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En la exposición de Buffalo, Gregor sigue siendo la estrella con la presentación de su nuevo número.
Bigote engominado recortado al milímetro, labios apretados en forma de hilo, cabello negro azulado con raya en medio y despejando una frente excesiva, encaramado muy tieso sobre una alta tarima ante una gigantesca sala llena a reventar, aguarda largo rato a que la gente observe un silencio total mirándola severamente, aunque es una pura pose, en realidad se dedica a numerar con exactitud al público, asiento plegable más o menos.
Su larga figura de zancuda con chaqué, corbata blanca y zapatos acharolados —cuyas gruesas suelas forradas de corcho aislante le hacen rebasar ampliamente, con su alta chistera, el doble metro— va perfilándose en la penumbra del escenario hasta que los focos, poco a poco, permiten descubrir en torno a él una profusión de aparatos de alta frecuencia. El claroscuro de una alcoba contiene paneles iluminados con sus sempiternas espirales y otras lámparas fluorescentes cuyos destellos van y vienen como soplos de aire. Aquí y allá crepita, proveniente de mecanismos, un relámpago. Esféricos u ovoides, pequeños objetos de cobre giran solos a gran velocidad sobre mesas envueltas en terciopelo, invirtiendo regularmente el sentido de su rotación.
Gregor prolonga largo rato el silencio una vez creado éste y, sin pronunciar una palabra, comienza a presentar una sucesión acelerada de prodigios eléctricos. Al poco, bajo sus impulsiones y a distancia, como mediante pases magnéticos, crepitan ya chispas por doquier, proyectando vivos fulgores e, intermitentemente, se propagan a través del aire en todas las direcciones trazadas por los largos brazos de Gregor —prolongados por larguísimos dedos, entre ellos dos interminables pulgares— hacia las lámparas que comienzan a centellear frenéticamente.
El público, tan poco avezado como yo en todos esos artilugios científicos, tiene ya los ojos como platos, boquiabierto ante el espectáculo. Pero cuando Gregor comienza, en medio de un tremendo estrépito, a deslizar entre las manos corrientes que rebasan los doscientos mil voltios, vibrando un millón de veces por segundo y presentándose en forma de gigantescas olas fosforescentes, cuando se metamorfosea él mismo en un largo diluvio de fuego, toda la sala grita hasta que finaliza el fenómeno. Tras lo cual, en el silencio progresivamente restablecido, el cuerpo inmóvil de Gregor y su indumentaria continúan durante un momento emitiendo vibraciones y halos de luz, que se mitigan muy lentamente hasta tornar a la oscuridad total, en un silencio de cripta que no turba siquiera la respiración, cortada, del público. A continuación, cuando se encienden brutalmente las luces en la sala, todo el mundo se mira parpadeando, sin atreverse a aplaudir, hasta comprobar que Gregor y todos sus accesorios han desaparecido en un instante del escenario convertido en un estuche lacado, inmaculado, vacío, como un espejo que devuelve a la gente a su estupor.
Disuelto éste, la gente se levanta en desorden y se dirige hacia la salida, los hombres encasquetándose pensativos el sombrero, las mujeres recomponiendo maquinalmente sus cintas y encajes con la punta de las uñas, hasta que desaparece todo el público. Enseguida los empleados y las acomodadoras comienzan a recorrer las filas de asientos, barriendo el suelo y mirando con el rabillo del ojo los objetos olvidados, las horquillas caídas, los abanicos perdidos, los prospectos arrojados. Desaparecidos todos los asistentes, sólo queda Ethel Axelrod, sentada en la primera fila de butacas, aparentemente absorta en sus pensamientos, simplemente vestida ese día con una falda redonda y una blusa de mangas fruncidas, todo de un rosa apagado, incluso el cuellecito alto que aprisiona su cuello, y como de costumbre sin ninguna pulsera ni collar, ni alfiler, ni más sortijas que su alianza. No se decide a levantarse hasta transcurrido un buen rato, mucho tiempo después de que haya desaparecido Gregor hacia los bastidores, hacia la sensación acrecentada de su poder, hacia el primer lavabo que encuentre para lavarse las manos.
Al salir de la sala, Ethel Axelrod no se presenta en el Pabellón de las Mujeres donde se agolpan sus amigas de la alta sociedad neoyorquina llegadas a Chicago, y donde se expone, desde el primer lavavajillas hasta la innovadora cremallera, todo cuanto promete simplificarles la vida. Cuando Ethel ve, junto a la rueda Ferris, a su marido acompañado del joven Angus Napier, decide no reunirse tampoco con ellos, y se dirige hacia las fuentes iluminadas especialmente diseñadas para la exposición. Concentrado en su conversación, Norman Axelrod no repara en la presencia lejana de su esposa, a quien el joven Napier sí ve.
Detengámonos unos instantes en el joven Angus Napier. Es un muchacho bajito de aire medroso aunque peligroso, solapado si bien una inocencia a veces delirante en la mirada, ingenua y obstinada como la de un ángel, se contrapone a ese aspecto camastrón y da la impresión de ser una criatura bastante loca, capaz de torturar a alguien hasta la muerte mientras lo aprieta deshecho en lágrimas contra su pecho, ofrendándole su amor y su vida entre dos sesiones de hierro al rojo vivo, plagiando así por anticipación la imagen del actor Elisha Cook Júnior, que nacerá en San Francisco diez años después, como Richard Widmark un 26 de septiembre, antes de venir a crecer aquí, en Chicago, para luego ir a desplegar en Hollywood sus talentos de actor secundario.
Al tiempo que alberga, convengamos en ello, una pasión sin esperanza por Ethel, Angus Napier ha conseguido ser imprescindible para Norman, desempeñando correctamente sus funciones de secretario con el fin de permanecer lo menos lejos posible de la mujer del jefe, quien, no obstante su dulzura y sus ideas avanzadas, no lo considera sino una forma apenas mejorada de criado. Pero, observando con clarividencia el interés discretamente marcado de Ethel para con Gregor, en el alma del joven Napier se ha instalado un odio absoluto hacia éste. Al verla alejarse hacia las fuentes, no dice nada.