6

 

 

Cuando Caleb llegó a la casa de los Hartley-Bell sabía que debería llamar a la puerta principal, pero no lo hizo. En cambio, rodeó la casa en dirección a la puerta trasera. No se trataba de la enorme puerta adyacente al hostal, sino de otra más pequeña oculta detrás de unos arbustos y del antiguo gallinero. Tuvo que emplear la fuerza para abrirla, pero durante el último año Caleb había pasado mucho tiempo en el gimnasio. Al principio, protestó por lo que le parecía una forma artificial de ejercitarse. Creía que los hombres debían ganar músculos trepando por las jarcias y levando anclas. Jared se había burlado de esa idea y había contratado a un entrenador personal para que lo ayudara. Caleb detestaba admitirlo, pero había funcionado.

Lo primero que vio fue que habían transformado el gallinero en un gimnasio. El patio donde las gallinas picoteaban y disfrutaban de sus baños de arena tenía un precioso cenador cubierto por una parra con dos sillones bajo él.

Se sentó en uno de ellos y echó un vistazo por el extenso jardín. ¡Estaba horrible! En otra época fue un lugar exuberante hasta el punto de parecer el Jardín del Edén. En ese momento, estaba casi yermo, y aunque los parterres seguían delimitados, estaban vacíos.

La enorme pérgola había desaparecido. Las chicas servían el té bajo ella, y recordó cómo los pétalos rosas y blancos caían sobre el mantel. Siempre había pensado que los pétalos hacían juego con la piel perfecta de esas hermosas muchachas.

Mientras rememoraba aquellos placenteros días estivales, la comida, las risas y, sobre todo, la perfección de ambas muchachas, se le llenaron los ojos de lágrimas. Habían pasado muchos años, pero ese día todo le parecía reciente.

Escuchó que se cerraba una puerta y después oyó la risa de una mujer, y supo que debería irse. Si salía por la puerta trasera y rodeaba la casa hasta la puerta principal, nadie descubriría que había estado allí.

Hizo ademán de levantarse cuando los vio y se sentó de nuevo. Las personas le generaban una enorme curiosidad. Se trataba de una pareja joven. Hallie se parecía a Leland. ¿Cuántas generaciones la separaban de su antepasado?, se preguntó. Pero sin importar el tiempo transcurrido, el parecido era evidente.

Caleb cerró los ojos un momento para recordar. Todos envidiaban mucho a Leland Hartley. Todos los hombres de Nantucket habían intentado que las muchachas se enamoraran de ellos. Habían vuelto de sus viajes a tierras exóticas con regalos: poemas escritos en tablillas de marfil, ballenas para los corsés o botones. ¡Los riesgos que habían corrido para conseguir recetas que llevarles a las muchachas! En Nantucket se convirtió en una muletilla: «¿Qué les has traído a la hermanas Bell?» Su padre las obligaba a devolver sedas y joyas, pero les permitía quedarse con las plantas que los hombres cuidaban durante las largas travesías por mar, con preciosas vajillas de porcelana, y con lo que más les gustaba: con la recetas de tierras lejanas.

Cuando los jóvenes regresaban a casa de sus largos viajes, rondaban la casa de forma incesante. El padre de las muchachas solía espantarlos con un remo, amenazándolos. Pero eso no desalentaba a ninguno. Regresaban antes de que amaneciera con un nuevo regalo, con una nueva esperanza.

Pero ninguno de ellos recibió jamás la mirada del amor. Las chicas reaccionaban de la misma manera con todos los hombres que las visitaban. Eran simpáticas, amables, generosas. Pero no había chispa.

Hasta que apareció Leland Hartley. Llegó desde Boston. Era un joven que buscaba alejarse de su encopetada familia y de sus interminables estudios. Uno de los chicos de los Starbuck lo invitó a tomar el té en casa de los Bell para que conociera a las hermanas. Ambas eran jóvenes y estaban en la flor de su belleza.

Caleb no estuvo presente aquel día, pero se enteró de lo sucedido. De la misma manera que se enteró el resto de la isla. Hyacinth abrió la puerta, sonriendo como siempre, y se presentó.

Después, llegó Juliana. Leland y ella se miraron y... Bueno, eso fue todo. Se casaron seis meses después. Y una semana más tarde...

Caleb no quería recordar el final de la historia, el momento en el que le informaron de sus muertes. Ningún isleño se imaginaba Nantucket sin las Bell y durante días la pena hizo que la isla se sumiera en el silencio.

Después, el padre de las chicas vivió solo, deseando reunirse con sus queridas hijas en el Cielo. Las malas hierbas crecieron a sus anchas en el jardín y la casa siempre estaba a oscuras. En cuanto a Leland, a Caleb le dijeron que el profundo dolor que lo embargaba lo convirtió en un suicida, de modo que lo pusieron bajo vigilancia para evitar que se hiciera daño.

Mientras Caleb observaba a la joven pareja, vio a Leland en la chica y no pudo evitar asombrarse al pensar en cómo ciertas características se heredaban de unos a otros con el paso de los siglos. La chica movía las manos igual que lo hacía Leland. Ladeaba la cabeza como él. Hasta su risa se parecía.

Caminaba al lado de un chico grande y musculoso que usaba muletas. Sus cabezas estaban muy juntas. Escuchaba sus risas. «Como Leland y Juliana», pensó. Solo tenían ojos para el otro.

«Ay, mi pobre, pobre Juliana», pensó. Lo que debía de dolerle ver a esa chica tan parecida al hombre que amaba. ¿O tal vez le beneficiara ver que seguía vivo en ella?

La pareja se estaba acercando y aunque estaban absortos el uno en el otro, pronto lo verían, y eso sería un poco bochornoso. Hizo ademán de levantarse, pero en ese momento la estúpida dueña del hostal de al lado abrió la enorme puerta roja y se acercó a la pareja hecha una furia. La puerta se cerró dando un portazo tras ella, tan fuerte como si fuera un cañonazo.

El chico, Jamie, estaba detrás de la chica, de modo que ella no vio su reacción, pero Caleb sí lo hizo. Jamie hincó una rodilla en el suelo, extendió los brazos para agarrar a la chica y después pareció recordar dónde estaba y bajó los brazos. Caleb había visto en multitud de ocasiones una reacción similar y sabía lo que la ocasionaba.

Mientras el chico se apoyaba en sus muletas para ponerse de pie, vio a Caleb sentado en el sillón. Al instante, su rostro adoptó una expresión agresiva.

—¡Jamie! —gritó Hallie, que estaba con la mujer enfadada—. ¿Has visto hoy a Edith?

En vez de volverse hacia ella, Jamie le contestó sin apartar la mirada de Caleb.

—No, no la he visto —dijo mientras caminaba hacia él. Tenía una expresión furiosa e incluso amenazadora—. ¿Puedo preguntarle quién es y por qué ha entrado sin permiso en esta propiedad?

—Soy Caleb Huntley —contestó él—, y no debería haber entrado sin anunciarme. Siento mucho la falta de modales.

Jamie se tranquilizó, relajó la expresión y se sentó en el otro sillón.

—Siento haber... —Agitó una mano en el aire sin saber cómo explicar su reacción y después señaló con la cabeza a la mujer que estaba frente a la puerta roja—. Supongo que sabe quiénes somos, pero esa es Betty. Su suegra, Edith, se pasa el día escapándose.

—¿Te resulta extraño? —replicó Caleb. Hasta ellos llegaba la furiosa voz de Betty.

—En absoluto. Creo que aunque Edith estuviera aquí, no la delataríamos. Nos trae comida del hostal a hurtadillas, así que organizamos unos tés estupendos o unos desayunos impresionantes después de ejercitarnos.

—¿Ah, sí? —le preguntó Caleb con una sonrisa y un brillo alegre en los ojos, como si estuviera tramando alguna travesura—. ¿Sigue preparando las galletitas que llevan anís en grano?

—Sí. También nos ha traído galletas con trocitos de fruta. Y magdalenas de naranja y melocotón.

—Típicas de los sesenta —señaló Caleb, que asintió con la cabeza—. Las recuerdo muy bien. Esa receta era de una mujer que intentaba encontrar a un hombre a quien había conocido años antes.

—¿Se refiere a alguien que se alojó en el hostal? —le preguntó Jamie.

Caleb trataba de encontrar una respuesta adecuada a la pregunta cuando vio que Hallie se acercaba a ellos. Se puso en pie, se presentó y le ofreció el sillón.

—No puedo aceptar su sillón —rehusó, dirigiéndose a ese hombre mayor tan atractivo.

—Traeré un taburete —se ofreció Jamie, que entró en el gimnasio.

Hallie se sentó en el sillón que Jamie había dejado libre.

—Siento mucho no haberlo saludado cuando llegó, pero Betty apareció de repente y... —Se encogió de hombros.

—Me temo que entré por la puerta situada detrás del gimnasio. Me he colado en la propiedad sin permiso y te pido perdón. Hacía años que no venía y quería ver el lugar.

Hallie echó un vistazo hacia la puerta del gimnasio. A Jamie iba a resultarle difícil coger el taburete teniendo en cuenta que debía moverse con las muletas. Hizo ademán de levantarse, pero Caleb se lo impidió tocándole el brazo.

—Deja que el chico te impresione —dijo—. Ayúdalo cuando no haya otro hombre cerca.

—Buen consejo. —Hallie miró de nuevo hacia el jardín.

—¿Has tenido muchas visitas? —preguntó Caleb.

—Ninguna, salvo a la furiosa Betty. Edith ha venido, pero nunca he mantenido una conversación con ella.

—Pero me han dicho que has probado su comida —señaló Caleb con una sonrisa—. Llena el estómago, ¿verdad?

«Qué pregunta más rara», pensó Hallie, si bien no lo dijo en voz alta.

—Háblame sobre tu paciente. Jared me ha dicho que estáis haciendo rehabilitación para la lesión de su rodilla.

—Sí. —Hallie miró hacia el gimnasio, a Jamie. Tenía el móvil en la oreja y cuando sus miradas se encontraron, articuló con los labios: «Todd.»

—¿Algún problema? —quiso saber Caleb.

—No —respondió Hallie—. Jamie es una compañía agradable y siempre está dispuesto a echarse unas risas. Me lo paso muy bien con él.

—¿Pero...? —replicó Caleb. Al ver que Hallie no hablaba, añadió, bajando la voz—: Si hay algo que te preocupa, puedes contármelo. Tengo un sinfín de nietos, así que a lo mejor puedo ayudarte.

—No es nada —le aseguró Hallie, pero la idea de que fuera un abuelo abrió muchas puertas. Sus abuelos fueron sus mejores amigos mientras crecía—. Se niega a quitarse la ropa.

—¡Ah! —exclamó Caleb.

—No, no me malinterprete. Para los masajes. Nunca he visto un cuerpo tan tenso como el suyo y podría ayudarlo, pero no me deja. —Suspiró—. Es una de sus peculiaridades, nada más.

—¿Tiene muchos comportamientos raros?

Hallie se echó a reír.

—Un montón. No soy capaz de animarlo a salir de la casa. Ni siquiera quiere caminar por la calle conmigo. Y su estancia en este lugar está rodeada de misterio. Si su familia puede permitirse un avión privado, ¿por qué no lo han enviado a alguna clínica privada en Suiza o en algún otro sitio? ¿Por qué aquí, conmigo, una persona a la que ni siquiera conocen?

—Sea cual sea el motivo y después de haberos visto juntos, creo que han tomado la decisión acertada.

Hallie agitó la mano.

—No es lo que parece. Nos reímos y bromeamos y... —Dejó la frase en el aire e hizo una mueca—. El caso es que está enamorado de una chica llamada Valery. Dice que es el amor de su vida.

Caleb miró hacia el gimnasio. Jamie seguía hablando por teléfono.

—Por su aspecto, yo diría que estás haciendo un trabajo fantástico.

—Eso espero. La verdad es que no me parece que sea un trabajo. Jamie dice que su familia llegará dentro de unos días. ¿Los conoce?

—No, a muchos de ellos no. —Caleb se inclinó hacia ella—. Cuando el chico deje de hablar por teléfono, ¿te importaría dejarnos a solas un rato? Veré si puedo averiguar algo. En Petticoat Row Bakery venden unos dulces maravillosos. Me encantaría tomar el té en el jardín.

—Lo haré —dijo ella—. Y gracias. —Después de que Jamie guardara el móvil, Hallie se acercó a la puerta del gimnasio y le dijo que iba al pueblo y que el señor Huntley se quedaría para tomar el té.

—A lo mejor Edith nos trae algo —replicó Jamie.

—No, creo que hoy vamos a hacer algo distinto. Volveré dentro de una hora. —Titubeó durante un segundo, como si Jamie le estuviera diciendo con los ojos que no se fuera. Que el Señor se apiadara de ella, porque estuvo a punto de darle un beso para reconfortarlo. Como hacía por las noches. «Tengo que alejarme de él», pensó. Tras despedirse de ambos con la mano, se marchó.

Jamie tomó asiento en el sillón situado junto al del señor Huntley y guardaron silencio durante unos minutos, mientras observaban el yermo jardín.

—Ella no tiene ni idea de lo que has pasado, ¿verdad? —preguntó Caleb en voz baja.

Jamie pareció tomarse unos segundos para decidir si le contaba o no la verdad.

—No, no tiene la menor idea.

Caleb asintió con la cabeza.

—Me ha dicho que no quieres quitarte la ropa.

—Este cuerpo maltrecho tiene muchas marcas y muchas cicatrices —replicó Jamie—. La gente las ve y empieza a compadecerse de mí. Empiezan a preguntarme si me encuentro bien. He descubierto que solo quieren escuchar que estoy bien.

Caleb entendía a lo que se refería.

—¿Quién es Valery?

Jamie tomó una honda bocanada de aire.

—Una compañera del ejército. Una soldado. Todos estábamos medio enamorados de ella y envidiábamos a su marido, que se quedó en casa. Siempre nos animaba, nos hacía reír y evitaba que el miedo nos paralizara. —Hizo una pausa—. Los dos íbamos en el Humvee que voló por los aires. Yo fui el único que salió de allí con los dos brazos y las dos piernas.

—¿Y Valery?

Jamie tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse.

—No lo logró.

—Ese tipo de cosas generan un sentimiento de culpa en cualquier hombre, ¿verdad?

—Ni se lo imagina.

—En realidad, creo que puedo imaginármelo —le aseguró Caleb en voz baja, tras lo cual cambió el tono—. ¿Cuándo vas a contarle todo esto a la joven Hyacinth?

—¡Nunca! —exclamó Jamie con ferocidad—. Desde que regresé, ella es la primera persona que no me ha mirado con lástima. Toda mi familia me trata como si pudiera romperme en mil pedazos. Los niños no deben hacer ruido, no pueden tirar cosas al suelo, no pueden gritar porque el tío Jamie está... tocado. —Cerró los ojos y trató de controlar su temperamento—. Pero lo que de verdad me duele es que necesito todo eso.

—¿Cómo acabaste aquí en Nantucket con Hallie?

Jamie se tomó unos minutos para contestar.

—Cuando nos enteramos de que una fisioterapeuta iba a heredar esta casa, nos pareció la solución perfecta. Era la oportunidad de alejarme de mi familia. De tener un poco de paz. Me gustó la idea desde el principio. Incluso intercambié algunos mensajes de correo electrónico con una chica que pensé que era Hallie. Pero la víspera del traslado, me eché atrás. No quería cargar a una chica inocente con mis miedos y mis pesadillas. Ya ha visto que no soy capaz de escuchar un portazo sin adoptar una posición defensiva. ¿Quién se merece algo así? ¿Quién...? —Las manos de Jamie aferraban con fuerza los brazos del sillón y sus nudillos estaban blancos—. Mi hermano me drogó. Mis padres no lo sabían. Aquella noche me acosté en casa y me desperté aquí, y conocí a Hallie. —Al mencionar su nombre, comenzó a relajarse—. Ha sido estupenda conmigo. No se compadece de mí. Solo piensa que soy un poco raro. —Esbozó una sonrisilla—. Pero no le importa. He llegado a la conclusión de que está acostumbrada a lidiar con personas que no son precisamente normales.

—Y no quieres arriesgarte a perder eso —repuso Caleb. Él conocía muy bien lo que era el temor de perder a alguien. Mucho tiempo atrás, él había estado asustado por la posibilidad de perder a la mujer que amaba si no se convertía en un hombre muy rico. Su castigo por semejante vanidad llegó directo del Cielo—. Deberías decírselo —le aconsejó—. Quedarte en ropa interior y mostrarle la verdad.

—¿Y ver cómo sus ojos me miran de otra manera? —replicó Jamie—. Ya lo he visto muchas veces. No, gracias. Me gusta cuando me ordena que haga ejercicio. Hasta me gusta que me haya tomado por un playboy rico. Mejor eso que su lástima.

Caleb meneó la cabeza.

—Creo que no sabes que a las mujeres no les hace ni pizca de gracia descubrir que un hombre les ha mentido. —Miró a Jamie y se percató de que no parecía preocupado en absoluto—. Veo que jamás te has enfrentado a una mujer furiosa por las mentiras de un hombre.

Los ojos de Jamie tenían un brillo risueño.

—No lo sé con seguridad, pero creo que Hallie podría perdonarme.

Caleb se echó a reír.

—¡Ah, la vanidad de la juventud! Escuchándote, me alegro de ser mayor. —Se puso en pie—. Vamos, te enseñaré cómo era antes el jardín. Puedes usar la información para impresionar a tu preciosa amiga.

—Es preciosa, ¿a que sí? Me gusta su figura. Es...

Caleb puso los ojos en blanco y después señaló el lugar donde antes crecían los arándanos.

 

 

Cuando Hallie regresó, llevaba una bolsa llena de muffins y galletas, y unos zapatos planos nuevos de color azul marino.

—Lo siento —se disculpó—. Hay una tienda de ropa al lado del obrador y he tenido que hacer una compra de urgencia.

Jamie, apoyado en sus muletas, se encontraba junto a la puerta trasera. Caleb, que estaba a su lado, se preguntó cuál sería su reacción. ¿Intentaría demostrar su masculinidad diciendo que no debería haberlos hecho esperar?

—Sabia decisión —replicó Jamie con solemnidad—. ¿Crees que los tendrán de mi número?

—En caso de que los tengan, deben de estar atracados en el muelle. —Miró a Caleb—. ¿Dónde cree usted que ponían la mesa las Damas del Té?

—Allí —contestó, señalando hacia el lugar—. Había una pérgola cuajada de rosas.

En el lugar donde se emplazaba la estructura solo quedaban unas cuantas losas en el suelo. Hallie señaló la sombra que ofrecía la pared.

—¿Y si sacamos una mesa y unas sillas y nos tomamos el té allí?

—Me encantaría —contestó Caleb.

—Vamos —le dijo Hallie a Jamie—, ayúdame a organizar todo esto y a lo mejor dejo que te pruebes mis zapatos nuevos.

—¿Antes o después de que te los quites? —le preguntó él mientras la seguía hacia el interior de la casa. Al llegar a la puerta, se detuvo para mirar a Caleb—. ¿Ve? Ni rastro de lástima.

No tardaron mucho en sacar tres sillas, una mesita y una bandeja llena con todo lo necesario para tomar el té.

—Quiero escuchar todo lo que sepa sobre la historia de las Damas del Té —dijo Hallie mientras servía—. Aunque me temo que si acabaron siendo fantasmas, no tendrá un final feliz.

—Normalmente, todas las historias tienen una parte buena —señaló Caleb, que empezó a hablarles de las dos hermanas, que apenas se llevaban un año de diferencia. Eran niñas muy guapas, pero cuando llegaron a los dieciséis años se habían convertido en auténticas bellezas—. Los hombres de Nantucket viajaban por todo el mundo, pero todos estaban de acuerdo en afirmar que jamás habían conocido a una mujer que pudiera compararse con Hyacinth y Juliana Bell.

Su madre murió cuando las niñas eran pequeñas. Su padre, el dueño de una tienda que vendía té y café, dedicó su vida a atender a sus hijas y a protegerlas.

Caleb era un gran narrador, de modo que los hizo reír mientras describía cómo los hombres de Nantucket intentaban cortejar a las dos guapísimas mujeres empleando desde regalos hasta visitas clandestinas.

—¿Veis este muro tan alto? El viejo Bell lo levantó para tratar de mantenerlos a todos fuera. Pero no nos detuvo. A ellos, quiero decir, no los detuvo. Hombres y jóvenes saltaban el muro noche y día, y caían al suelo. El doctor Watson afirmaba que sus consultas se reducían estrictamente a atender a los que él llamaba «los tontos de las Bell». Tobillos, brazos y clavículas rotas, o torceduras en el cuello. La mitad de los hombres de la isla necesitaba muletas.

Jamie y Hallie reían a carcajadas.

—Lo que todos adorábamos de ellas... —Caleb enmendó de nuevo su error—. Quiero decir, lo que todos adoraban de ellas era que su belleza nunca se les subió a la cabeza. Eran la bondad personificada. Eran... —Se vio obligado a guardar silencio para recobrar la compostura. Hallie tenía razón. Esa historia no tenía un final feliz. Miró de nuevo las interesadas caras de los jóvenes, que esperaban escuchar más—. Eran las casamenteras del pueblo.

—¿Se refiere a que se dedicaban a unir parejas? —preguntó Hallie.

—Sí, y se les daba de maravilla. Fueron ellas las que consiguieron que el capitán Caleb Kingsley y la preciosa Valentina Montgomery dejaran de discutir y admitieran que estaban locos el uno por el otro. —Miró a Jamie—. Si no lo hubieran hecho, tu antepasado Kingsley no habría nacido y ahora no estarías sentado aquí con esta preciosa chica.

—Las adoro —replicó Jamie con tal seriedad que hizo que Caleb se echara a reír y que Hallie se pusiera colorada.

Caleb siguió.

—Las chicas invitaban a gente, joven y mayor, a tomar el té casi todas las tardes, y lo que servían era una delicia sin parangón. Se decía que con unos cuantos percebes y un poco de agua sucia eran capaces de hacer ambrosía. Entre su belleza, la comida y sus habilidades como casamenteras, entenderéis por qué todos los hombres de Nantucket volvían con regalos para ellas. —Les habló de la prohibición del señor Bell de quedarse con regalos personales costosos, de modo que los marineros les ofrecían regalos que podían usar a la hora del té—. Les encantaban especialmente las recetas procedentes de todos los lugares del mundo.

—¡Nuestros tés son así también! —exclamó Hallie—. El hostal parece haber continuado con la tradición, porque Edith nos trae comida típica de otros países.

—¿Ah, sí? —replicó Caleb con una sonrisa, tras lo cual prosiguió—: A lo largo de los años, las hermanas Bell llegaron a conocer muy bien a sus invitados y se percataron de aquellos que tenían cosas en común. Así que idearon formas de lograr que la posible pareja se encontrara en la iglesia, en las reuniones de sociedad o allí donde pudieran. Además, tenían un don para evitar emparejamientos mal avenidos y juntar a personas que de verdad se gustaban. —Caleb rio entre dientes—. A veces, se encontraban con una enorme resistencia, como aquella ocasión en la que unieron a la hija de un tabernero con uno de los hijos de los Coffin, una familia adinerada. Tardaron un tiempo, pero al final lograron que la familia del chico la aceptara.

—¿No eran demasiado jóvenes para dedicarse a algo así? —preguntó Hallie.

—Eran almas antiguas —respondió Caleb en voz baja—. A veces, cuando las personas intuyen que no van a estar mucho tiempo en este mundo, parecen más sabias de lo que les correspondería por su edad. Creo que en este caso esas preciosas chicas querían dejar tras ellas lo que sabían por instinto que jamás disfrutarían. Le dieron a la gente amor y familias.

—Creo que no quiero escuchar el final de la historia —dijo Hallie.

Jamie extendió el brazo sobre la mesita, le cubrió la mano con la suya y le dio un apretón.

—¿No lo cambió todo el antepasado de Hallie?

—Sí, lo hizo —contestó Caleb, que comenzó a describir el flechazo instantáneo que se produjo entre Juliana y Leland—. Una vez que esos dos se vieron, el resto del mundo dejó de existir.

Caleb se percató de la mirada fugaz que intercambiaron Jamie y Hallie, como si supieran a lo que se refería. No le resultó fácil contener la sonrisa. Durante su larga vida, había visto a muchas personas enamorarse a primera vista.

—Juliana y Leland se casaron, ¿verdad? —preguntó Hallie.

—Sí, seis semanas después de conocerse, contrajeron matrimonio.

—¿Fue una boda bonita? —Hallie no quería parecer demasiado ñoña delante de los hombres.

—Fue gloriosa, en todos los aspectos. Tengo entendido que Juliana llevó un vestido del color del cielo antes de la tormenta, y que su hermana llevó uno del color del alba en alta mar.

—¡Oh! —exclamó Hallie, soltando el aire—. No estoy segura de cómo son esos colores, pero me gusta cómo suenan. ¿Hubo muchas flores?

—Los isleños dejaron sin flores la mitad de los jardines de Nantucket. Pero claro, había pocas familias que no estuvieran en deuda con las chicas, y eso incluía la existencia de muchos niños que no habrían nacido de no ser por ellas. Alguien las apodó las Princesas de los Futuros Dichosos.

—¡Qué bonito! —exclamó Hallie—. Siempre he soñado con... —Se contuvo—. En todo caso, ¿no tuvieron tiempo los recién casados de disfrutar de una vida feliz antes de... ya sabe?

—No —respondió Caleb sin más—. Durante la fiesta posterior a la boda, el padre de las chicas perdió el conocimiento. Todos habían estado tan preocupados por los preparativos que no se habían percatado de que estaba enfermo. —Tomó una bocanada de aire—. Seguramente había pillado la fiebre de alguno de los barcos que acababan de regresar con cargamentos de té. Sus hijas insistieron en cuidarlo, de modo que Juliana pospuso su luna de miel... y su noche de bodas. —Miró a la pareja con una expresión desolada—. Las chicas acabaron contagiándose. El padre se recuperó, pero ellas no. —Se tomó unos minutos para tranquilizarse—. Toda la isla sintió sus muertes. En menos de una semana, pasaron de una alegre celebración a las lágrimas por su pérdida.

—¿Y qué le pasó a Leland, el novio? —quiso saber Hallie.

—Estaba inconsolable. Sus familiares llegaron desde Boston y se lo llevaron de vuelta a casa. Jamás regresó a la isla. Muchos años después, se casó de nuevo y tuvo un hijo, tu antepasado.

Los tres guardaron silencio un rato, escuchando los pájaros y el viento, sobrecogidos por la trágica historia.

Jamie le puso fin al momento de tristeza.

—En fin, si voy a estar en una casa con fantasmas, me alegra que por lo menos sean dos tías buenas.

Hallie y Caleb no pudieron contener las carcajadas.

Caleb se metió una mano en un bolsillo, sacó una llave antigua y la dejó sobre la mesa.

—Eso debería abrir la puerta lateral.

Jamie cogió la llave.

—¿Y las veremos dentro?

—Solo si aún no has conocido a tu Amor Verdadero.

—¿Cómo? —preguntó Hallie.

—¿Jared no os ha contado esa parte? —Caleb se vio obligado a fingir inocencia, ya que sabía muy bien que Jared jamás les habría contado esa historia tan antigua.

—No, no lo ha hecho —dijeron Hallie y Jamie al unísono.

—La leyenda asegura que a las Bell todavía les gusta emparejar a la gente y que los únicos que pueden verlas son aquellos que necesitan su ayuda. Si la puerta se abre, se les admitirá en una estancia preciosa donde las hermanas Bell los estarán esperando.

—¿Y si no se necesita su ayuda?

Caleb se encogió de hombros.

—En ese caso, se entra en una habitación que ha estado cerrada durante mucho tiempo. Henry mantuvo todas las puertas cerradas después de comprar la casa. No sé si alguna vez volvió a entrar en esa estancia tras la primera vez. A estas alturas, debe de estar llena de polvo. —La historia era mucho más complicada, pero Caleb no pensaba ahondar en ella, al menos no en ese instante.

Jamie resopló.

—¡Un momento! Si Edith puede verlas, ¿eso significa que está buscando a su Amor Verdadero? ¿No está un poco... en fin, no sé, talludita para esas cosas?

Caleb no sonrió.

—¿Estás insinuando que es demasiado mayor para encontrar el amor? —preguntó con voz alta y ronca.

—Solo trato de darle un toque más realista a este cuento de hadas —respondió Jamie, alzando también la voz.

Hallie lo miró furiosa.

—Como te pelees y te hagas daño en la rodilla, te juro que te quito la ropa antes de llamar a la ambulancia. —Se volvió hacia el señor Huntley—. Entonces ¿por qué no se abrió la puerta cuando intenté abrirla? Sé que Jamie tiene a alguien, pero yo no.

—¿A quién tengo yo? —se apresuró a preguntar Jamie, pero cuando Hallie lo miró con gesto elocuente, dijo—: Ah, sí.

—Tendrás que averiguarlo tú sola. —Caleb se miró el reloj—. Me temo que debo marcharme. Mi encantadora mujer me espera. —Se puso en pie—. Podríais venir alguna noche a cenar, si os parece bien. —El ceño fruncido de Jamie lo detuvo—. Claro que con el inminente jaleo de la boda, tal vez sea demasiado.

Jamie y Hallie acompañaron al señor Huntley hasta la puerta principal y lo siguieron con la mirada mientras enfilaba la calle. Cuando se perdió de vista, se miraron.

Hallie tenía la llave en la mano.

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora?

—¿Ir a ver una habitación polvorienta que lleva cerrada a saber cuánto tiempo? —sugirió Jamie.

—Si la vemos polvorienta, eso significa que tanto tú como yo hemos conocido a nuestro Amor Verdadero.

—No —replicó él—. Eso significa que no han limpiado.

—Pero Edith...

—Es obvio que tiene una llave —la interrumpió Jamie—. La próxima vez que la vea, la agarraré del pescuezo y la obligaré a hablar.

—Si le haces eso, dejará de robarle la comida a Betty para traérnosla —señaló Hallie.

—Ahí le has dado. Bueno, ¿lista para abrir la puerta?

—A lo mejor deberíamos esperar hasta mañana por la mañana, porque hay más luz y así podremos... —Dejó la frase en el aire cuando vio que Jamie echaba a andar hacia el lateral de la casa. ¡Estaba ganando velocidad con las muletas! Cuando lo alcanzó, Jamie estaba frente a la puerta de doble hoja.

—¿Quieres abrirla tú o lo hago yo? —le preguntó él.

Hallie tenía la llave en la palma de la mano.

—¿Y si abrimos la puerta y descubrimos dos preciosos fantasmas esperándonos?

—Las saludamos. —Jamie le quitó la llave y la introdujo en la cerradura. Giró con facilidad—. ¿Preparada? —Al ver que ella asentía con la cabeza, giró el pomo.

Descubrieron una estancia llena de polvo y de telarañas, con algunas hojas secas en el suelo. Pero sin fantasmas.

—¿Lo ves? —dijo Jamie, y Hallie supo que se estaba riendo de ella.

—Supongo que esto significa que he conocido al amor de mi vida. —Hallie empezó a explorar el lugar. Era una estancia grande y aunque todo estaba cubierto de una capa grisácea de polvo, saltaba a la vista que lo que había debajo era bonito. En un rincón vio un sofá pequeño y unas cuantas sillas. Junto a las sucias ventanas se habían dispuesto dos mesas. Frente a una de las paredes se emplazaba una enorme vitrina de madera maciza llena de piezas de porcelana. Cogió un plato y pasó la mano para quitarle el polvo—. Mira, es el mismo motivo de los platos en los que hemos estado comiendo.

—Si Edith tiene una llave, y basándonos en lo que hace en el hostal, seguramente haya cogido «prestados» algunos. —Jamie estaba junto a una puerta, situada en un rincón—. ¿Quieres saber qué hay detrás?

Hallie se acercó mientras él la abría. Tras ella descubrieron una despensa enorme, con estanterías que llegaban desde el techo hasta el suelo... cargadas de objetos. Aunque había una ventana, estaba tan sucia que la luz apenas podía pasar.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Hallie.

Jamie pasó junto a ella para acercarse a una puerta situada en el otro extremo. Al abrirla, vio la cocina al otro lado.

—¡Qué raro! Esta puerta tiene pomo en este lado, pero no en el otro.

—¿No te parece raro que haya fantasmas y te extrañas de que una puerta tenga pomo solo en un lado?

—De momento, no he visto pruebas de que haya fantasmas.

Entró en la cocina y sacó una linterna de un cajón, tras lo cual regresó y la encendió a fin de que la luz iluminara las baldas de las estanterías. Lo que había ante ellos eran utensilios de cocina pertenecientes a distintos siglos. Una oxidada sandwichera de hierro descansaba al lado de unas varillas para batir típicas de los años cincuenta. Unos cuantos moldes de cobre ennegrecidos se apilaban unos sobre otros, cubiertos de telarañas. Dos baldas estaban cargadas de productos, desde extractos y jarabes hasta harina de repostería. Por todos lados había botellas, frascos y recipientes de mármol, estaño o cristal.

—Tengo la impresión de estar viendo un barco hundido —comentó Hallie mientras trataba de respirar hondo, pero habían levantado tanto polvo que empezó a toser.

—Vamos, salgamos de aquí. —Entraron en la cocina y cerraron la puerta tras ellos—. ¿Estás bien? —le preguntó.

—Claro, pero es un poco deprimente, ¿no crees? Sean o no fantasmas, Henry Bell cerró parte de esta casa y no puso un pie en esas estancias. ¡Con todas las cosas que hay dentro! ¿Crees que se las regalaron a esas pobres mujeres que murieron hace tanto tiempo? ¿Gente que vio limpia la habitación? —Levantó la cabeza—. ¿Las guardarían las Damas del Té con la esperanza de un futuro que nunca tuvieron?

—Vamos al exterior y te contaré lo que el señor Huntley me ha explicado sobre el jardín.

Hallie sabía que Jamie estaba tratando de distraerla de la trágica historia y eso la alegró. La verdad era que había sufrido tantas muertes en su vida que la simple mención del tema la devolvía al pasado. Cuando su padre y Ruby murieron en el accidente de coche, Shelly se quedó destrozada. En aquel entonces, era una adolescente, así que la mayor parte de las responsabilidades recayó sobre Hallie. Elegir la ropa que debían llevar para enterrarlos y los ataúdes... Hallie tuvo que encargarse de todo eso.

Una vez fuera, Jamie se detuvo y la miró. No hizo falta que le explicara lo que estaba pensando. Dejó que las muletas cayeran al suelo y la abrazó.

—Es normal entristecerse por los que nos han dejado —le dijo en voz baja—. Todos lo merecen, pero no dejes que te impida vivir el presente.

Hallie se aferró a él y presionó la mejilla sobre el lugar donde latía su corazón. Era estupendo sentir su consuelo. Se habría quedado así todo el día si él no la hubiera apartado.

—Venga —dijo Jamie—, vamos al gimnasio a sudar un poco. Hará que te sientas mejor.

Hallie gimió.

—¿Por qué me ha tenido que tocar un deportista? Yo soy más una lectora. ¿Por qué no hacemos una búsqueda en internet para ver si encontramos información sobre las Damas del Té? Podríamos...

—Yo me encargo de eso —la interrumpió él, tras lo cual cogió las muletas, se apoyó en ellas y empezó a teclear un mensaje de correo electrónico en su móvil. Lo hizo rápido y después le enseñó a Hallie el mensaje que iba a enviarle a su madre.

 

Se supone que en esta casa viven los fantasmas de dos mujeres guapísimas. Se dedican a encontrar el Amor Verdadero de la gente. ¿Puedes decirnos algo sobre ellas?

Con cariño de tu hijo,

JAMES 

 

—Eso será más que suficiente —le aseguró Jamie—. Mi madre llamará a sus amistades y todos se pasarán la noche buscando información. En cuanto sepa algo, nos enviará todo lo que consigan encontrar sobre tus fantasmas.

Hallie sonrió.

—Una mujer con una gran curiosidad, ¿no?

—Es insaciable. ¿Podemos irnos ya al gimnasio? Me duele la rodilla.

El rostro de Hallie adoptó una expresión alarmada, pero se tranquilizó al instante.

—Si me dejaras trabajar con todo tu cuerpo, tendrías una postura mejor. No irías inclinado hacia un lado, lo que te provoca dolor, tal como te sucede ahora.

—¡No voy inclinado!

—Sí que lo haces. Te mueves así. —Y procedió a caminar de forma exagerada, inclinando mucho el cuerpo hacia la izquierda—. Si me lo permitieras, podría corregir tu postura.

Jamie frunció el ceño.

—Hazlo otra vez. Me gusta la imagen posterior.

—¡Oye! —exclamó Hallie, aunque después se echó a reír—. Vamos, te daré un masaje en la pierna.

Jamie la siguió hasta el gimnasio sin dejar de sonreír.