Capítulo 38
Alguna gente es más rápida que otra. Yo soy rápido, sobre todo teniendo en cuenta mi tamaño, pero el duelo había empezado limpiamente y ninguna mano mortal es más rápida que la de un vampiro.
La pistola de Vitto Malvora abandonó su funda antes de que mis dedos hubieran llegado a la empuñadura de la vara. El arma se parecía al modelo estándar de 1911, pero contaba con un añadido en el habitual cargador de munición y escupió un puñado de balas que sonaron igual que el silbido de una sierra.
Algunos vampiros son más rápidos que otros. Vitto era rápido. Había desenfundado y disparado más rápido de lo que jamás había visto moverse a Thomas o disparar a Lara. Pero los cuerpos, incluso los casi inmortales cuerpos de los vampiros, están hechos de carne y hueso y tienen masa e inercia. Ninguna mano, ni siquiera la de un vampiro, es más rápida que el pensamiento.
Ramírez ya tenía su poder preparado cuando el pañuelo rojo tocó el suelo y, en aquel preciso instante, siseó una única sílaba por lo bajo y alzó la palma de la mano izquierda. Aquel extraño guante que llevaba resplandeció y emitió un traqueteante zumbido de furiosos sonidos.
Una nube gelatinosa de luz verde se interpuso de manera repentina entre nosotros y los vampiros antes de que Vittorio disparara. Las balas impactaron en la densa nube, creando en ella unas ondas acuosas que formaron una brillante arruga en la masa semisólida. Se oyó un silbido, sentí un agudo dolor en la mejilla izquierda y, entonces, fui golpeado en el pecho por un puñado de diminutas partículas oscuras del tamaño de granos de arena.
El escudo de Ramírez no se parecía en nada al mío. Yo usaba fuerza bruta para crear mi propia barrera. El que creaba Ramírez se basaba en los principios de la magia entrópica y acuática. Se concentraba en interrumpir, aplastar y dispersar cualquier objeto que tratara de pasar a través de él, volviendo su propia energía contra ellos. Incluso la magia tiene que ver con la física; Carlos no podía hacer que la energía que llevaban las balas simplemente desapareciera. En su lugar, el hechizo reducía su fuerza destrozando las balas con su propia fuerza, las rompía en millones de diminutos trozos y los esparcía para que al impactar su energía individual fuera irrelevante.
Cuando la nube dispersa de arena me alcanzó fue desagradable e incómodo, pero las balas habían perdido tanto poder que no habrían atravesado una chaqueta de cuero corriente, ni siquiera una camisa gruesa, así que mucho menos mi guardapolvos plagado de hechizos.
Si hubiera tenido tiempo de respirar aliviado, lo hubiera hecho. No fue así. Toda la concentración de la que disponía estaba orientada a imprimir energía y voluntad a mi vara, incluso antes de tener su punta completamente levantada.
—¡Fuego! —grité.
Una columna de fuego tan gruesa como un poste de teléfono salió disparada de la punta de la vara, impactó en el suelo a seis metros de distancia y, luego, latigueó hacia Vitto justo cuando terminaba de alzar mi arma.
Era rápido. Apenas tuvo tiempo para darse cuenta de que las balas no habían alcanzado su objetivo y ya tenía el fuego encima, pero se lanzó en plancha hacia un lado. Al hacerlo, acabó colocado en un ángulo que le permitía asomarse al borde del muy visible escudo de Ramírez, y el vampiro echó mano de su cinturón para coger uno de los cuchillos y lanzármelo de lado.
Para un humano hubiera sido una pérdida de tiempo. En las películas, cada vez que alguien lanza un cuchillo mata a su objetivo. ¡Bang! Se hunde en el pecho hasta la empuñadura, justo en el corazón, o ¡glup!, en la garganta causando una muerte instantánea. Los cuchillos de verdad no suelen matar, a no ser que el lanzador sea increíblemente afortunado. Los cuchillos de verdad, si te alcanzan con la parte puntiaguda, suelen hacer una herida a la que es fácil sobrevivir, si bien te pueden dejar algo distraído.
Pero claro, cuando la gente normal lanza un cuchillo no lo hace a trescientos kilómetros por hora. Y la mayoría tampoco tiene detrás siglos de práctica.
El cuchillo resplandeció en el aire y, de no haber subido los hombros del abrigo para esconder la cara debajo, me hubiera alcanzado en el cuello y me hubiera matado. En lugar de eso, la punta impactó en el guardapolvos en un ángulo oblicuo y los hechizos del abrigo escupieron el arma formando un arco tembloroso en el aire.
Vitto cayó tumbado, con los dientes apretados y gritando de dolor. Su pierna izquierda estaba ardiendo de rodilla para abajo, pero era un chico listo; no se detuvo a ponerse a rodar por el suelo. De hecho, no se detuvo en absoluto, y eso fue lo único que impidió que mi segunda ráfaga lo inmolara. La lanza de fuego falló por treinta centímetros y convirtió momentáneamente en vapor la cortina de agua detrás del trono blanco. A mi lado, oí a Ramírez soltar una de aquellas descargas verdes suyas.
—¡Harry! —gritó Ramírez.
Volví la cabeza justo a tiempo para ver a Madrigal casi delante de nosotros, lanza en mano. Ramírez le envió una segunda descarga de energía verde, pero se perdió en una barrera invisible a unos treinta centímetros de su cuerpo. Unos destellos de luz dorada subieron y bajaron por los símbolos de la tela atada a sus brazos. Entonces lo entendí. El segundo tiro de Ramírez fue la prueba.
—¡Tiene un hechizo de protección! —exclamó Ramírez.
—¡Atrás! —espeté al ver a Vitto dirigirse hacia mí desde el otro lado. Estaba recargando la pistola en pleno movimiento, soltando el viejo cargador y metiendo uno nuevo. Alcé mi brazalete escudo para prepararme; vacilé durante una fracción de segundo a la hora de calcular bien el tiempo y los ángulos de incidencia y refracción.
Vitto apretó de nuevo el gatillo y la pistola volvió a relampaguear.
Levanté el escudo en el último segundo, arqueado en un ángulo perpendicular al suelo. Ramírez dio un saltito hacia atrás justo a tiempo de ponerse detrás de él cuando terminaba de formarse. Veinte o treinta balas impactaron en la barrera invisible, provocando una lluvia de chispas, y salieron rebotadas en dirección a Madrigal Raith y su protección mágica.
Al parecer, las elegantes bandas de tela no estaban hechas para detener proyectiles físicos, pues una de las balas le penetró en la cara externa del muslo y originó una explosión de tela rota y un chorreón de sangre pálida. Gritó y se tambaleó, extendiendo una mano para recuperar el equilibrio antes de caer al suelo.
—¡Tírala! —gritó Ramírez. Bajó la mano hacia su pistola y la sacó antes de que Madrigal fuera capaz de moverse de nuevo.
Pivoté el escudo para proteger a Ramírez, dando un par de pasos hacia delante para interponer una barrera entre Vitto y el flanco de Carlos al tiempo que transmutaba la superficie del escudo a un espejo reflectante.
La pistola de Ramírez tronó a mi lado; eran tiros medidos y certeros, diferentes al traqueteo de los típicos disparos motivados por el pánico.
Vitto reaccionó con una violencia inusitada al fuego de pistola y a la pared de espejos de tres metros de ancho y dos y medio de alto que apareció de repente ante él. Le atizó con la pesada pistola a un objetivo que se movía con gran rapidez, sin darse cuenta de que se trataba de su propio reflejo. El arma tenía el deslizador abierto y, cuando impactó en el escudo a aquella velocidad, se rompió en varias piezas.
Aminoró el paso, con los ojos abiertos de par en par, y no lo culpé por ello. Yo habría parpadeado unos segundos si mi oponente hubiera creado en el aire algo similar al espejo trasero de un aula de danza.
Volvió a acelerar pasado un momento e hizo algo para lo que yo no estaba preparado. Saltó tres o cuatro metros formando un arco sobre la parte superior de mi escudo y empezó a lanzar cuchillos con ambas manos al tiempo que ascendía. Levanté el brazo derecho para tratar de interponerlo como fuera entre un cuchillo y mi cuerpo. Tuve suerte de que impactara en el brazo cubierto por la manga de mi guardapolvos. No obstante, la empuñadura del cuchillo me golpeó en la muñeca desnuda de la mano derecha y me la dejó inútil al instante. Oí el silbido de otro cuchillo que rasgó el aire sin llegar a alcanzarme.
—¡Madre de Dios! —exclamó Carlos en su lengua natal.
La vara cayó de mis dedos entumecidos.
Maldije y me lancé hacia un lado cuando Vitto aterrizó en el interior de mi escudo al tiempo que sacaba la espada de su vaina formando un arco horizontal que buscaba mi garganta. Mi pensamiento táctico se había limitado a las dos dimensiones, tal vez influenciado por el cuadrilátero imaginario en el que luchábamos. El segundo cuchillo no me alcanzó porque Vitto no lo había apuntado hacia mí; ahora el mango sobresalía de la pantorrilla derecha de Ramírez.
No podía mover los dedos correctamente, lo que me impedía el uso de los anillos de energía de mi mano derecha. Solté el escudo; con el enemigo tan cerca, solo ralentizaría mis movimientos. Debía volver a erigirlo entre él y yo en cuanto contara con una ocasión que no parecía dispuesto a darme. Me lanzó una estocada que buscaba mis entrañas, tan rápida como la luz, y de nuevo tuve que dar un par de pasos de baile para ganar tiempo y detenerla con el bastón, que aún portaba en la mano izquierda.
Era imposible para mí afrontar una lucha a espada con Vitto. Incluso si no fuera tan superior a mí en aquel arte, como era el caso, luchar con un brazo inutilizado y un bastón como arma contra un esgrimista avezado no era una propuesta ganadora. Si lo intentaba, lo que sucedería es que me alejaría de él en círculos hasta acabar tropezándome; entonces me cortaría unos cuantos dedos y acabaría conmigo. Otra posibilidad sería que me mantuvieran apartado de Ramírez el tiempo suficiente para acorralarlo y matarlo entre los dos. Tampoco podía usar magia contra él; estaba de espaldas a la muchedumbre de vampiros, y a las víctimas humanas que actuaban como escudo, y era condenadamente rápido. Si le arrojaba cualquier cosa con poder suficiente para causarle daño, tenía posibilidades de fallar. Si era así, mataría a cualquiera que se interpusiera en el camino de mi magia.
No podía apartar los ojos de Vitto ni siquiera un segundo y, además, tenía que confiar en que Ramírez tuviera controlado a Madrigal. Era necesario que ganara tiempo y distancia. Insuflé voluntad y fuego infernal en mi bastón.
—¡Forzare! —bramé.
Se liberó una enorme ola que arremetió contra todo lo que había delante de mí.
La ola de fuerza atrapó a Vitto y le hizo perder la verticalidad y chocar contra un fornido esclavo con la perilla perfectamente recortada. Acto seguido, la ola alcanzó y golpeó también al hombre, así como a las personas que había a su lado. Estas se precipitaron contra la segunda fila de esclavos arrodillados, los cuales, a su vez, cayeron sobre el grupo de vampiros que había detrás de ellos, entre gritos de sorpresa y consternación.
Llegó apenas sin fuerza a los esclavos, ya que no se extendió de manera uniforme. Podría haber lanzado una tarascada más potente, sin embargo, esta había valido para imbuir a Vitto, cuya pierna seguía ardiendo, en una algarabía de cortesanos y esclavos.
—¡Bienvenidos, señoras y señores, a la bolera de los vampiros! —grité.
Muy a mi pesar, una ovación de risas surgió del grupo de los Raith y me dedicaron un aplauso. Levanté de nuevo mi escudo, esta vez para formar la mitad de una brillante cúpula de luz plateada y azul, y giré la cabeza en busca de Ramírez.
Me volví a tiempo para ver a Madrigal sangrando por varias heridas de bala y corriendo hacia delante, lanza en ristre. Ramírez se apoyaba sobre una única rodilla; la pierna herida era incapaz de soportar su peso y, ante mis ojos, soltó la Desert Eagle y reunió en su mano derecha otro rayo de aquel poder esmeralda desintegrador.
Madrigal se rió de él con un sonido que remarcaba su desprecio. Al verlo en movimiento, percibí en sus ojos el brillo azul cromo del hambre demoniaca. Sus tiras de tela protectoras resplandecieron cuando se precipitó hacia delante.
—¡Ramírez! —grité.
Madrigal levantó la lanza.
Ramírez arrojó la energía que había reunido en un último e inútil ataque y que jamás tuvo posibilidad de llegar a Madrigal y acabó estrellándose delante de sus pies.
Un fragmento de piedra del tamaño de una bañera grande destelló con tonos verdes durante una fracción de segundo y, a continuación, se deshizo en un fino polvo cuyos gránulos eran casi invisibles a simple vista.
En mis sesiones de entrenamiento para los combates nunca había considerado la posibilidad de que mis enemigos realizaran saltos de kung-fu de tres metros o fueran maestros en el arte del lanzamiento de cuchillos, así que dudo que Madrigal practicara durante las suyas la forma de lidiar con un suelo de piedra que se convierte de pronto en una piscina de polvo casi sin fricción. Dejó escapar un grito y cayó en el hueco, agitando violentamente los brazos en el aire. Me di cuenta de que los mecanismos giraban en su cabeza tratando de averiguar lo que había sucedido y cómo diablos iba a salir de aquella situación.
Ramírez miró por encima de su hombro.
—¡Harry! —exclamó.
Me hormigueaban los dedos de la mano derecha. La alcé y la apreté para formar un débil puño; bastó para alinear los anillos con mis pensamientos.
—¡Vamos!
Madrigal había resuelto su problema. Se colocó en un lateral del canal creado en el suelo por el hechizo de Ramírez, hendió su lanza en el finísimo polvo y se impulsó hacia arriba como un pertiguista para salir de la trampa de arena.
Pero no antes de que Ramírez desenvainara su espada de plata de centinela; una hoja diseñada para que los centinelas del Consejo Blanco sesgaran y eliminaran cualquier encantamiento de un solo golpe. Hoja de sauce en mano, Carlos se impulsó con su pierna herida al tiempo que soltaba un grito de dolor y desafío y le asestaba a Madrigal un espadazo de izquierda a derecha. La lanza del vampiro seguía en pie para servirle de apoyo.
La espada atravesó el mango de madera de la lanza, lo que evidenciaba lo increíblemente afilada que estaba la hoja. Luccio había hecho un magnífico trabajo. Sin embargo, aquello fue solo un daño colateral.
La hoja del centinela también lamió suavemente los dos brazos de Madrigal; las tiras de tela negra estallaron de repente en llamas y los símbolos bordados en ellas resplandecieron con una luz dolorosamente brillante, como si el hilo azul y grana estuviera compuesto de magnesio. Cualquier objeto que contuviera el poder suficiente para contrarrestar la magia de un mago de las grandes ligas, sobre todo de un especialista en el combate como Ramírez, debía de portar todo tipo de energías. Ramírez acababa de liberarlas.
Madrigal bajó la vista, invadido por un repentino ataque de pánico al darse cuenta de que le ardían los brazos, y dejó escapar un grito horrorizado.
Me puse en cuclillas, apreté el puño con mayor fuerza, entorné los ojos y, con un solo pensamiento, liberé toda la energía de los anillos, la que había quedado tras el ataque de los necrófagos y la que había añadido después. Toda al mismo tiempo.
El poder golpeó a Madrigal en el vientre con un ángulo ligeramente ascendente. Lo levantó en el aire y salió despedido con los brazos todavía en llamas. Mientras sobrevolaba las cabezas de los Raith allí reunidos, me recordó a una especie de cometa chisporroteante, hasta que se estrelló contra la pared cavernosa que había detrás de ellos; de manera literal, fue un golpe quebrantahuesos.
Roto y sangrante, cayó al suelo como un juguete.
—Y los magos derriban el bolo —gruñí.
Me di la vuelta para hacer frente a Vitto, que estaba tratando de desembarazarse de una pila de descontentos y confundidos vampiros Skavis y Malvora y de los humildemente pasivos esclavos. Logró ponerse de pie con la espada en la mano.
Me coloqué delante de él interponiendo la cúpula resplandeciente entre nosotros. Oí un gruñido y Ramírez apareció enseguida a mi lado, con la espada de plata manchada de la rosada sangre de Madrigal en una mano y el bastón en la otra, para soportar parte del peso de su pierna lesionada. Mantuve la cúpula alzada, recuperé mi vara y la alcé al tiempo que invocaba mi voluntad y dejaba que el fuego iluminara las runas talladas en toda su longitud, una a una. El nuevo escudo era más exigente que el anterior y ya me estaba cansando, pero no quedaba otra opción que seguir adelante.
Había un gran bullicio a nuestro alrededor. Los vampiros se estaban poniendo de pie y se acercaban a los esclavos para cambiarlos de posición y que permanecieran a la vista. Se oían murmullos y susurros por todas partes; la Corte Blanca era consciente de que el final estaba cerca. La tía de Vitto no estaba muy lejos de él. Tenía una mano apoyada en su delicada garganta, pero, a pesar de todo, se mantuvo firme, vigilante; la ansiedad y el cálculo entablaban una sangrienta batalla por hacerse un hueco en sus ojos. Miré a mi espalda y apenas pude distinguir el perfil de Lara cuando la vampiresa se inclinó sobre la esclava arrodillada (Justine) que se interponía entre ella y la contienda para ser testigo de su final. Tenía los ojos brillantes y los labios entreabiertos y húmedos.
Aquel espectáculo me ponía enfermo, pero era capaz de comprender lo que despertaba en ellos.
Los vampiros no llegaban pronto a su cita con la muerte. Cuando la de la guadaña hiciera su trabajo en aquella cueva, y sería pronto, se llevaría dos vidas que deberían haber perdurado varios siglos más. Darme cuenta de esto me ayudó a entender una cosa más sobre la Corte Blanca: a pesar de su encanto prohibido, del gran poder de seducción, del magnetismo antinatural inherente a una criatura tan hermosa por fuera como retorcida por dentro y de su capacidad para causarte el mayor placer de tu vida (incluso cuando eras consciente de la clase de criaturas que eran), los propios vampiros no eran inmunes a aquella oscura atracción.
Después de todo, eran habituales y casi eternos observadores del proceso de la muerte. Contemplaban la mezcla de éxtasis y terror en los rostros de las personas a las que se llevaban por delante. Se alimentaban de la rendición de la vida y de la pasión hasta que ambas se sumían en un infinito silencio, siendo conscientes durante todo el proceso de que, en realidad, no eran tan diferentes. Cualquier día, cualquier noche, llegaría su turno para hacer frente a la guadaña y la capucha negra. Sucumbirían a ella con la misma impotencia con la que sus propias presas lo habían hecho una y otra y otra vez.
La muerte ya se había llevado a Madrigal Raith. Pronto se llevaría a Vitto Malvora. Y la Corte Blanca, todos y cada uno de ellos, deseaba verlo, sentir de cerca su roce, ser tentados por su cercanía, deleitarse con su presencia cuando pasara.
No había palabras que expresaran la falta que les hacía un psiquiatra.
Malditos psicópatas disfuncionales…
Me saqué aquello de la cabeza. Todavía tenía trabajo que hacer.
—Muy bien —le dije a Ramírez—. ¿Estás listo?
Me enseñó los dientes en una sonrisa feroz.
—Vamos a acabar con esto.
Vitto Malvora, el último de los asesinos de Anna, estaba quieto delante de mí con los ojos en blanco. Pensé que, para tratarse de un hombre a punto de enfrentarse a dos mortíferos magos decididos a matarlo, no parecía terriblemente asustado.
De hecho, parecía… satisfecho. Mierda.
Vitto echó la cabeza hacia atrás y abrió los brazos.
Solté el escudo.
—¡Mátalo! —grité.
Vitto alzó la voz en un súbito y estruendoso rugido. Pude sentir la voluntad y el poder subyacente de su invocación.
—¡Maestro!
Ramírez estuvo algo lento cuando se cambió la espada de mano con la intención de arrojarle a Vitto su fuego verde. El vampiro bajó los brazos y los cruzó delante de él al tiempo que balbuceaba palabras en una lengua extraña. El ataque de Ramírez se estrelló contra aquella defensa, a pesar de que varios fragmentos de fuego verdoso salpicaron los brazos de Vitto y cada uno de ellos le hizo perder una masa de carne equivalente al grosor de una moneda.
—¡Mierda! —gruñó Ramírez. Pero no me dio tiempo a escuchar nada.
Simplemente lo sentí. Sentí la energía en el suelo de la caverna, delante del trono blanco. No era magia explosiva, pero era fuerte y temblaba a un nivel tan fundamental que me caló hasta los huesos. Un segundo después reconocí aquel poder. Había sentido el eco tenue de su presencia meses atrás, en una cueva de Nuevo México.
Se produjo una vibración profunda. Luego otra y, finalmente, una tercera. Entonces, el aire frente al trono blanco se convirtió en un remolino. Giró durante un momento y, de repente, apareció en el aire un disco alargado de oscuridad que se dio la vuelta para abrirse comprimiendo lateralmente el espacio de la cueva. Una húmeda corriente de aire frío, con cierto aroma a moho, salió del pasaje que se había abierto entre el Más Allá y La Fosa.
Segundos después, percibí movimiento en el portal y un necrófago surgió a través de él.
Bueno, yo lo llamo necrófago pero, con solo mirarlo, uno sabía que estaba viendo algo de otra época. Era como contemplar una de aquellas pinturas rupestres de la última glaciación que representaban a animales parecidos a los que conocemos, pero demasiado grandes, demasiado musculosos, con colmillos de más, cuernos extraños, pieles blindadas…
Aquella cosa, ese necrófago, era del mismo orden. Mediría por lo menos dos metros y medio y sus hombros encorvados eran tan amplios que se parecía más a un gorila que a una hiena o un babuino, al contrario que la mayoría de sus congéneres. Tenía crestas dentadas de cuernos en sus marcados pómulos y la mandíbula estaba henchida de músculos. Sus antebrazos eran incluso más largos que los de un necrófago normal y las garras, más grandes y largas. Todo esto, respaldado por las dentadas crestas de cuernos, le permitiría a aquella cosa machacar, aplastar, hacer rodajas y partir en cubitos a sus enemigos con gran eficacia. El arco de su frente era también mucho más grueso, demasiado, y sus ojos, tan encajados que se reducían a meros puntos brillantes, apenas visibles sin iluminación indirecta.
El necrófago cogió impulso y dio un salto de cinco metros hacia delante con un movimiento natural, para acabar aterrizando con tal estruendo que se me aflojaron las rodillas.
Varios de ellos más salieron del portal. Diez. Veinte. No paraban de salir.
—Demonios —susurré.
A mi lado, Ramírez tragó saliva.
—Voy… —tartamudeó—, voy a morir virgen.
Vitto dejó escapar una risa alegre y salvaje.
—¡Por fin! —aulló. Dio un brinco que, en realidad, parecía más un paso de baile—. ¡Por fin termina la pantomima! ¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!
No sé si fue uno de los vampiros o uno de los esclavos, pero, de pronto, una mujer gritó de puro terror y los necrófagos se volvieron locos por el ansia de sangre y se lanzaron hacia delante en una ola imparable.
Retiré todo el poder de mi escudo y también el que había insuflado a la vara. Mis cachivaches no me sacarían de la batidora infernal de dolor y muerte en la que aquella caverna estaba a punto de convertirse.
—Pues bueno —jadeé—. Esta era la trampa.