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Salta a la vista, en efecto, que en los montes de Colorado el aire más seco y más claro que en otros lugares crepita de electricidad estática. Gregor hallará un ambiente idóneo para sus proyectos, más numerosos que nunca y que desea retomar cuanto antes. Amén de sus experiencias con las ondas electromagnéticas terrestres y atmosféricas, planea crear un sistema mundial de telegrafía sin hilos y, sobre todo, desarrollar su idea fija: lograr transmitir su energía gratuita y sin límites hasta los confines del planeta. A tal efecto es preciso construir un emisor.
Ya en Colorado Springs, Gregor se aloja en el Hotel Alta Vista. El recelo que le inspiran los ascensores lo lleva a aposentarse en la primera planta, donde elige la habitación 108, que, sin ser mejor que cualquier otra, presenta la ventaja de ser múltiplo de lo que ya sabemos. Una vez instalados sus enseres, ordena a la doncella que le provea a diario de dieciocho servilletas limpias, señalándole que preferirá ocuparse de la limpieza personalmente. Solventado lo cual, un carro tirado por bueyes lo traslada junto a sus ayudantes hacia el lugar que le han reservado.
El sol brilla con fuerza sobre Colorado, donde descargan frecuentes y violentísimas tormentas, produciendo incluso en una ocasión hasta seis mil relámpagos en el lapso de una hora: lugar ideal para la investigación, terreno de juego perfecto para los trabajos de Gregor, quien, hiperacúsico o mitómano —siempre el mismo problema con él—, asegura oír los rayos a mil kilómetros de distancia, cuando a sus ayudantes les cuesta oírlos a doscientos. Comoquiera que sea, el lugar que le han asignado en la montaña responde a su afán de misterio y clandestinidad: tan sólo lo rodean pastos recorridos por caballos indiferentes, y el edificio más próximo es una institución para sordomudos. Tras inspeccionar el panorama, los distintos animales y las aves locales, Gregor extrae del maletín un legajo de planos que despliega sobre un caballete para luego convocar a las empresas de la zona.
Rápidamente construido, su emisor se compone de una base de tablas rectangular llena de bobinas y de transformadores, rematada por una suerte de torre de donde arranca un largo mástil metálico, coronado a su vez por una esfera de cobre. Una vez conectado este mástil a un potente oscilador, Gregor procede a simular tormentas, primero discretas y luego cada vez más espectaculares. Tales experiencias pasan a ser muy pronto sumamente ruidosas, pero, como están lejos de todo, es probable que no molesten a nadie. Siempre se realizan además en plena noche cuando, como todo duerme en Colorado Springs, el consumo de corriente es el menor y Gregor puede permitirse echar mano sin contención de la de la compañía local.
Esas noches, en cuanto se dispone a poner en funcionamiento sus aparatos, todo el equipo se apresura a protegerse. El y sus ayudantes utilizan suelas de corcho, calzan guantes de fieltro o de amianto aislantes y se rellenan los oídos de algodón hasta los tímpanos. A continuación, una vez accionado el interruptor, comienzan a sucederse deslumbrantes relámpagos, más densos y prolongados que los de una tormenta natural, surcados de penachos centelleantes, desabridos, trémulos, para conectar de inmediato con todos los pararrayos de la zona en un radio de treinta kilómetros a la redonda, bajo el estrépito de los arcos eléctricos.
Todo ello, con ser muy sonoro, no molesta demasiado al vecindario, hasta que una noche, llevado por su entusiasmo, Gregor supera los límites y organiza un estruendo descomunal. De pronto todo deja de dormir en Colorado Springs: despertados bruscamente por el enorme volumen sonoro, los aterrados lugareños acuden corriendo en camisón, unos a caballo, otros en carreta de bueyes, otros incluso a pie no obstante la distancia, para averiguar la causa de aquello. Atónitos pero manteniéndose a respetuosa distancia, convencidos de que esos rayos artificiales pueden aniquilarlos de sopetón, permanecen al principio anonadados hasta que los animan esas redes de partículas incandescentes que se deslizan vivamente entre los granos de arena para ir a deflagrar bajo sus talones. De pronto se ponen a bailar sin ritmo alguno como todos hemos visto hacer en las películas del Oeste a los cowboys cuando les disparan a los pies, mientras, en torno al laboratorio, brotan largas chispas estridentes de cada objeto metálico conectado al suelo y, en los pastos vecinos, atrayendo descargas eléctricas con sus herraduras, plácidos caballos de tiro se encabritan y se desbocan espumeando y relinchando más salvajemente que ante el pensamiento del matadero, ante la imagen mental del desuello.
Esta peripecia ampliamente comentada es objeto de una pormenorizada crónica en el comunicado municipal, a cuya lectura los habitantes, al principio indignados y luego solamente descontentos, acaban mostrando cierta indulgencia no exenta de orgullo ante la idea de que tan eminente y poderoso sabio haya decidido afincarse en su terruño. Retorna la tranquilidad a Colorado Springs hasta que Gregor, otra noche, se pasa de la raya intentando emitir una onda eléctrica que en esta ocasión, cada vez más fuerte y para qué andarse con miramientos, debe entrar en resonancia en el interior de la propia Tierra.
Las corrientes necesarias serán más elevadas que nunca, pues las tensiones habrán de alcanzar millones de voltios. Gregor se ha vestido solemnemente para la ocasión: sombrero lustroso, guantes de pécari y levita Príncipe Alberto. Desgrana una cuenta atrás y contiene el aliento hasta que, al accionar su ayudante el interruptor, explota un enorme rayo por encima de la emisora, donde se expande una luz azulada glacial junto con un intenso olor a ozono, al tiempo que gigantescos relámpagos, formato rascacielos, brotan del mástil con un fragor de trueno más desmesurado que nunca. El fenómeno se prolonga unos minutos amplificándose hasta que se detiene de súbito: no más ruido, no más luz, pero sobre todo no más corriente ni modo de encender la menor lámpara.
Gregor, furioso, envía a uno de sus ayudantes a la compañía de electricidad de Colorado Springs, pues en esta ocasión la ciudad ha quedado totalmente sumida en las tinieblas. Le contesta el aterrado vigilante nocturno y luego le confirma el capitán de los bomberos que el generador principal de la compañía, sobrecargado por el experimento, ha explotado y se ha incendiado al instante. Convocado a la mañana siguiente, Gregor oye de boca del director de la compañía que se le suspenden las entregas. No se le suministrará más corriente mientras el generador no esté reparado corriendo él con los gastos, reparación rápidamente efectuada en una semana por los empleados de Gregor.
Colorado Springs vuelve a mirar mal al inventor, la prensa local se ha tomado mal el apagón, se le saluda menos en la calle y, en la habitación del hotel, la cantidad de servilletas diarias y su limpieza se ajustan menos a sus exigencias. Como le trae sin cuidado, prosigue sus investigaciones durmiendo con frecuencia in situ, y no más de unas horas, pues trabaja sin descanso hasta dar término a su sistema de telegrafía sin hilos, cuyas patentes se apresura a registrar, aunque demasiado apresuradamente, ay, y sin duda con excesiva torpeza.
Otra noche en que se afana con su potente receptor de radio, Gregor cree percibir extraños ruidos que parecen provenir de muy lejos, claramente melódicos y de ritmo regular. Treinta años después se comprobará que se trata de ondas mecánicas provenientes en efecto de las estrellas, pero Gregor, siempre propenso a exaltarse, las atribuye muy serio y sin dudar un ápice a seres pensantes muy lejanos, autóctonos de otros planetas —Venus o Marte como mínimo—, dotados de inteligencia, incluso más avanzados científicamente que nosotros y que intentan comunicarse con él. Y ya tenemos otra cosa.
Tan amigo de hacerse notar como amante del misterio, Gregor no necesita más elementos para declarar que se comunica con los marcianos. La noticia es publicada jubilosamente en todo el país por los periódicos, encantados con tales cosas, que tienen catalogado hace tiempo a Gregor como un tipo de oro y que no renunciarían por nada del mundo a una ocasión de ridiculizarlo, mientras que la comunidad científica, seria y envarada, valora menos ese tipo de números. Satisfecho de la nueva publicidad, y harto de vivir en el campo, en gran manera porque cada día es menos popular allí, Gregor decide regresar a Nueva York. Hace febrilmente las maletas a la par que medita, agitado ahora por una lancinante pregunta: ¿qué contestará a los marcianos, y cómo?