Capítulo 35
La mansión Raith no había cambiado mucho desde mi anterior visita; es una de las cosas buenas de tratar con gente casi inmortal, tienden a ajustarse mal a los cambios y los evitan cuando les es posible.
Era un lugar muy grande, al norte de la ciudad, donde el campo se extiende por una sorprendente variedad de terreno con superficies planas de tierra fértil que habían sido granjas y ahora son, en su mayoría, grandes y caras propiedades. Decenas de pequeños ríos y arroyos han labrado grandes colinas y valles más empinados de lo que la mayoría de la gente espera del Medio Oeste. Los árboles de esa zona, uno de los asentamientos más antiguos de los Estados Unidos, pueden llegar a ser enormes. A mí me costaría cinco o seis años de sueldo siquiera poder comprarme una pequeña casa allí.
La mansión Raith está rodeada por un bosque de esos enormes y antiguos árboles, como si alguien se las hubiera arreglado para trasplantar una parte del bosque de Sherwood directamente desde Gran Bretaña. La casa no se ve desde ninguno de los caminos de alrededor. Yo sabía que había un camino de unos ochocientos metros a través de los árboles antes de llegar a los jardines, que eran enormes de por sí.
Traducción: No se podía escapar de la mansión a pie. Y menos, con vampiros persiguiéndote.
Había una nueva característica en los jardines. El alto muro de piedra de dos metros y medio era el mismo, pero ahora estaba cubierto por una doble hélice de alambre de espino y habían colocado iluminación a lo largo de su parte exterior. Vi también cámaras de seguridad a intervalos regulares. El viejo lord Raith había desdeñado las precauciones de seguridad más modernas en favor de su intensa arrogancia personal. Lara, sin embargo, parecía más dispuesta a reconocer las amenazas, a escuchar a su personal de seguridad mortal y aplicar las medidas que le sugerían. Sin duda alguna, ayudaría a mantener a raya a la chusma mortal, y el Consejo tenía un montón de aliados mortales.
Más importante aún, decía mucho acerca de la administración de Lara: buscaba subordinados cualificados y los escuchaba. Puede que no pareciera tan abrumadoramente confiada como lord Raith, pero claro, lord Raith ya no manejaba el cotarro, si bien eso no era vox pópuli en la comunidad mágica.
Pensé que era muy posible que le hubiera hecho un mal servicio al Consejo, y al mundo en general, al ayudar a Lara a asumir el control. Lord Raith era orgulloso y frágil. Me daba la sensación de que Lara demostraría ser mucho, mucho más capaz y peligrosa como reina de facto de la Corte Blanca.
Y aquí estaba yo, a punto de acudir en su ayuda de nuevo para consolidar aún más su poder.
—Para aquí —le pedí a Molly. Las puertas de la finca estaban todavía a medio kilómetro carretera abajo—. Esto es lo más cerca que vas a estar.
—De acuerdo —dijo Molly, y aparcó el Escarabajo al otro lado del camino. Me di cuenta, satisfecho, de que cualquiera que quisiera llegar hasta ella tendría que cruzar el pavimento.
—Ratón —le dije a mi perro—, quédate aquí vigilando con Molly. Cuida de ella.
Ratón me miró triste desde el asiento trasero, donde se había sentado con Ramírez, pero se inclinó hacia delante y colocó su barbilla peluda sobre mi hombro. Le di un abrazo.
—No te preocupes, vamos a estar bien —le dije con voz áspera.
Su cola golpeó una sola vez el asiento de atrás y, acto seguido, se movió para poner la cabeza sobre el hombro de Molly. Ella comenzó a rascarle detrás de las orejas con aire tranquilizador, a pesar de que en su expresión se notaba que no estaba tranquila.
Le dediqué a la chica una media sonrisa y salí del coche. El veraniego crepúsculo se iba desvaneciendo con rapidez. Hacía demasiado calor para el guardapolvos. De todos modos me lo puse, y le añadí el peso de la capa gris de los centinelas del Consejo Blanco. Bajo todo aquello, llevaba una camisa de seda blanca y unos gruesos pantalones de algodón negro, además de las botas de montaña.
—Sombrero —murmuré—. Espuelas. La próxima vez, lo juro.
Ramírez salió del Escarabajo con las granadas, las armas de fuego, la espada de sauce colgando del cinturón y el bastón en la mano derecha. Hizo una pausa para ponerse un grueso guante de cuero cubierto de una capa de delgadas placas de acero con pictoglifos que parecían aztecas, olmecas o algo parecido.
—Eso es nuevo —comenté.
Me guiñó el ojo. Comprobamos nuestras armas. Devolví el revólver del 44 al bolsillo izquierdo de mi guardapolvos, con la culata dentro de su funda.
—¿Seguro que no quieres alguna granada? —me preguntó.
—No me siento cómodo con las granadas de mano —le dije.
—Haz lo que quieras —respondió—. ¿Y tú, Molly?
Se volvió hacia el coche, con la mano en una de sus granadas.
El coche ya no estaba. Sin embargo, todavía se podía escuchar el motor al ralentí.
Ramírez dejó escapar un silbido y agitó el bastón en el espacio que había ocupado el coche hasta que oyó el choque contra el metal.
—Oye, no es un mal velo. Bastante bueno, de hecho.
—Tiene un don —le dije.
—Gracias —surgió la voz de Molly, no muy lejos.
Ramírez le brindó al punto aproximado donde estaba mi aprendiz una gran sonrisa y una galante reverencia, vagamente hispana en sus formas.
Molly dejó escapar una risita tímida. El motor del coche dejó de sonar de repente.
—Venga. Tengo que ir compensando el polvo que levantáis y es una lata.
—Ojos abiertos —le recordé—. Usa la cabeza.
—Vosotros también —dijo Molly.
—No le digas ahora que empiece a hacer cosas nuevas —la reprendió Ramírez—. Solo lograrás confundirla.
—Soy cada día más tonto —confirmé—. Pregúntale a cualquiera.
Ratón resopló en el coche invisible.
—¿Ves? —dije, y empecé a caminar hacia la entrada de la finca.
Ramírez mantuvo mi ritmo, pero dando un paso adicional cada varios míos. Mis piernas son mucho más largas que las suyas.
Después de un centenar de metros, se echó a reír.
—Está bien, ha quedado claro.
Le lancé un gruñido y aminoré ligeramente.
Ramírez miró por encima del hombro.
—¿Crees que va a estar bien?
—Es difícil sorprender a Ratón —le dije—. Incluso si se dan cuenta de que están ocultos ahí.
—Es guapa. Un cuerpo así, y además ese talento… —Ramírez miró hacia atrás, pensativo—. ¿Está saliendo con alguien?
—No desde que perforó la psique de su último novio y lo volvió loco.
Ramírez hizo una mueca.
—Cierto.
Nos quedamos en silencio y nos acercamos a las puertas de la finca, adoptando por el camino nuestras caras de concentración. La expresión natural del rostro de Ramírez era sonriente, confiada, pero, cuando las cosas se complicaban, desplegaba una mirada fresca y arrogante que observaba todo y nada al mismo tiempo. Por lo que a mí respecta, no me importa demasiado la cara que pongo cuando empieza el juego. Mi procesión va por dentro.
Aporreé la puerta de estilo gótico de hierro forjado, tan resistente que aguantaría la carga de un todoterreno. Al hacerlo, recordé el rostro y los ojos graves de Anna. La golpeé tres veces con mi bastón y planté los pies firmemente en el suelo.
La puerta chirrió y comenzó a abrirse sin que nadie la impulsara. A medio camino, las bisagras dejaron escapar un gemido, surgió una bocanada de humo y la puerta dejó de moverse.
—¿Has sido tú? —le pregunté a Ramírez.
—He quitado también la cerradura —contestó en voz baja—. Y las cámaras que apuntan a la entrada. Por si acaso.
Ramírez no es tan poderoso como yo, pero hace buen uso de las habilidades que posee.
—Buen trabajo —le dije—. Ni lo he sentido.
Sacó su sonrisa a pasear durante un momento.
—De nada. Soy el mejor.
Entramos, atentos a cualquier movimiento. Era noche casi cerrada y los bosques se veían como hechizados, oscuros y profundos. Unos neumáticos susurraron en el pavimento. Una luz apareció entre los árboles, delante de nosotros, y se convirtió en los faros de un vehículo. Una auténtica limusina, un Rolls blanco con detalles en plata, se acercaba por el camino en dirección a la entrada. Los neumáticos chirriaron hasta detenerse a seis metros de nosotros.
—Si quieres, puedo… —murmuró Ramírez en voz baja.
—Tranquilo, grandullón —le interrumpí—. Nos ahorraremos la caminata.
—¡Bah! —dijo—. Menos mal que uno de los dos es un tío joven y saludable…
Se abrió la puerta del conductor y salió un hombre del coche. Lo reconocí, era uno de los guardaespaldas personales de Lara; un hombre algo más alto que la media, esbelto pero musculoso, con un corte de pelo militar y ojos penetrantes, cautos. Llevaba unos pantalones color caqui y no se molestaba en ocultar la cartuchera que portaba bajo la chaqueta. Nos echó un buen vistazo y, acto seguido, escudriñó la puerta y la valla que había detrás de nosotros. Luego sacó una pequeña radio del bolsillo y empezó a hablar por ella.
—¿Dresden? —me preguntó.
—Sí.
—¿Ramírez?
—El mismo —le dijo Carlos.
—Va armado —sentenció el guardaespaldas.
—Y mucho —le contesté.
Hizo una mueca y asintió.
—Entren en el coche, por favor.
—¿Por qué? —le pregunté haciéndome el inocente.
Ramírez me lanzó una mirada penetrante, pero no dijo nada.
—Me han ordenado que los recoja —dijo el guardaespaldas.
—No estamos lejos de la casa —apunté—. Podemos caminar.
—La señorita Raith me pidió que les asegurara que, en nombre de su padre, tienen su compromiso personal de salvoconducto, tal como se estipula en los Acuerdos.
—En ese caso —le dije—, la señorita Raith puede venir a decírmelo en persona.
—Estoy seguro de que será un placer para ella —dijo el guardaespaldas—. En la casa, señor…
Me crucé de brazos.
—Si está demasiado ocupada para mover su bonito culo hasta aquí, ¿por qué no va y le pregunta si no será mejor que volvamos mañana?
Se oyó un zumbido y una de las ventanas traseras del Rolls se deslizó hacia abajo. Dentro no se veía mucho, pero la risa suave y aterciopelada de una mujer embriagó la noche.
—¿Lo ves, George? Te lo dije.
El escolta hizo una mueca y miró a su alrededor.
—Le han hecho algo a la puerta. Está abierta. Aquí está usted muy expuesta, señora.
—Si su intención fuera asesinarme —respondió la mujer—, créeme cuando te digo que Dresden ya habría tenido ocasión de hacerlo, y estoy segura de que su compañero, el señor Ramírez, también.
El centinela Ramírez se puso un poco tenso.
—¿De qué me conoce? —me susurró entre dientes.
—No mucha gente monta en dinosaurios zombis y se convierte en comandante regional de los centinelas antes de cumplir los veinticinco —le contesté—. Apuesto a que tiene informes de la mayoría de los centinelas que siguen vivos.
—Y de algunos de los alumnos —convino la voz de la mujer—. George, por favor.
El guardaespaldas nos dedicó una mirada plana, midiéndonos, y abrió la puerta del coche, apoyando sin ningún reparo una mano en la culata de la pistola que le colgaba bajo el brazo.
La dueña de la Corte Blanca surgió del interior del Rolls Royce.
Lara es… difícil de describir. Me había encontrado con ella en varias ocasiones y cada vez me había llevado un impacto similar; un momento de sorprendida admiración y de deseo hacia su primario atractivo físico que no menguaba con la costumbre. No había ningún rasgo en ella que se pudiera señalar como especialmente hermoso, ninguna faceta de su belleza que pudiera ser declarada como la perfección absoluta. Su atractivo era mucho más grande que la suma de todas sus partes, y ninguna de ellas se podría calificar con un apelativo distinto a «celestial».
Tenía el cabello oscuro, al igual que Thomas, y sus intrincados rizos eran tan brillantes que su tono se acercaba al azul bajo ciertas fuentes de luz. Su piel era una cremosa extensión con la suave perfección blanca de la leche; si tenía lunares o marcas de nacimiento en cualquier parte de su cuerpo, yo no se los había visto. Sus labios, rosados y oscuros, eran un poco grandes para su estrecho mentón, pero no afectaban en nada al conjunto, si acaso le otorgaban un aspecto de exuberante indulgencia, de sensualidad deliberada y perversa.
Sin embargo, si había algo que destacara eran sus ojos, matadores; dos grandes orbes oblicuas del mismo tono gris del arsénico y salpicadas de manchas tan azules como la flor de vinca. Eran unos ojos muy vivos, alertas, conscientes, con un brillo inteligente y lleno de humor. Si no tenías cuidado, es posible que no percibieras la combustión sin llama del sensual fuego demoniaco en su interior, el hambre constante y depredadora.
A mi lado, Ramírez tragó saliva. Lo sé porque lo oí. Cuando Lara hace su entrada, nadie aparta la vista.
Llevaba un traje de corte ejecutivo de seda blanco, si bien la falda era unos centímetros más corta de lo que se consideraría apropiado para cualquier reunión de oficina y los zapatos blancos de tacón se elevaban demasiado para poder ser discretos. Resultaba difícil no mirarle las piernas. Cualquier otra mujer con su mismo tono de piel no le sacaría partido a un traje blanco, sin embargo, Lara lograba que pareciera que llevaba puesta la toga de una diosa.
Sabía muy bien el efecto que había causado en nosotros cuando la vimos, y su boca se curvó en una sonrisa satisfecha. Caminó lentamente hacia donde estábamos, cruzando las piernas a un ritmo pausado para mover, así, un poco las caderas. El movimiento era… terriblemente bello. Una pura y sensual feminidad se formaba a su alrededor como una silenciosa e invisible nube de tormenta, tan gruesa que ahogaría a cualquier hombre incauto.
Después de todo, había ahogado en ella a su propio padre, ¿no?
Pero no es oro todo lo que reluce, yo lo sabía muy bien. Tan deliciosa como parecía, tan desgarradora como era la magnificencia de sus movimientos, no dejaba de ser Peligrosa, con pe mayúscula. Era una vampiresa, una depredadora que se alimentaba de seres humanos para continuar con su propia existencia. A pesar de nuestra colaboración en el pasado, yo era humano y ella seguía siendo algo que se alimentaba de seres humanos. Si me comportaba como un alimento, una enorme parte de su ser no se preocuparía de la política o las ventajas de nuestra relación. Simplemente querría comerme.
Así que hice un sublime esfuerzo por aparentar aburrimiento cuando se acercó a mí y me ofreció su mano con la palma hacia abajo.
La tomé (una mano suave, bonita, deliciosa… ¿He dicho suave? ¡Maldita sea, Harry! ¡Ignora a tu pene antes de que te mate!), sus dedos eran fríos. Me incliné en una reverencia formal y liberé su mano sin llegar a besársela. Si lo hubiera hecho, estaba seguro de que le hubiera mordisqueado un poco los dedos para probar su textura.
Al levantarme, se encontró con mis ojos durante un peligroso segundo.
—¿Seguro que no quieres probar, Harry?
Un acceso de una primitiva lujuria que, probablemente, no era mía me recorrió todo el cuerpo. Sonreí, le dediqué otra reverencia e hice un pequeño esfuerzo de voluntad. Las runas y sellos de mi bastón se encendieron con un ardiente y anaranjado fuego infernal.
—Has de ser cortés, Lara. Sería una pena manchar de ceniza esos bonitos zapatos.
Echó la cabeza hacia atrás, dejó escapar una burbujeante risa gutural y se tocó el rostro con una mano.
—Sutil, como siempre —me respondió. Bajó la mano y pasó los dedos sobre la extraña tela gris de mi capa de centinela—. Has desarrollado… un gusto ecléctico para la moda.
—Es del mismo color, por ambos lados —le dije.
—Ah —dijo Lara, e inclinó la cabeza ligeramente hacia mí—. No te respetaría si no fuera así, supongo. Sin embargo, si alguna vez deseas un nuevo fondo de armario… —Rozó la tela de mi camisa—. Estarías divino vestido con seda blanca.
—Le dijo la araña a la mosca —contesté—. Olvídalo.
Sonrió de nuevo, batió las pestañas en mi dirección y casi me da un vuelco el corazón. Entonces se dirigió hacia Ramírez, a quien le ofreció igualmente la mano.
—Tú debes de ser el centinela Ramírez.
Ahí fue cuando me puse nervioso. A Ramírez le gustaban mucho las mujeres. Ramírez no paraba de hablar de mujeres. Bueno, no paraba de hablar de cualquier cosa en general, pero alardeaba una y otra vez acerca de sus múltiples conquistas y hazañas de atletismo sexual y…
—¡Un hombre virgen! —exclamó Lara. Sí, Lara. Volvió la cabeza hacia mí, sus ojos grises habían bajado varios tonos en unos pocos segundos y estaban muy abiertos—. De verdad, Harry, no sé muy bien qué decir. ¿Es un regalo?
Me crucé de brazos y miré a Lara fijamente, pero no dije nada. Era el momento de Ramírez para causar su primera impresión; si no lo hacía por su propia cuenta, Lara consideraría que no sabía protegerse a sí mismo y era probable que lo marcase como un objetivo.
Lara rodeó a Ramírez caminando en un lento círculo a su alrededor. Lo inspeccionó como si fuera un despampanante coche deportivo. Eran de la misma altura, pero los tacones le otorgaban a Lara cierta ventaja; todo en Lara, especialmente su forma de moverse, transmitía una confiada y lánguida sensualidad.
—Un joven y hermoso gallo —murmuró. Al pasar por detrás de él surcó con un dedo la línea de sus hombros.
—Fuerte. Joven. Un héroe del Consejo Blanco, por lo que he oído. —Hizo una pausa para tocar con la punta del dedo la parte posterior de la mano de Ramírez y, entonces, se estremeció—. Y tiene poder. —Sus ojos adquirieron tonalidades más brillantes cuando terminó su particular examen—. Dios mío. Me he alimentado recientemente y aun así… Tal vez te apetezca volver conmigo en coche a la mansión, dejaremos que Dresden vaya caminando. Me comprometo a entretenerte hasta que lleguemos…
Conocía aquella mirada en el rostro de Ramírez. Era la mirada de un joven que quería algo con tanta ansia que estaba dispuesto a olvidar cosas tan serias de la vida como la civilización, las costumbres sociales, la ropa y el habla; lo que pasara después no importaba.
Lara también lo notó. Sus ojos brillaron intensamente, su sonrisa se tornó serpentina. Estaba decidida a tensar más la cuerda.
Sin embargo, al parecer Ramírez también se sabía ese dicho del oro que reluce o no reluce. Desconocía que llevara un cuchillo escondido bajo la manga, pero el hecho es que apareció en su mano un instante antes de que su punta presionara la garganta de Lara.
—No soy comida —dijo en voz muy baja y mirándola a los ojos.
Nunca antes había visto una visión del alma desde fuera. Me sorprendió lo sencilla y breve que parecía cuando uno no estaba siendo sacudido hasta los cimientos por sus efectos. Ambos se miraron con los ojos muy abiertos y, al momento, se estremecieron. Lara dio un pequeño paso atrás para alejarse de Ramírez; la respiración se le había acelerado. Me di cuenta de aquel detalle porque soy un investigador profesional. Podría llevar un arma oculta en aquel escote.
—Si tu intención era disuadirme —dijo Lara un momento después—, no lo has conseguido.
—A ti no —respondió Ramírez al tiempo que bajaba el cuchillo. Su tono sonaba áspero—. No era para disuadirte a ti.
—Para ser tan joven eres muy listo —murmuró—. Te aconsejo, joven mago, que no dudes tanto antes de actuar, en caso de que otra como yo se te aproxime… Un hombre virgen es muy atractivo para nuestra especie. Uno como tú es poco frecuente. Si le das a un miembro menos controlado de la Corte una oportunidad como esta, se lanzarán sobre ti en manada… lo que daría una mala imagen de mí.
Lara volvió a dedicarme su atención.
—Mago, tienes mi promesa de salvoconducto.
Incliné la cabeza.
—Gracias.
—Espero que me hagáis compañía en el coche.
Le hice un gesto con la cabeza y Lara se dirigió hacia su guardaespaldas, que parecía estar luchando contra un ataque de apoplejía.
Me di la vuelta y miré a Ramírez.
Su rostro se tornó de un brillante rojo.
—¿Virgen? —le pregunté.
Se puso más rojo aún.
—¿Carlos? —insistí.
—Está mintiendo —espetó—. Es malvada. Es realmente malvada. Y una mentirosa.
Me froté la boca para evitar que me viera sonreír.
En noches como esta, unas risas son de agradecer.
—Está bien —lo tranquilicé—. No es importante.
—¡Y una mierda que no lo es! —escupió—. ¡Miente! Es decir, yo no soy… Yo soy…
Le propiné un codazo amistoso.
—Concéntrate, Galahad. Tenemos trabajo que hacer.
Resopló.
—Cierto.
—¿Has visto lo que había en su interior? —le pregunté.
Se estremeció.
—Esa cosa pálida… Sus ojos… Se estaba poniendo cada vez más cachonda, parecían más los ojos de una cosa que de una persona.
—Sí —dije—. Es una experiencia comprobar lo cerca que están de comenzar a darte mordiscos. Te las has arreglado bien.
—¿Tú crees?
No pude resistirme a picarle un poco.
—Solo piensa que si la hubieras cagado —le dije al tiempo que Lara se sentaba en el coche introduciendo una pierna larga y perfecta después de la otra—, ahora estarías en la limusina con Lara encima de ti y arrancándote la ropa.
Ramírez miró hacia el coche y tragó saliva.
—¡Uf! Sí. Por poco.
—Conozco a varios miembros de la Corte Blanca —le dije—. Lara es probablemente la más inteligente, civilizada, progresista y adaptable. Y con claridad la más peligrosa.
—No parecía tan dura —opinó Ramírez, pero tenía la frente arrugada mientras lo decía, pensativo.
—Es peligrosa de una forma diferente a la mayoría —continué—. Pero creo que se puede confiar en ella.
—Así es —aseguró Ramírez con firmeza—. Lo he visto.
—Es una de las cosas que la hace peligrosa —dije al tiempo que avanzábamos hacia la limusina—. Conserva la calma.
Al agacharme junto a la puerta vi a Lara en la parte posterior de la limusina, en un asiento parecido al de un carruaje, irradiando elegancia y belleza de sus hermosos ojos grises. Sonrió al verme allí asomado y extendió un dedo hacia nosotros.
—Por favor, entrad en mi limusina —le dijo la araña a las moscas.
Y así lo hicimos.