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Generalizadas en todas las esquinas de las calles antes de proyectarse en las primeras pantallas, las electrocuciones de animales crean de entrada vivas emociones, y siguen causando su pequeño efecto, desde luego, pero pronto, aun elefantescas, quizá no son ya suficientes. La gente se cansa enseguida, como es sabido, la futilidad del hombre, etcétera. En vista de ello, Edison y su General Electric comienzan a preguntarse si, ya puestos, la aplicación de la corriente alterna a un ser humano no sería más franca, explícita y espectacular, más apta para conmocionar las mentes y convencer a la opinión pública de sus peligros. Lo único es encontrar un voluntario.

Faltan por supuesto los candidatos, que no se atropellan para sacrificarse espontáneamente. Tras largas búsquedas y discretas pesquisas realizadas en instituciones diversas, asilos, residencias, clínicas, entre sujetos melancólicos y lo bastante hastiados de la existencia como para sentirse tentados ocasionalmente por la soga, la estricnina, la caída libre, el viejo 45 Long Cok o el más reciente 7,65 Browning, resulta que ninguno lo está lo suficiente como para plantearse los electrodos. Cunde el desánimo, se considera la posibilidad de mandar a paseo el proyecto, hasta que al parecer se da por fin con el hombre ideal.

Ingresado en el presidio de Sing Sing, este primer cliente resulta ser un tal William Kemmler, quien acaba de ceder al impulso de degollar a su pareja con un hacha. Tales prácticas no están bien vistas, ya que el influjo del alcohol no es excusa alguna. Así pues, juzgando nada correcto despedazar de ese modo a su concubina, ha sido condenado a muerte, veredicto con el que el propio Kemmler, en buena lógica, se muestra conforme.

Hasta ahora, en tales casos, se ahorca. Pero Edison, valiéndose de sus relaciones, aduciendo que su nuevo sistema es más humano que el brutal patíbulo, más rápido, más higiénico, se las ingenia para hacer instalar un dispositivo idóneo en el penal. Considerando que ser sometido a tal procedimiento requiere un mínimo de confort, se juzga preferible que el reo esté sentado: en vista de ello se ordena talar y trocear un roble que crecía inocentemente en el patio de la cárcel, y con cuya madera los codetenidos de William Kemmler confeccionan un sucinto sillón. A dicho mueble se fijan dos electrodos revestidos de esponjas húmedas, conectadas a una dinamo modelo Westinghouse, obtenida clandestinamente. Y a las seis de una mañana de agosto, en un cuarto paradójicamente iluminado con gas y en presencia de una veintena de testigos, periodistas, sacerdotes y médicos, se acomoda a William Kemmler en el flamante asiento.

El primer intento de ejecución fracasa: tras una descarga eléctrica de mil voltios, administrada durante diecisiete segundos, Kemmler sigue vivo. Es deseo de todos, por descontado, repetir la operación cuanto antes, pero el generador requiere cierto tiempo para recargarse. Por lo tanto hay que esperar un buen rato, fastidioso intervalo durante el cual se oye gritar y gemir a Kemmler, horriblemente abrasado, lo que produce un excelente ambiente en el local. Una vez recargado el generador, se procede a un segundo intento y ahora, en el minuto largo que dura, se sube la tensión a dos mil voltios: muy rápidamente se propaga un fuerte olor a carne quemada al tiempo que brotan largas chispas de los miembros de Kemmler. Su copioso sudor se transforma progresivamente en sangre, una densa columna de humo comienza a alzarse de su cabeza, y sus ojos intentan con éxito salirse de sus órbitas hasta que su defunción, certificada por un forense, no deja lugar a dudas.

Ya es cosa hecha. Tras este primer reo calcinado, los desagradables efectos de la corriente alterna sobre el hombre son ya indiscutibles, Thomas Edison no está descontento. El que todos los espectadores del final de Kemmler hayan quedado horrorizados por la escena y puedan dar fe de ello le viene que ni pintado, pues a partir de ahora dicho sistema irá ligado al nombre de Westinghouse. Comprendamos su felicidad y nunca olvidemos que los inventos más magníficos corren parejas con historias magníficas. Es así, por ejemplo, como acaba de nacer la silla eléctrica, de un contraargumento publicitario.