20

Veamos lo que ha de ser esa torre según el proyecto de Gregor.

Asentada sobre una construcción cúbica y rematada por un enorme electrodo, se construirá de madera, con una altura de sesenta metros, octogonal y troncocónica, y contendrá un grueso mástil de acero que se hundirá profundamente en la tierra, rodeado de una escalera en espiral. La base, montada en ladrillo, comprenderá una cámara de máquinas y un laboratorio que dará a una vivienda con todas las comodidades modernas. En cuanto al electrodo, cúpula forjada en cobre granulado, Gregor había previsto en un principio que tuviera forma de buñuelo, prefiriendo finalmente la de un sombrero de seta. El conjunto ofrecerá pues un aspecto fungiforme, un tanto similar a un champiñón gigante.

Una vez realizado el plano de la torre, falta buscarle una ubicación. Acaban inclinándose por un terreno situado en Long Island, junto a la costa, no demasiado caro y de acceso práctico, a cien kilómetros de Brooklyn y una hora y media de tren. Hecha la elección, falta ponerse manos a la obra, y así se hace.

Mientras se ponen manos a la obra, en la que se afanan decenas de obreros, Gregor no pierde un minuto. Ubicuo, se lo ve en todas partes a la vez como si se multiplicara por cuatro: obra, oficinas, laboratorio, salones. Amén de inspeccionar la progresión de la construcción, hora por hora y pendiente del menor detalle de la torre, pasa todos los días por sus nuevas instalaciones neoyorquinas de la Tercera Avenida, conferenciando con otros sabios llegados de todo el mundo, sin olvidar desarrollar nuevos y numerosos proyectos de investigación independientes de su torre, igualmente a jornada completa. Así, tras idear un modelo inédito de torpedo dirigido por radio —siempre útil en caso de conflicto, como acaba de verse con España—, dedica sus ratos perdidos a descubrir y perfilar diferentes cosas, redacta simultáneamente varias decenas de artículos y escribe él mismo a máquina, sin duda con ayuda de manos de recambio, peticiones de patentes referentes a sus nuevos descubrimientos y a sus aplicaciones prácticas. Respecto al resto de sus días y noches, Gregor los pasa entretenido en mundanidades en las salas de recepción del Waldorf o del Delmonico's, donde sólo se le sigue viendo a él.

Cuándo duerme, no se sabe, tal vez no duerme. Y cuándo folla, nada indica tampoco que practique tal actividad, no cabe descartar que le falte un poco de tiempo para ser más de cuatro personas a la vez. Siempre presente, siempre sumamente dinámico y eficaz, quizá tan sólo respecto al asunto de las patentes podría reprochársele un excesivo apresuramiento que puede hacerle incurrir incluso en negligencia.

Pero nadie se atrevería a reprocharle nada, ni siquiera o sobre todo Ethel, no obstante la íntima aunque elíptica y tácita complicidad que la une a Gregor, quien sigue cenando los martes y los viernes en casa de los Axelrod. Sin confesárselo a sí misma o ser consciente de ello, Ethel está demasiado pendiente de los sentimientos de Gregor, de su carencia o no de sexualidad, demasiado fascinada por su persona para permitirse intervenir en punto alguno de su vida profesional. Demasiado ocupada peinándose, escogiendo un vestido y perfumándose para esas veladas, y, al llegar él, demasiado concentrada en no mirarlo sin cesar mientras él perora sobre el progreso de los trabajos en Long Island, al tiempo que Norman prepara bonachonamente los cócteles y que el joven Angus Napier, a veces presente en dichas cenas, amuebla su rostro medroso con un esbozo de sonrisa manteniendo cuidadosamente amarrados sus sentimientos.

Y mientras se alza la torre desde donde van a llevarse a cabo los primeros experimentos de radiotransmisión, hete aquí que la prensa informa, en la portada del Philadelphia Inquirer, de un acontecimiento espectacular pero adverso. Un tal Marconi, Guglielmo de nombre y oriundo de Bolonia, acaba de echar por tierra el proyecto de Gregor. Joven de larga nariz fina y sonrisa melancólica, lejos de Nueva York y amparándose en su patente n.° 1111, el susodicho Marconi proclama sin sonrojo su invención de la radio.

Sin cable, en efecto, ha conseguido transmitir telegráficamente un primer mensaje a través del Atlántico, desde el condado de Cornualles hasta la isla de Terranova, demostrando que las ondas radioeléctricas pueden atravesar grandes distancias siguiendo la curvatura de la Tierra. El mensaje es muy sencillo, pues lo constituyen únicamente los tres puntos de la letra S en morse, pero el daño está hecho. Siendo Marconi el primero, a él corresponderá el mérito del invento. Estupor universal en general, cara de Gregor en particular.

Sorprende a todo el mundo que Marconi haya alcanzado su objetivo de modo tan simple. Se indaga sobre su persona. Se ignora que se ha limitado a utilizar hábilmente una de las patentes, la n.° 645.576, registrada por Gregor unos años atrás pero insuficientemente protegida. No existe modo de saber que esa patente fue enviada anónimamente por correo a Marconi. De saberse, cabría la posibilidad de preguntarse, estudiando la dirección manuscrita del sobre que la contenía, si no se observan puntos comunes con la letra de Angus Napier. Aun cuando, cuarenta y dos años después, el Tribunal Supremo reconocería la anterioridad de los trabajos de Gregor en lo tocante a la transmisión por radio, de momento, cuarenta y dos años atrás, ello supone una nueva jugarreta para él.

Todavía está húmeda la tinta en el papel del Philadelphia Inquirer cuando lo convocan urgentemente en el despacho de John Pierpont Morgan. Bueno, le dice el financiero, Supongo que su invento no sirve ya para nada. Ya ve que el italiano ese no ha necesitado ese enorme trasto para emitir. Un momento, contesta Gregor, déjeme que se lo explique todo.

Tiene que ir a por todas, juega su última carta, explicándose y desembuchando. Revelando que la radio no era sino una de las pequeñas utilidades de su torre monumental, termina desvelando el reto capital: su proyecto de energía libre. Hasta entonces había juzgado más prudente ocultar ese punto, consciente de que suponía un concepto del dinero escasamente compatible con el del mercado, y de que en principio sólo se financia aquello que entraña un lucro: con sólo mencionar tal perspectiva, los inversores rechinan de dientes. Pero, en fin, el inmenso John Pierpont Morgan tal vez se muestre sensible a la inmensidad de esa empresa, nunca se sabe.

Pero claro que se sabe: Morgan no se mostrará en absoluto sensible a semejante cosa. El financiero, en absoluto proclive a abrazar la función de filántropo, no muestra el más mínimo entusiasmo ante la idea de enviar corriente por la cara a países poblados por ainus, moldavos o senegaleses sin blanca. No sin reiterar la total simpatía que siente por Gregor y el apoyo moral que le dispensa, corta todo crédito de un plumazo. Las obras de edificación de la torre se interrumpen en un chascar de dedos. Nuevo fiasco.

Entiéndame, arguye Morgan, es que ese sistema suyo fallaba de entrada. Si todo el mundo pudiera utilizar la energía que le viniera en gana, ¿qué sería de mí? Ya me dirá usted dónde instalaría el contador.