío, tanto que quemaba. Sentía tensión en el pecho.

Estaba en el agua.

Me dolía el pecho. Miré hacia arriba.

El sol brillaba a través de la capa de hielo fracturado de unos veinte centímetros de espesor. La batalla a bordo del Escarabajo de Agua. Los necrófagos. El lago. El hielo se había partido y me había caído debajo.

A mi alrededor no se veía casi nada. Cuando el necrófago vino hacia mí nadando como un cocodrilo, con los brazos pegados al cuerpo, quedó al alcance de mi mano. Me vio en el mismo momento en que yo lo vi a él, y, entonces, se dio la vuelta.

Nunca más.

Alargué la mano y me agarré a la parte trasera de los vaqueros que el necrófago llevaba todavía puestos. Le entró el pánico, nadó más deprisa y se zambulló en el frío y la oscuridad para intentar obligarme a que lo soltara.

Yo era consciente de que tarde o temprano tendría que respirar y ya estaba empezando a perder el sentido. No consideré ninguno de aquellos importantes detalles. El necrófago no iba a hacerle daño a nadie más, jamás, aunque tuviera que morir para asegurarme de ello. Todo empezó a oscurecerse.

Entonces, apareció otra figura pálida en el agua. Esta vez era Thomas, sin camiseta, sosteniendo aquel cuchillo curvado entre los dientes. Se acercó al necrófago, que se agitó y contorsionó con tal miedo y desesperación que se zafó del débil agarre de mis dedos.

Me dejé llevar. Sentí que algo frío me cogía la muñeca derecha. Sentí una luz acercarse; era dolorosamente brillante.

Mi rostro salió del agua helada y tomé una violenta bocanada de aire. Un brazo delgado se deslizó bajo mi barbilla y me sacó del agua. Elaine; reconocería el roce de su piel en cualquier parte.

Soltó un jadeo cuando llegamos a la superficie y me condujo hacia el muelle. Se las arregló para sacarme del lago, con la ayuda de Olivia y las otras mujeres. Caí de lado y me quedé allí, temblando de manera violenta y cogiendo todo el aire que podía. El mundo volvió lentamente a recuperar su forma habitual, pero estaba demasiado cansado como para hacer nada al respecto.

No sé cuánto tiempo transcurrió, pero las sirenas se oían cerca cuando Thomas apareció y se impulsó fuera del agua.

—Vamos —dijo Thomas—. ¿Puede andar? ¿Le han disparado?

—No —observó Elaine—. Puede ser el shock. No lo sé. Creo que se golpeó la cabeza o algo.

—No podemos quedarnos aquí —espetó Thomas. Sentí que me cogía y me cargaba al hombro con toda la suavidad con que puede hacerse una cosa así.

—De acuerdo —convino Elaine—. Vamos. Todos, sin parar, y no os separéis.

Sentí movimiento. Me dolía la cabeza. Mucho.

—Te tengo —me dijo Thomas al empezar a andar—. Están bien, Harry —murmuró—. Están a salvo. Las hemos salvado a todas. Te tengo.

Mi hermano era muy bueno conmigo.

Cerré los ojos y dejé de intentar estar pendiente de todo lo que ocurría a mi alrededor.