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Mientras Edison se afana, Gregor no pierde tampoco un minuto. Conviene pasar rápidamente a otra cosa. Es incapaz de detenerse ahí y de hacer siquiera una pausa, de limitarse al encargo solicitado por Westinghouse, que acaba de cumplir. Este no era en realidad sino la aplicación de una idea fraguada hacía tiempo, diez años atrás en un parque público de la Europa del Este. Ha tenido que esperar lo suyo antes de plasmarla pero ya, en su mente, es agua pasada.
Y así, sin dormirse con su nuevo sueldo ni dejar transcurrir un poco de tiempo para verlas venir, comienza de inmediato a desarrollar sus lámparas de arco junto con distintos proyectos relacionados con la luz, y entre otras cosas un motor termomagnético, un generador piromagnético y un conmutador para máquina dinamoeléctrica. No es que una causa concreta le constriña a producir, a buscar ideas nuevas y a seguir inventando, sino que le impulsa algo superior a sus fuerzas, siendo a ese respecto y a sus ojos —pues tiene, fuerza es decirlo, un concepto bastante elevado de sí mismo— más imaginativo que nadie.
El que todas sus concepciones funcionen según tenía planeado —los experimentos se desarrollan siempre según sus previsiones— obedece a esa singular disposición, antes de construir una máquina, de verla con entera nitidez en su mente, en tres dimensiones y en todos sus detalles. A increíble velocidad, las piezas de los aparatos se le aparecen entonces totalmente reales y tangibles en cada uno de sus atributos, hasta el proceso mismo según el cual se manifestará su desgaste.
Pero tales aptitudes, y sobre todo esa excesiva intrusión de la realidad en la imaginación, la invasión de la idea tomándose a sí misma por la materia, pueden desligarle a uno un poco del mundo, o en cualquier caso de las personas que participan en un proyecto. Por ello, cuando Westinghouse propone contratar colaboradores al servicio de Gregor, las cosas nunca van bien. Desdeñando soberanamente el tablero de dibujo de sus ayudantes, anteponiéndoles sus construcciones interiores instantáneas, los lleva por el camino de la amargura, infligiéndoles sus bruscos cambios de humor, cargándolos de reproches y dominándolos con su desdén cuando tardan demasiado en entender, sustituyéndolos a un ritmo acelerado cuando no son ellos quienes se marchan antes, batiéndose en retirada. Muy pronto queda claro que prefiere trabajar solo, en presencia de nadie, salvo de su contable.
También queda claro que prefiere estar solo y vivir solo en general, y repasarse a sí mismo en los espejos antes que mirar a los demás, y prescindir de las mujeres pese a lo mucho que gusta a éstas, pues es muy guapo, muy alto, brillante y pico de oro, no tiene cuarenta años, resulta deseable. Si bien no le es indiferente —tampoco es que prefiera los hombres— que las damas se arrimen discretamente a su persona, parece que hasta ahora no tiene muchas ganas de que traspongan un umbral concreto. Pero eso responde también a ciertos puntos especiales de su carácter.
Carácter por lo demás imposible, algunos de cuyos rasgos, por citar tan sólo dos, tienen demasiado ocupado a Gregor como para dejar un poco de sitio. En primer lugar la extrema preocupación que le inspiran microbios, bacilos y toda suerte de gérmenes, lo que le obliga a limpiar de continuo cualquier cosa que tenga a su alrededor, de modo exagerado y sin confiar jamás semejante tarea a nadie, lavándose las manos antes y después. En segundo lugar, su manía de contarlo todo, perpetuamente, lo cual es una labor absorbente, perentoria como una ley. Contar los adoquines de las avenidas, los peldaños de las escaleras, los pisos de los edificios, contar sus propios pasos de uno a otro lugar y comparar cada vez los resultados, contar a los transeúntes en las calles, las nubes en el cielo, los árboles en los jardines, los pájaros tanto en esos árboles como en el cielo, en particular las palomas, que constituyen especial objeto de recuento.
Lo único que no cuenta Gregor de modo especial es el dinero, como si éste se hallara al margen de la ley —de ahí la necesaria y permanente presencia de un contable—, Gregor no está para tales cosas. Porque esa actividad del recuento le ocupa tanto más tiempo cuanto que, al no ser únicamente mecánica, invade también la esfera de las emociones: en la infinita multitud de cifras que ocupan su mente, cada una de éstas inspira a Gregor un sentimiento especial, un gusto particular, un color muy propio, sin que nada iguale su afección capital hacia los números divisibles por tres, hermoso número, como es sabido, que funciona en cualquier ocasión. Ajuicio de Gregor, todo cuanto se divide por tres es mejor. Nada tan hermoso para él como un múltiplo de tres.