La captura de Cerebro
(Los trabajos de Hércules XII)

i

Hércules Poirot dio un sorbo a su aperitivo y miró hacia el lago de Ginebra[1].

Suspiró.

Había pasado la mañana conversando con ciertos personajes de la diplomacia, todos ellos en un estado de gran agitación, y estaba fatigado. Y es que había sido incapaz de ofrecerles ningún consuelo que remediara sus complicaciones y trastornos.

El mundo se encontraba en un estado de gran intranquilidad, todas las naciones alerta, en tensión. En cualquier minuto podía sobrevenir el golpe fatal y precipitar a Europa una vez más a la guerra.

Hércules Poirot suspiró. Demasiado bien se acordaba de 1914. No se hacía ninguna ilusión sobre la guerra. La guerra nunca resolvía nada. La paz que trajera por consecuencia era por lo común la paz tan sólo del agotamiento: no era una paz constructiva.

«Con que al menos —pensó con tristeza— apareciera un hombre capaz de encender el entusiasmo por la paz y de lograr que se propagase la llama por el mundo…, tal como los hombres han encendido el entusiasmo por la victoria y pasión de lo que se conquista por la fuerza…».

Reflexionó entonces con el sentido común de los latinos y concluyó que estas ideas no eran provechosas. De nada podían servir. Despertar el entusiasmo ajeno era una virtud que no se contaba entre las suyas, nunca lo estuvo. Su especialidad era lo cerebral, pensó con su consabida falta de modestia. Y los hombres dotados de un gran cerebro rara vez han sido grandes líderes o grandes oradores. Seguramente por ser tan astutos que pocas veces se llamaban a engaño, y menos aún por sí mismos.

«Ah, en fin… Uno ha de ser un poco filósofo —se dijo Hércules Poirot—. Pero el diluvio aún no ha llegado. Entretanto…, el aperitivo está bueno, luce el sol, el lago está azul, la orquesta no toca del todo mal. ¿No es suficiente con eso?».

Pero tuvo la sensación de que no lo era.

«Hay una pequeña cosa —pensó con una repentina sonrisa— que sigue siendo necesaria para que sea completa la armonía del instante fugaz. Una mujer. Une femme du monde…, chic, elegante, simpática…, spirituelle!»[2].

Eran muchas las mujeres hermosas y elegantes que le rodeaban, pero para Hércules Poirot eran todas ellas sutilmente insuficientes. Le gustaban las curvas más amplias, una clase de atractivo más exuberante, más vistoso.

Y cuando recorrían sus ojos con insatisfacción la terraza en que se encontraba, vio de repente lo que tanto había ansiado ver. Una mujer en una mesa cercana, plena de formas exuberantes, con una abundante cabellera coloreada por la henna y coronada por un casquete negro al que se adhería todo un batallón de plumas de ave de luminosos colores.

La mujer volvió la cabeza y detuvo la mirada como si tal cosa en Poirot, y sólo entonces abrió…, abrió la vívida boca pintada de escarlata. Se puso en pie sin hacer caso a su acompañante y, con la impulsividad irrefrenable de su naturaleza rusa, avanzó veloz hacia Hércules Poirot, un galeón que navegase a toda vela. Había extendido las manos y resonó su voz grave y melodiosa.

—¡Ah, pero sí que lo es! ¡Lo es! Mon cher Hércules Poirot! ¡Cuántos años, cuantísimos años…, no digamos cuántos han pasado! Eso nunca es de buen agüero.

Poirot se puso en pie e inclinó la cabeza con galantería sobre la mano que le tendía la condesa Vera Rossakoff. Es infortunio de los hombres menudos tener especial debilidad por las mujeres exuberantes y grandes de cuerpo. Poirot nunca había logrado superar la fatal fascinación que la condesa revestía para él. Ciertamente, la condesa ya estaba lejos de ser joven. Su maquillaje recordaba una puesta de sol, las pestañas empapadas de rímel. La mujer original que se encontraba bajo la capa de maquillaje había pasado mucho tiempo oculta al mundo. No obstante, para Hércules Poirot seguía representando lo suntuoso, lo deslumbrante. El burgués que en el fondo nunca había dejado de ser estaba embelesado por lo aristocrático. La fascinación de antaño se apoderó en el acto de él. Recordó la destreza con que había robado ella las joyas cuando se conocieron, y recordó el espléndido aplomo con que reconoció el delito cuando él se lo echó en cara[3].

Madame, enchanté —dijo, y sonó como si la frase fuera bastante más que un detalle de cortesía tópica.

La condesa tomó asiento a su mesa.

—¡Cómo! ¿Usted aquí, en Ginebra? —exclamó—. ¿Y por qué? ¿Ha venido a dar caza a un infortunado delincuente? ¡Ah! De ser así, no tiene la menor posibilidad de vencerle a usted. Está acabado. ¡Es usted el que siempre gana! ¡No hay nadie como usted, nadie en todo el mundo!

De haber sido Hércules Poirot un gato, se habría puesto a ronronear. En cambio, se atusó las guías de los bigotes.

—¿Y usted, madame? ¿Qué le trae por aquí?

Ella rió.

—No le tengo ningún miedo —dijo—. ¡Por una vez estoy del lado de los ángeles! Llevo la existencia más virtuosa que se pueda imaginar. Me esfuerzo cuanto puedo, pero todo el mundo es muy tedioso. ¿Nichevo?

El hombre que estaba sentado con la condesa se había levantado de la mesa y se había acercado; estaba de pie junto a ellos, sin saber qué hacer. La condesa lo miró.

Bon Dieu! —exclamó—. Me había olvidado de usted. Permítame que les presente. Herr Doktor Keiserbach…, éste, éste es el hombre más maravilloso que hay en el mundo, monsieur Hércules Poirot.

El hombre, alto y de barba castaña y ojos azules y penetrantes, dio un taconazo e hizo una inclinación.

—He oído hablar de usted, monsieur Poirot —dijo.

La condesa Vera ahogó la respuesta de cortesía que dio Poirot.

—¡Pero no puede usted saber hasta qué punto es maravilloso! —exclamó—. ¡Lo sabe todo! ¡Es capaz de hacer cualquier cosa! Los asesinos se ahorcan ellos solos para ahorrar tiempo en cuanto se enteran de que él les va siguiendo la pista. Es un genio, se lo aseguro. No fracasa jamás.

—No, no, madame. No diga eso.

—¡Pero si es verdad! No sea modesto. La modestia es una estupidez. —Se volvió hacia el otro—. Le aseguro que es capaz de obrar milagros. Es capaz de devolver a los muertos a la vida[4].

Algo dio un brinco, un destello sobrecogido, una sorpresa, en los ojos azules que protegían las lentes.

—Vaya… —dijo Herr Keiserbach.

—¡Ah, por cierto, madame! —intervino Hércules Poirot—. ¿Cómo está su hijo?

—¡El angelito! Está ya muy grande… Tiene unas anchas espaldas… ¡Es tan apuesto…! Se encuentra en Estados Unidos. Se dedica a la construcción. Puentes, bancos, hoteles, grandes almacenes, ferrocarriles… Todo eso que quieren tener en Estados Unidos cuanto antes.

—¿Es ingeniero, o es arquitecto? —murmuró Poirot con leve desconcierto.

—¿Y qué más dará? —inquirió la condesa Rossakoff—. Es adorable. Anda liado con sus soportes de hierro y con una cosa que llaman tirantes. Son esa clase de cosas que nunca he entendido y que jamás me han importado. Pero nos adoramos[5].

Herr Keiserbach pidió disculpas, pues tenía que marcharse.

—¿Se hospeda usted aquí, monsieur Poirot? —le preguntó—. Me alegro. Tal vez volvamos a vernos.

—¿Quiere tomar un aperitivo conmigo? —preguntó Poirot a la dama.

—Sí, sí, desde luego. Tomaremos juntos un vodka, será un gran placer.

A Hércules Poirot le pareció una idea excelente[6].

ii

Fue en la velada del día siguiente cuando el doctor Keiserbach invitó a Hércules Poirot a sus aposentos.

Tomaron juntos un brandy excepcional y se permitieron al principio una conversación un tanto intermitente.

—Me produjo un gran interés, monsieur Poirot —dijo Keiserbach—, algo de lo que comentó ayer nuestra encantadora amiga cuando se refirió a usted.

—¿Sí? Dígame.

—Éstas son las palabras que empleó: «Es capaz de devolver a los muertos a la vida».

Hércules Poirot se incorporó ligeramente en el sillón. Enarcó las cejas.

—¿Y eso le interesa? —preguntó

—Muchísimo.

—¿Por qué?

—Porque tengo la sensación de que esas palabras tal vez hayan sido un presagio.

—¿Me está pidiendo que devuelva a los muertos a la vida? —dijo Hércules Poirot de manera cortante.

—Es posible. ¿Qué haría si se lo pidiera?

Hércules Poirot se encogió de hombros.

—A fin de cuentas —señaló—, la muerte es la muerte, monsieur.

—No, no siempre.

A Hércules Poirot se le tornaron los ojos más verdes y penetrantes.

—Pretende que devuelva yo a la vida a una persona que ha muerto —dijo—. ¿Es un hombre o una mujer?

—Un hombre.

—¿De quién se trata?

—No parece que le arredre la tarea…

Poirot esbozó una tenue sonrisa.

—Usted no está mal de la cabeza —indicó—. Es usted un individuo cuerdo, perfectamente sano. Cuando se habla de devolver a los muertos a la vida, se trata de una frase que es susceptible de tener muchos sentidos. Puede ser objeto de un tratamiento figurado o simbólico.

—Dentro de nada entenderá a qué me refiero —replicó el otro—. Para empezar, no me llamo Keiserbach. Adopté ese nombre con la intención de pasar inadvertido. Mi nombre es demasiado conocido para todo el mundo. Mejor dicho, ha sido demasiado conocido a lo largo de todo el mes pasado. Me llamo Lutzmann.

Lo dijo con toda intención y sondeó a Poirot a fondo, con una mirada intensa.

—¿Lutzmann? —inquirió Poirot de manera cortante. Hizo una pausa y siguió en otro tono—. ¿Hans Lutzmann?

Hans Lutzmann era mi hijo… —contestó el otro con voz seca, áspera.

iii

Si a lo largo del mes anterior se hubiese preguntado a cualquier ciudadano inglés quién era el responsable de la situación general de intranquilidad que se había adueñado de toda Europa, la respuesta habría sido invariable: Hertzlein.

Había que tener además en cuenta, desde luego, a Bondolini[7], pero era August Hertzlein quien había cautivado por completo la imaginación del pueblo. Era el dictador de dictadores. Sus belicosas manifestaciones habían concentrado a la juventud de su país y a las juventudes de los países aliados. Era él quien había prendido fuego a la mecha de Centroeuropa, era él quien la mantenía en llamas.

Cada vez que pronunciaba un discurso en público era capaz de embelesar a las multitudes y de imbuirlas de un frenético entusiasmo. Tenía una voz de extraña afinación, aguda, que parecía que poseyera poderes propios. Los que estaban al tanto de los entresijos explicaban con conocimiento de causa que Hertzlein en realidad no era la potencia suprema de los Imperios de Centroeuropa. Citaban otros nombres: Golstamm, Von Emmen. Ésos, según se afirmaba, eran los cerebros que tenían poder ejecutivo. Hertzlein no era más que un mascarón de proa. No obstante, seguía siendo Hertzlein quien concentraba la atención del público.

Corrían algunos rumores cargados de esperanza. Hertzlein padecía un cáncer incurable. No le quedaban más de seis meses de vida. Hertzlein padecía una disfunción en una de las válvulas del corazón. Podía caerse muerto cualquier día. Hertzlein ya había sufrido un ataque y podía sufrir otro en el momento menos pensado. Hertzlein, tras perseguir con violencia a la Iglesia católica, se había convertido por obra de un famoso monje de Baviera, el padre Ludwig. No tardaría en tomar los hábitos e ingresar en un monasterio. Hertzlein se había enamorado de una judía rusa, la mujer de un médico. Iba a marcharse de los Imperios de Centroeuropa para irse a vivir con ella a Suecia.

Y a pesar de todos los rumores Hertzlein no había tenido un ataque, no había muerto de cáncer, no había ingresado en un monasterio y no se había fugado con una judía rusa. Seguía lanzando sus enardecidas arengas en escenas de enorme entusiasmo popular, y en intervalos bien calculados se había anexionado diversos territorios a los Imperios de Centroeuropa. A diario se entenebrecía la sombra de la guerra sobre Europa.

Desesperados, unos y otros reiteraban los esperanzados rumores con mayores esperanzas que nunca. O bien se preguntaban con rabia:

¿Por qué no lo asesina alguien? Si al menos nos lo quitásemos de en medio…

Llegó una semana de relativa paz en la que Hertzlein no hizo ninguna aparición en público, en la que las esperanzas que albergaba cada uno de los rumores se multiplicaron por diez.

Y entonces, un malhadado jueves, Herr Hertzlein tomó la palabra en un mitin de proporciones gigantescas, convocado por los Hermanos de la Juventud.

Con posterioridad se dijo que apareció con el semblante en tensión, algo abatido, y que incluso habló con un tono de voz distinto, como si presagiara lo que iba a suceder, aunque lo cierto es que con posterioridad siempre hay gente que suele decir esa clase de cosas.

Su discurso comenzó a grandes rasgos como era su costumbre. La salvación llegaría por medio del sacrificio y gracias a la fuerza de las armas. Los hombres debían perecer por la patria, pues de lo contrario serían indignos de vivir por ella. Las naciones democráticas estaban temerosas de que se declarase la guerra, pura cobardía, propia de quien no es digno de sobrevivir. Allá ellas: así terminarían por ser barridas del mapa por la gloriosa fuerza de la Juventud. Había que luchar, luchar sin descanso por la victoria, y para heredar la tierra.

Hertzlein, presa de su entusiasmo, dio unos pasos y salió de la protección antibalas tras la cual se resguardaba. Sonó en el acto un disparo… y el gran dictador se desplomó, con una bala atravesándole la cabeza.

En la tercera fila de los oyentes, el gentío hizo literalmente pedazos a un joven en cuya mano aún se hallaba la pistola humeante. Ese joven era un estudiante llamado Hans Lutzmann.

Durante unos cuantos días aumentaron las esperanzas que se albergaban en todo el mundo democrático. El Dictador había muerto. Tal vez entonces se hiciera real el reino de la paz. Esa esperanza se disipó casi en el acto. Y es que el difunto se había convertido en símbolo, en mártir, en santo. A los moderados a los que no logró convencer en vida los convenció después de muerto. Una ponderosa oleada de entusiasmo bélico barrió la totalidad de los Imperios de Centroeuropa. Su jefe visible había sido asesinado, pero su espíritu seguiría guiándoles. Los Imperios de Centroeuropa estaban llamados a dominar el mundo y a borrar todo rastro de la democracia.

Desalentados, los partidarios de la paz comprendieron que la muerte de Hertzlein no había servido de nada. Antes bien, apresuró la llegada del día maligno. La acción de Lutzmann había sido completamente fútil.

iv

Hans Lutzmann era mi hijo… —dijo con voz seca, carraspeando antes, el hombre de mediana edad.

—No le entiendo —replicó Poirot—. Su hijo mató a Hertzlein… —Y calló. El otro movía la cabeza con lentitud.

—Mi hijo no mató a Hertzlein —respondió el otro—. Él y yo no pensábamos de la misma forma. Le aseguro que él amaba a ese hombre. Le profesaba adoración. Creía firmemente en él. Jamás hubiera esgrimido una pistola contra él. Era un nazi[8] de los pies a la cabeza, infectado además por su entusiasmo juvenil.

—En tal caso, si no fue él…, ¿quién fue el que lo hizo?

—Eso es lo que yo deseo que usted averigüe —dijo el mayor de los Lutzmann.

—¿Tiene usted alguna idea…? —preguntó Hércules Poirot.

Lutzmann respondió con voz ronca.

—Es posible que me equivoque, desde luego.

—Dígame qué es lo que piensa —le instó Hércules Poirot con firmeza.

Keiserbach se inclinó hacia él.

v

El doctor Otto Schultz se ajustó mejor las gafas de montura de carey. En su rostro delgado resplandecía el entusiasmo científico. Habló en un tono agradable de oír, un tanto nasal.

—Supongo, señor Poirot, que con lo que me ha dicho usted seré capaz de seguir adelante.

—¿Dispone usted del horario?

—Pues claro, desde luego. Tendré que trabajar con un gran esmero. Según veo yo las cosas, la perfección en el cronometraje es esencial para que nuestro plan triunfe.

Hércules Poirot le dedicó una mirada con la que manifestó su aprobación.

—Orden y método —dijo—. Ése es el placer que se obtiene al tratar con una mentalidad tan científica.

—Puede usted contar conmigo —replicó el doctor Schultz, y tras estrecharle la mano calurosamente se marchó.

vi

George, el valiosísimo criado de Poirot, entró sin hacer ruido en la estancia.

—¿Espera recibir a otros caballeros, señor? —preguntó en voz baja, con deferencia.

—No, Georges, ése ha sido el último.

Hércules Poirot parecía fatigado. Había estado muy ocupado desde que regresó de Baviera la semana anterior. Se arrellanó en el sillón y se apantalló los ojos con la mano.

—Cuando haya terminado todo esto —dijo—, me voy a tomar una larga temporada de descanso.

—Sí, señor. Creo que sería lo más aconsejable, señor.

—El último de los trabajos de Hércules —murmuró Poirot—. ¿Sabe usted, Georges, en qué consistió?

—Pues no sabría decírselo, señor, no lo creo. No soy de los que votan por el partido laborista, no es lo mío la defensa del trabajo.

—A los jóvenes que hoy ha visto por aquí —dijo Poirot— los he enviado en una misión especial… Han ido al lugar de los espíritus que ya no están. Y en ese trabajo no hay mano de obra que se pueda emplear. Hay que hacerlo todo con astucia.

—Parecían caballeros serios y competentes, señor, si me permite que lo diga.

—Los he escogido con gran cuidado —dijo Hércules Poirot. Suspiró y meneó la cabeza—. El mundo está enfermo, muy enfermo.

—Parece que se vaya a desencadenar la guerra se mire por donde se mire —replicó George—. Todo el mundo está muy deprimido, señor. En cuanto al comercio, esto es lo peor que puede suceder. No podemos seguir así.

—Asistimos al Crepúsculo de los Dioses —murmuró Hércules Poirot.

vii

El doctor Schultz hizo una pausa y se detuvo ante una finca rodeada por una tapia alta. Se encontraba a unos quince kilómetros de Estrasburgo. Llamó al timbre de la cancela. A lo lejos oyó aullar a un perro y le llegó el repiqueteo de una cadena. Apareció el portero y el doctor Otto Schultz le tendió su tarjeta de visita.

—Quisiera ver a Herr Doktor Weingartner.

—Por desgracia, monsieur, el doctor ha tenido que marcharse hace tan sólo una hora, cuando recibió un telegrama.

Schultz frunció el ceño.

—¿Puedo ver a su segundo al mando, a su hombre de confianza?

—¿Al doctor Neumann? Por supuesto.

El doctor Neumann era un joven de rostro plácido, con un semblante franco y señas de ingenio.

El doctor Schultz le mostró sus credenciales, una carta de presentación de uno de los alienistas más destacados de Berlín. Él mismo, le explicó, era el autor de una publicación en la que se ocupaba de ciertos aspectos de la demencia y de la degeneración mental.

Al otro se le iluminó la cara y repuso que conocía bien las publicaciones del doctor Schultz y que estaba sumamente interesado en sus teorías. Era una verdadera lástima, dijo, que el doctor Weingartner estuviera ausente.

Los dos comenzaron a hablar de asuntos profesionales, comparando la situación de Estados Unidos con la de Europa antes de entrar en los detalles técnicos. Hablaron de algunos pacientes concretos. Schultz relató algunos de sus recientes resultados en un nuevo tratamiento para sanar los casos de paranoia.

—De esa manera hemos curado a tres Hertzlein, a cuatro Bondolini, a cinco presidentes Roosevelt y a siete Supremas Deidades —dijo con una carcajada.

Neumann también rió.

Al cabo, los dos subieron las escaleras y visitaron las salas en las que se encontraban los pacientes del pequeño sanatorio para enfermos mentales. Tan sólo había doce internos.

—Comprenderá usted —dijo Schultz— que ante todo me interesan sus casos de paranoicos. Tengo entendido que recientemente han admitido ustedes el ingreso de un paciente que presenta algunos rasgos sumamente peculiares e interesantes.

viii

Poirot levantó los ojos del telegrama que tenía sobre la mesa para mirar a su visitante.

En el telegrama tan sólo constaba una dirección. Villa Eugenie, Estrasburgo. Y una nota adicional: «Cuidado con el perro». El visitante era un maloliente caballero de mediana edad, con la nariz enrojecida e hinchada, y sin afeitar, que hablaba con una voz grave, ronca, que parecía surgir de sus botas de aspecto nada agradable[9].

—Fíese de mí, señor mío —dijo con aspereza—. Cualquier cosa que quiera hacer con un perro la puedo hacer yo.

—Eso es lo que tengo entendido. Pero sería necesario que viajase a Francia, a Alsacia en concreto.

El señor Higgs pareció interesado.

—¿De ahí vienen los pastores alsacianos? Yo es que nunca he salido de Inglaterra, no. A mí Inglaterra me basta y me sobra. Es lo que suelo decir.

—Le hará falta un pasaporte —dijo Hércules Poirot. Sacó un papel impreso—. Relléneme estos datos. Yo le ayudo.

Laboriosamente cumplimentaron el impreso.

—Me he hecho una foto, como usted me dijo —informó el señor Higgs—. No es que me agradase mucho la idea, todo hay que decirlo. Puede ser un peligro en mi oficio.

El oficio del señor Higgs no era otro que el de un ladrón de perros, aunque ese detalle se pasó por alto en la conversación.

—Su fotografía —dijo Poirot— debe ir firmada al dorso por un magistrado, un sacerdote o un funcionario público que certifique que es usted una persona apta para disponer de un pasaporte.

Una sonrisa asomó a los labios del señor Higgs.

—Eso sí que es raro, ya lo creo —replicó—. Muy raro. Que un señor juez tenga que decir que soy una persona apta para tener un pasaporte… No sé yo.

—En los momentos de desesperación —señaló Hércules Poirot— uno ha de servirse de medios desesperados.

—¿Se refiere a mí? —dijo el señor Higgs.

—A usted y a su colega.

Dos días después emprendieron viaje a Francia. Poirot, el señor Higgs y un hombre joven y delgado, con un traje de cuadros y una camisa rosa intenso, que era un reconocido ladrón capaz de trepar por las paredes.

ix

No tenía Hércules Poirot por costumbre la de implicarse en persona en esta clase de actividades, pero esta vez decidió saltarse sus propias normas. Pasaba la una de la madrugada cuando, con un ligero temblor a pesar de llevar un buen abrigo, se encaramó a la tapia trabajosamente, con ayuda de sus dos adláteres.

El señor Higgs se dispuso a saltar desde la tapia al interior de la finca. Se oía el virulento ladrido de un perro, y de pronto apareció un animal enorme debajo de los árboles[10].

Mon Dieu, ¡pero si es un monstruo! —exclamó Hércules Poirot—. ¿Está usted seguro de…?

El señor Higgs dio unas palmadas en el bolsillo con un gesto de absoluta confianza.

—Usted no se me apure, señor mío. Aquí llevo justo lo que hay que llevar. Cualquier perro, grande o pequeño, me seguiría hasta el infierno con tal de apropiárselo.

—En este caso —murmuró Hércules Poirot— tendrá que seguirle a usted a la salida del infierno.

—Que viene a ser lo mismo —dijo el señor Higgs, y se dejó caer de lo alto de la tapia al interior del jardín. Le oyeron hablar—. Toma, chucho. Toma, toma. Anda, mira a qué huele esto… Eso es… Ahora te vienes conmigo…

Se perdió su voz en la noche. En el jardín reinaba la paz y la oscuridad. El joven delgado ayudó a Poirot a saltar de la tapia[11]. Llegaron a la casa.

—Ésa es la ventana —señaló Poirot—, la segunda por la izquierda.

El joven asintió. Primero examinó la pared, sonrió satisfecho al ver una oportuna cañería de desagüe y con toda facilidad, sin esfuerzo aparente, desapareció trepando la pared.

En ese momento, y con gran suavidad, Poirot oyó el ruido tenue de una lima que rozaba los barrotes de la ventana.

Pasó el tiempo. Cayó algo a los pies de Poirot. Era el extremo de una escala de cuerda. Alguien bajaba por la escala. Un hombre de corta estatura, con la cabeza apepinada y un bigotillo negro.

Bajó despacio, con torpeza. Por fin llegó a tierra. Hércules Poirot se adelantó a recibirlo en un claro de luna.

—Herr Hertzlein, supongo —dijo con toda cortesía.

x

—¿Y cómo me ha encontrado? —dijo Hertzlein.

Se hallaban en el compartimento de un tren nocturno, en segunda clase, rumbo a París.

Poirot, tal como tenía por costumbre, respondió meticulosamente.

—En Ginebra —dijo—, tuve conocimiento de un caballero que se apellida Lutzmann. Era su hijo el que presuntamente había disparado el arma con la que a usted lo mataron, a resultas de lo cual el joven Lutzmann fue despedazado por la muchedumbre. Su padre, sin embargo, siempre tuvo la total convicción de que su hijo no había disparado esa arma. Por lo tanto, da más bien la impresión de que disparase contra Herr Hertzlein uno de los dos hombres que se encontraban a uno y otro lado de Lutzmann, y que esa pistola se la pusieron a la fuerza en la mano, y que esos dos hombres se abalanzaron sobre él en el acto, gritando que era el asesino. Pero aún quedaba otro detalle. Lutzmann me aseguró que en esas reuniones en masa las primeras filas siempre las ocupan los más fervorosos partidarios del orador, es decir, personas de absoluta confianza.

»Se da el caso de que la administración del Imperio de Centroeuropa es sumamente buena. Cuenta con una organización tan perfecta que parecía increíble que se llegara a producir un desastre de semejante magnitud. Por si fuera poco, aún quedaban en el aire dos detalles significativos. Hertzlein, en el momento crítico, salió de la protección antibalas que lo resguardaba y su voz sonó aquella noche de manera diferente. Las apariencias no valen nada. Habría sido fácil que cualquiera lo suplantase en un estrado frente al público, pero la sutil entonación de una voz es algo mucho más difícil de imitar. Esa noche, la voz de Herr Hertzlein carecía de la potencia embriagadora que siempre había tenido. Fue algo en lo que apenas reparó nadie, ya que recibió el disparo a los pocos minutos de iniciar su discurso.

»Supongamos, así pues, que no era Herr Hertzlein quien tomó la palabra en aquel mitin, y que no fue por consiguiente Herr Hertzlein quien recibió el disparo. ¿Puede haber una teoría que explique plenamente esos dos sucesos tan extraordinarios?

»Me pareció que era posible. Entre todos los variados rumores que circulan en un momento de gran tensión, suele haber por lo común una base de verdad al menos en uno de ellos. Suponiendo que fuera cierto el rumor según el cual se había declarado que Hertzlein había caído últimamente bajo el influjo de ese ferviente predicador, el padre Ludwig…

»Me pareció posible, Excelencia —siguió diciendo Poirot, espaciando las palabras—, que siendo usted un hombre de grandes ideales, un visionario, pudiera haber comprendido de pronto que se abría a la humanidad entera un panorama completamente nuevo, un panorama de paz y de hermandad, y que hubiese comprendido de pronto que era usted el hombre destinado a guiar por esa senda los pasos de la humanidad.

Hertzlein asintió con violencia. Habló con su voz suave, algo ronca, apasionada.

—Está usted en lo cierto. Se me cayó la venda de los ojos. El padre Ludwig ha sido el medio por el cual he tenido la oportunidad de conocer mi verdadero destino. ¡La paz! La paz, eso es lo que necesita el mundo. Hemos de conducir a la juventud por el camino que lleva a una vida en hermandad. Los jóvenes del mundo han de unirse, han de planear una gran campaña por la paz. ¡Y yo seré quien los guíe! ¡Yo soy el medio designado por Dios para traer la paz al mundo!

Calló de pronto aquella voz entusiasmada. Hércules Poirot asintió para sus adentros, registrando con interés la emoción que en él se había despertado.

—Por desgracia, Excelencia —siguió diciendo con sequedad—, la enormidad del proyecto que se ha propuesto llevar a cabo no es del gusto de las autoridades ejecutivas de los Imperios de Centroeuropa. Muy al contrario, les ha parecido un espanto.

—Porque saben que si yo me pongo al frente de algo la gente me sigue sin dudarlo.

Exacto. Por eso lo secuestraron sin pensarlo dos veces. Pero entonces se encontraron ante un dilema. Si comunicasen que había muerto usted, se encontrarían en una difícil situación. Era demasiada la gente que estaba al tanto del secreto. Asimismo, estando usted muerto, las emociones belicosas que había despertado usted entre las muchedumbres podrían morir con usted. Dieron en cambio con un final espectacular a la situación. Se convenció a un individuo para que lo representase a usted en ese mitin gigantesco.

—Tal vez haya sido Schwartz. Algunas veces ocupaba mi sitio en las intervenciones públicas.

—Es posible, sí. Él mismo no tenía ni idea de la finalidad que habían planeado que cumpliese. Tan sólo creyó que debía leer un discurso porque se encontraba usted indispuesto. Se le dio la instrucción de salir en un momento determinado de la protección antibalas, para demostrar así que tenía plena confianza en los suyos. Nunca llegó a sospechar que corriese el menor peligro. Pero los dos miembros de las tropas de asalto que estaban en las primeras filas habían recibido órdenes bien claras. Uno disparó contra él y los dos se abalanzaron contra el joven que estaba entre ambos, exclamando a la vez que de su mano había salido el disparo asesino. Conocen bien cómo funciona la psicología de las masas.

»El resultado fue justo el que esperaban ellos. Un frenesí de patriotismo nacionalista y una total adhesión al programa de la fuerza por las armas.

—Pero sigue usted sin decirme cómo me ha encontrado —dijo Hertzlein.

Hércules Poirot sonrió.

—Eso ha sido fácil…, fácil al menos para una persona que posea mi capacidad mental, claro está. Partiendo del supuesto de que a usted no lo habían matado, y yo no pensé que pudieran matarlo, ya que algún día podría serles de utilidad estando con vida, en especial si lograsen a usted convencerle de que adoptase las posturas que había defendido antes, ¿adónde lo podían llevar? Lógicamente, fuera de los Imperios de Centroeuropa, pero no demasiado lejos, y sólo había un lugar en el que se le pudiera ocultar con la debida seguridad, en un manicomio, en un sanatorio para enfermos mentales, en el lugar en el que un hombre podría afirmar sin descanso, día y noche, que era Herr Hertzlein, pero de modo que esa afirmación resultase completamente natural. Los paranoicos siempre están convencidos de ser hombres de tremenda importancia. En todos los sanatorios psiquiátricos hay un Napoleón, un Hertzlein, un Julio César, y abundan los individuos que se creen el Buen Dios en persona.

»Llegué a la conclusión de que era probable que estuviera usted ingresado en una pequeña institución de Alsacia o de Lorena, en la que un paciente que hablase alemán sería perfectamente natural; pensé que lo más probable era que sólo una persona conociera el secreto, precisamente el director del sanatorio.

»Para descubrir su paradero contraté los servicios de cinco o seis médicos de probada buena fe. Éstos a su vez consiguieron cartas de presentación de un eminente alienista de Berlín. En cada una de las instituciones que visitaron se dio el caso de que el director, debido a una curiosa coincidencia, fue convocado por telegrama a una reunión una hora antes de que llegase el visitante. Uno de mis agentes, un médico joven, inteligente, norteamericano, recibió la orden de visitar Villa Eugenie, y cuando visitó a los pacientes paranoicos no tuvo mayor dificultad en reconocer nada más verlo que era usted el que estábamos buscando. En cuanto a lo demás, ya lo conoce.

Hertzlein calló unos momentos. Luego tomó la palabra de nuevo con voz conmovedora, apasionada.

—Ha hecho usted algo de veras grandioso, no sé si lo sabe. Esto significa el comienzo de la paz, de la paz en Europa, de la paz en el mundo. Es mi destino conducir a la humanidad por la senda de la hermandad y de la paz.

—Así sea… —dijo Hércules Poirot con voz queda.

xi

Hércules Poirot estaba sentado en la terraza de un hotel de Ginebra. A su lado había un montón de periódicos. Los titulares eran de gran tamaño, negros, vistosos. La asombrosa noticia había corrido como un reguero de pólvora por el mundo entero.

HERTZLEIN NO HA MUERTO.

Los gobiernos de los Imperios Centrales fomentaron los rumores, emitieron anuncios, desmintieron los anuncios, negaron con violencia lo afirmado.

Y entonces, en la gran plaza pública de la capital, Hertzlein tomó la palabra ante una concurrida multitud, y en esa ocasión no cupo ninguna duda. La voz, el magnetismo, el poderío… Hizo lo que quiso con el público hasta el momento en que puso a todos los presentes a gritar con frenesí.

Se marcharon a sus casas gritando a voz en cuello las nuevas consignas.

Paz… Amor… Hermandad… La Juventud ha de salvar al Mundo.

Poirot oyó a su lado un susurro de ropa cara y percibió el olor de un perfume exótico.

La condesa Vera Rossakoff se acomodó a su lado.

—¿Es verdad todo lo que se cuenta? —preguntó—. ¿Es posible que salga bien?

—¿Por qué no?

—¿Es posible que exista ese espíritu de hermandad en los corazones de los hombres?

—La fe puede mover montañas.

La condesa asintió con ademán pensativo.

—Sí, desde luego —dijo—. Pero es seguro —añadió con un gesto veloz— que no le dejarán salirse con la suya. Seguro que lo matan. Esta vez lo matarán de verdad.

—Pero su leyenda —replicó Poirot—, esa nueva leyenda, seguirá viva mucho tiempo. La muerte nunca supone el fin.

—Pobre Hans Lutzmann —dijo Vera Rossakoff.

—Su muerte tampoco ha sido fútil.

—Ya veo que no teme a la muerte —dijo Vera Rossakoff—. ¡Pues yo sí la temo! Y no tengo ningunas ganas de hablar de la muerte. Alegrémonos, sentémonos al sol, tomemos un vodka.

—Con muchísimo gusto, madame. Tanto más ahora que tenemos esperanza en el corazón. Tengo también un regalo para usted —añadió— si se digna aceptarlo.

—¿Un regalo para mí? Qué encanto.

—Excúseme un momento.

Hércules Poirot se dirigió al hotel. Volvió a los pocos segundos. Trajo consigo un perro enorme, de una fealdad singular.

La condesa aplaudió.

—¡Qué monstruo! ¡Es adorable! A mí me gusta todo lo que sea grande, ¡y nunca había visto un perrazo como ése! ¿Es para mí?

—Si le complace y lo quiere aceptar…

—Me encantaría. —E hizo un chasquido con los dedos. El perro apoyó el morro con toda confianza sobre su mano—. ¡Ya lo ve! ¡Conmigo es manso como un cordero! Es como aquellos perros tan grandes y tan fieros que teníamos en Rusia, en la casa de mi padre.

Poirot dio un paso atrás y ladeó la cabeza. En lo artístico estaba satisfecho. El perro fiero, la mujer exuberante… Sí, era una estampa perfecta.

—¿Cómo se llama? —preguntó la condesa.

Hércules Poirot respondió con un suspiro, aliviado como quien ve que ha concluido uno de sus trabajos.

—Llámele Cerbero.