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ana observó cómo Brigh jugueteaba con una
ramita del hogar: encendía su extremo, la agitaba y observaba las
curiosas formas que las volutas de humo adoptaban con el
movimiento. El dolor por la muerte de Galio seguía ahí, pero,
excepto el severo Michel, la comunidad trataba de animarla
asignándole tareas sencillas y ayudándole con sus lecturas. Desde
el incendio del rath no había sufrido ningún trance, pero
todos percibían que la muchacha era especial: sus ojos parecían ver
más allá de cualquier mortal y en ocasiones conversaba con
visitantes invisibles. Auguraba con indiferencia pequeños
incidentes —una caída, un resbalón— que acontecían poco después,
para sorpresa de todos. Pero la muchacha silenciaba sus sensaciones
para no inquietar a los que tenía a su alrededor y luchaba
constantemente por silenciar su mente y no caer en un perenne
estado de melancolía.
Los monjes se habían interesado por el caso y habían mostrado a Dana algunos textos, entre ellos una antigua obra cristiana, llamada La enseñanza de los doce apóstoles, en la que se hacía referencia a los «carismáticos», hombres que hablaban en trance profetizando hechos futuros. Pero ella no necesitaba revisar textos rancios para llegar a esa evidencia. Muchos druidas poseían extrañas facultades que les permitían interpretar el destino observando las nubes, el vuelo de las aves, la forma de los rayos o incluso los cambios de temperatura. Los antiguos dioses habían entregado a unos pocos hombres y mujeres una parte de su omnipotencia para aconsejar y regular las acciones humanas, el tiempo de las cosechas, la idoneidad de una guerra… Y parecía que el Dios cristiano también consideraba útil tal regalo para afrontar la aciaga existencia, a pesar de los recelos de la mayoría de sus sacerdotes. Nadie en Irlanda dudaba de la existencia de seres libres, ajenos a las rígidas leyes naturales, que vagaban por los antiguos bosques como ecos de los antiguos dioses, como tampoco de los espíritus difuntos a los que, por sus faltas, se ha vetado el debido descanso.
Los textos de la biblioteca podrían ayudarla a aumentar sus conocimientos, pero sólo los druidas sabrían canalizar las cualidades de Brigh y encauzarlas. La muchacha era como un estanque de agua prístina que podía enturbiarse sin la adecuada formación. Cuando sus ojos se oscurecían y su agraciado rostro de niña adoptaba rasgos demoníacos, Dana veía respaldada su sospecha.
—Nos vamos, Brigh —le anunció con firmeza, decidida a abandonar el cenobio.
—No lo creo… —le respondió ella sin dejar de juguetear con la ramita.
Un escalofrío recorrió la espalda de Dana. Allí estaban de nuevo esa mirada oscura y ese semblante horrendo.
—Ya están aquí… y quieren matarnos…
Dana se quedó paralizada, era incapaz de articular palabra. Sintió el deseo imperioso de salir corriendo del herbolario pero, como siempre, todo se desvaneció en un instante: gruesas lágrimas se deslizaban por el rostro de la muchacha. La rama cayó en el fuego y se consumió. La criatura desvalida, manipulada por fuerzas que no podía comprender ni controlar, había regresado. Se arrepintió de su deseo de abandonarla. No lo haría jamás.
—Ven aquí…
Brigh se acercó y ella la estrechó con fuerza. Absorbía su calor, aquellos estados parecían vaciarla por dentro. Dana ardía en deseos de preguntarle qué nueva desgracia amenazaba al monasterio, pero aguardó a que la muchacha se calmara.
Mientras escuchaba su quedo llanto, Santa Brígida comenzó a tañer.
—Es verdad. Estamos atrapadas aquí, Dana —susurró Brigh.
Dana la soltó, le rogó que no abandonara el herbolario y salió al exterior; la inquietud pesaba como una losa en su pecho. Estaba anocheciendo. Las antorchas iban y venían mientras la campana tañía con ansia.
Atisbó a Brian y el monje le hizo gestos de que lo siguiera hasta el acantilado. Dana se situó a su lado, junto al borde.
—Mira…
Tardó un rato en distinguir una forma más oscura que las olas. La silueta panzuda del navío negro, con una docena de remos batiendo las olas en cada banda y una única vela teñida con bandas rojas y blancas, no dejaban lugar a dudas.
—Un drakkar musitó Brian.
—¡Vikingos! —exclamó ella, horrorizada.
Esa imagen desalentadora se repetía en la isla desde hacía dos siglos. Las incursiones vikingas eran frecuentes: pueblos, fortalezas y monasterios eran saqueados por las brutales hordas venidas del norte o de las colonias asentadas en la propia Irlanda, como Dyflin o Limerick. Una y otra vez, los aldeanos enterraban a las víctimas, volvían a levantar sus casas y divulgaban crónicas cruentas que iban calando en la memoria de generaciones enteras. Dana, dominada por un pánico atávico, enterrado en lo más profundo de su ser, comenzó a temblar.
—Esto no puede ser una casualidad. —La voz de Brian sonaba extrañamente serena.
San Columbano había sido atacado hacía unas décadas. El pasado regresaba.
—¿Qué… quieres decir? —quiso saber ella.
—Este ataque responde a una invitación. Así es como Cormac pretende acabar con el monasterio y la maldición que hemos desatado. —Sus palabras destilaban una seguridad que aún desconcertó más a Dana—. Es el único modo que ha encontrado de destruirnos sin tener que dar explicaciones a Brian Boru y, en última instancia, a la Iglesia de Roma.
—El obispo Morann no lo habría permitido.
Brian se volvió hacia ella. Al ver el miedo en sus ojos tuvo deseos de acariciar su rostro, pero en ese momento necesitaba más que nunca alejar sus sentimientos. Dios le sometía de nuevo a una dura prueba y debía estar preparado en cuerpo y alma.
—Hace unos meses hubiera compartido tu opinión —repuso, pensativo—, pero ahora ya no estoy tan seguro. Le horrorizó que abriéramos el sid…, es posible que su deseo de verlo sellado definitivamente lo haga mirar hacia otro lado.
—¡Estamos perdidos! —se lamentó Dana, trastornada—. ¡Debemos huir al bosque!
El monje la tomó por los hombros y la sacudió ligeramente. Era demasiado tarde, la consecuencia sería su muerte o algo peor.
—Eso es lo que haría cualquier comunidad de monjes, y a buen seguro el robledal ya está infestado de cuernos y hachas desdentadas. —Ella se retorció, no podía controlar aquel terror instintivo nacido de tantas historias truculentas oídas en su infancia—. ¡Escúchame, Dana! Quiero que te encargues de instalar a todos los que quedan en el campamento en la torre de vigilancia. Adelmo ha abierto las puertas para que puedan refugiarse en el monasterio. Que cojan sólo lo imprescindible y todas las provisiones almacenadas. Hay agua suficiente y podréis resistir varios días.
—¿Y vosotros?
—Los hermanos Berenguer, Adelmo, Eber y yo defenderemos la muralla; Michel, Rodrigo y Guibert, la biblioteca.
—Pero ¿cómo podréis enfrentaros a un ejército de vikingos? ¡Son guerreros!
La sonrisa enigmática del monje la desarmó.
—Al menos lo intentaremos. —En ese momento Brian tomó una nueva decisión y la miró fijamente—. Pero antes quiero que me acompañes.
Llegaron a la pequeña iglesia. Mientras ella trataba de controlar el anhelo de huir despavorida, Brian tomó un saco e introdujo el crucifijo de oro, los candelabros de plata y dos cálices también de plata con piedras preciosas encastradas. Eran las únicas joyas de valor del monasterio. Abrió el arcón con una de las gruesas llaves que ocultaba bajo el hábito; estaba casi vacío, pues los libros estaban en la biblioteca, y de su interior extrajo dos marsupium llenos de peniques de plata y otras monedas acuñadas en reinos lejanos. Finalmente se acercó a la hornacina, tomó la delicada efigie de la Virgen, la besó con devoción y abrió el compartimento secreto que ella conocía. Dana vio el resto del relato que había descifrado en el bosque y otros documentos. Brian tomó una carta enrollada y se la entregó; dejó el resto dentro de la imagen.
—Si finalmente nos vencen, negociad vuestras vidas y, si es posible, la integridad de la biblioteca. Ofréceles el contenido del saco y adviérteles que sólo es el primer pago. Podrán obtener dos más si no derraman más sangre que la de los monjes. Si os permiten salir con vida, en esta carta hay una petición al obispo Gerberto de Aurillac, podrás hacérsela llegar a través del abad del monasterio de Kells.
Dana, conmocionada ante la serenidad de sus palabras, abrió la boca pero no encontró palabras.
—Sólo te pido —dijo Brian— que conserves la Virgen. Como ya sabes, tiene mucho valor para mí…
La mujer tragó saliva. Se dio cuenta de que Brian sabía perfectamente que ella conocía el secreto desde hacía tiempo. Trató de excusarse pero el abad la tomó de las manos y la miró a los ojos con ternura. Y al instante comprendió cuánto añoraba aquella mirada. Por un momento se encontró riendo con él mucho tiempo atrás mientras levantaban mano a mano su pequeño cobertizo.
Brian sintió una punzada en el pecho, aquello podía ser una despedida.
—Tal vez logremos defender el convento, pero si Dios nos da la espalda…
Dana se acercó a él. Estuvo a punto de besarlo, pero en el último momento agachó la cabeza y lo abrazó.
—Lo siento, Dana —dijo Brian, rodeándola con fuerza, concediéndose aquella última dicha—. Hay demasiadas cosas sobre mí que ignoras y la desgracia parece habernos perseguido.
—Brian… —Una dolorosa presión en la garganta le impidió hablar y liberar todo lo que tenía atrapado en su interior.
—Cuida de todos y protege a Brigh. Tiene un gran poder. Ante ella el destino se bifurca; debes velar para que tome la dirección correcta.
Se separaron con los ojos enrojecidos y ambos paladearon el amargo sabor de la incertidumbre. El destino les era esquivo.