Capítulo 25

—Esta vez tenemos que llamar a la policía —le dije en voz baja a Elaine.

—No —contestó—. Querrán interrogarnos. Nos llevará horas.

—Querrán interrogarnos durante mucho más tiempo si otra persona encuentra el cuerpo y tienen que venir a buscarnos.

—Y mientras cooperamos con las autoridades, ¿qué les pasará a Abby, Helen y Priscilla?

Me miró fijamente.

—Si nos ponemos así, ¿qué le pasará a Ratón?

Era un pensamiento que había tratado de evitar. Si Ratón estaba sano y salvo, no había posibilidad alguna de que hubiera dejado que las mujeres sufrieran daño. Un tipo malvado capaz de desintegrar cualquier cosa que se cruzara en su camino no se andaría con pies de plomo como los tarados de la Corte Blanca.

Ratón no estaba aquí. No había signos de lucha y, créanme, ese perro sabe luchar, tal y como comprobaron los veterinarios que archivaron mal su historial y trataron de castrarlo en lugar de dormirlo para hacerle una radiografía de un hombro que se había dañado al saltar de una furgoneta en marcha. Tuve suerte de que me dejaran pagar los desperfectos y no me denunciaran.

Tenía que significar otra cosa. Tal vez mi perro se había ido con el resto de las mujeres y Anna se había quedado atrás, o había regresado a por algo olvidado.

O tal vez Ratón había actuado según la idea que todo el mundo tenía de él; que solo era un perro. A veces había dado muestras de ser capaz de tales subterfugios; esa fue una de las primeras cosas que me revelaron que su inteligencia era superior a la de un can normal. ¿Y si Ratón había seguido aquel juego para permanecer cerca de las mujeres?

¿Y por qué lo habría hecho?

Porque Ratón sabía que yo podía encontrarlo. A menos que los malos lo llevaran al Más Allá o conjuraran algún hechizo diseñado para bloquear esa clase de magia, mi hechizo de seguimiento podría encontrarlo en cualquier parte.

Aquel era el camino que debía seguir, incluso si Ratón no sabía que algo iba mal. Seguro que se quedó con los miembros de la Ordo que pudo, así que yo tendría que planear las cosas con mayor antelación de la que solía. Utilizaría mi brazalete escudo para localizar el único y pequeño escudo encantado que había colgado de su collar para este tipo de emergencias.

—¿Puedes encontrar al perro? —preguntó Elaine.

—Sí. No obstante, deberíamos probar a llamar a sus casas antes de irnos.

Elaine frunció el ceño.

—Les dijiste que se quedaran aquí o en algún lugar concurrido.

—Lo más probable es que estén asustadas. Y cuando estás asustado…

—Te quieres ir a casa —finalizó Elaine.

—Si están allí, será la manera más rápida de ponerse en contacto con ellas. Si no, no habremos perdido más de un minuto o dos.

Elaine asintió.

—Anna tiene todos los números en una agenda en el bolso. —Encontramos el bolso tras una breve búsqueda, pero la agenda no estaba en él.

No quedaba otra que comprobar si Anna se la había metido en un bolsillo antes de morir. Lo hice tratando de no dejar huellas, casi con la misma pericia con la que trataba de no mirar su violáceo rostro muerto y sus ojos vidriosos. No había sido una muerte limpia, y, aunque Anna no llevaba muerta lo suficiente como para que hubiera comenzado la descomposición, el olor era patente. Traté de ignorarlo.

Más difícil era ignorar su rostro. La piel parecía dura, de cera, la propia de un cadáver. Y, lo que era peor, había una distintiva e incuantificable cualidad de… ausencia. Anna Ash era una persona muy viva, con una voluntad férrea, protectora, decidida. Conozco a muchos magos que no poseen tanta personalidad como tenía ella. Era la que pensaba y actuaba cuando todos a su alrededor estaban asustados. Eso conlleva una rara clase de coraje.

Nada de aquello significaba algo ahora, ya que el asesino, a pesar de mis esfuerzos, se la había llevado por delante.

Sacudí la cabeza y me aparté del cadáver sin haber encontrado ninguna agenda. Su voluntad de enfrentarse al peligro en nombre de sus amigas no podía desvanecerse en el olvido. Si seguía viva alguna persona de las que ella quería proteger, su sacrificio y muerte todavía significarían algo. Ya me lamentaría luego. Le haría una grave afrenta a aquella mujer si su muerte no me motivaba a impedir que los asesinos siguieran haciendo su trabajo.

Me puse junto a Elaine, que estaba en la puerta mirando el cuerpo de Anna. No había expresión en su rostro, ninguna en absoluto. Sin embargo, las lágrimas le habían enrojecido los ojos y le caían por las mejillas y la nariz. Aunque algunas mujeres están guapas cuando lloran, Elaine se pone toda enrojecida, con esos círculos oscuros debajo de los ojos.

No estaba guapa. Estaba sufriendo.

Habló, y su voz era ronca y temblorosa.

—Le dije que la protegería.

—A veces solo puedes intentarlo —dije en voz baja—. Nada más. Solo intentarlo. Así funciona el juego.

—El juego —repitió. Aquella simple palabra fue lo bastante corrosiva como para abrir varios agujeros en el suelo—. ¿Te ha pasado alguna vez? ¿Qué alguien acudiera a ti en busca de ayuda y acabara muerto?

Asentí.

—Un par de veces. La primera fue Kim Delaney, una chica a la que entrené para mantener sus talentos bajo control. Sería algo más poderosa que las mujeres de la Ordo, pero tampoco mucho más. Se metió en un lío. Le superaba. Pensé que podría advertirle, que me escucharía. Debería haber sido más listo.

—¿Qué sucedió?

Ladeé la cabeza hacia el cuerpo que había detrás de mí, sin mirarlo realmente.

—Algo se la comió. A veces voy a su tumba.

—¿Por qué?

—Para llevarle flores y apartar las hojas. Para recordarme las bazas que juego, que nadie las gana todas.

—¿Y después? —me preguntó Elaine en voz baja. No apartó la mirada del cadáver un solo segundo—. ¿Qué pasó con la cosa que la mató?

Era una respuesta complicada, y no era lo que Elaine necesitaba escuchar en aquel momento.

—La maté.

Asintió.

—Cuando cojamos al Skavis lo quiero para mí.

Le puse una mano en el hombro.

—No va a hacer que te sientas mejor —le advertí con mucha suavidad.

Sacudió la cabeza.

—No quiero hacerlo por eso. Es mi trabajo. Tengo que acabarlo. Se lo debo.

No creo que la propia Elaine pensara que aquella sentencia no era cierta, pero he pasado por cosas así antes y pueden desequilibrarte con mucha rapidez. Sin embargo, no había lugar para discutirlo con ella racionalmente. La razón había abandonado el edificio.

—Lo atraparás —le aseguré—. Y yo te ayudaré.

Dejó escapar un gemido roto, como un graznido, y se apretó contra mi pecho. La agarré, su cuerpo era cálido y esbelto, y sentí la terrible frustración, pena y remordimiento que la embargaban. La acerqué más a mí, la rodeé con los brazos y sentí su cuerpo temblar a causa de sus silenciosos sollozos. En ese momento lo único que deseaba, más que cualquier otra cosa, era poder quitarle aquel tormento.

No podía. Ser mago te da más poder que a la mayoría, pero no cambia tu corazón.

Todos somos humanos.

Todos estamos igual de desnudos ante las fauces del dolor.