Ahmed y Omar
No he descrito aún la liturgia del hormigueo y tejemaneje diarios, más intensa conforme avanzaba la tarde y se aproximaba la hora de cierre, de los lavabos de la Gare du Nord. Su feligresía se componía, en su mayoría, de almas sedientas, ansiosas de impregnarse y saturarse de los frutos de la virtud, y de mozallones de surco y forja, apostados allí horas y horas —con pausas y paseos por las galerías subterráneas del metro y andenes de la estación—, mientras lucían herramientas manuales de todos los tamaños a la contemplación meditativa de los simples y despreciados mirones o de los llamados como yo a las Vías de la Santidad. Quienes venían a satisfacer necesidades vulgares salían aprisa y corriendo, no sé si santiguándose, de aquel delicioso antro de devoción.
No solía demorarme allí: de ordinario, daba con algún conocido y, tras un simple guiño, él escondía su utensilio en el pantalón y nos encaminábamos a alguno de los hoteles del distrito decimoctavo, la acogedora patria de mi celo apostólico; otras, pasaba revista, como un oficial, a la alineación de quintos presentando armas. Aguardaba hasta encontrar un hueco junto al más garrido o al que mayor inflamación espiritual mostraba y, si él respondía a mi dominus vobiscum, subíamos a los andenes y, con la santa desvergüenza que aconseja nuestro fundador, ofrecía cobijo seguro a sus ansias. Con unas pocas excepciones (Abdalá, Abdelkader y algún otro cuyo nombre no recuerdo), evitaba a los puntales del lugar y prefería aventurarme en la térra incógnita de los primerizos.
Ahmed era uno de esos visitantes episódicos: su rostro de centurión y la llama de su cirio votivo correspondían al Código de la Santidad y el encuentro fue fructuoso para ambos. Merced a los favores de mi intervención, la rigidez de su ambleo se convirtió en una manifestación reglada, bruñida, reciamente suave de caridad. En la charla de sobrecama —¡sin café ni azucarillos!— me dijo que vivía en una residencia de trabajadores de Levallois y me invitó a visitarla cuanto me apeteciera al cabo de sus horas de trabajo. Anoté las señas y acudí a verle: llamé al número de su puerta, pero me abrió otro. «¿Eres tú el español?», me preguntó en árabe. Dije que sí y mientras preparaba el té en su cuchitril de cuatro literas (tres hechas y una que servía de maletero), se presentó a sí mismo (se llamaba Ornar) y me propuso reemplazar a su amigo en las preces (yo había advertido ya sus buenas disposiciones momentos antes). Lo inesperado de la oferta me tentaba: mas, ¿no corría el riesgo de que Ahmed nos sorprendiera? «Somos hermanos», me tranquilizó, «lo compartimos todo». Nos desvestimos de cintura abajo y oficiamos en una de las literas inferiores. Ornar no era tan buen mozo como su paisano pero cumplía limpia y eficazmente. En vista de que Ahmed se retrasaba y yo debía recogerme a la sede de la Obra, me sugirió que volviera el domingo por la mañana a meditar y almorzar con ellos. En tanto que uno iría al mercado, el otro me asistiría. Luego, a los postres, cambiaría de oráculo: cada uno a lo suyo y Dios con todos.
Así lo hicimos unas cuantas semanas con la bendición del Señor. Ahmed y Ornar se conducían cordialmente conmigo, bromeaban en árabe dialectal, se divertían en fijar turno a nuestra unión gallarda y a sus respectivos servicios. A veces, después de las plegarias, recibían la visita de otros compatriotas y yo me sentía a mis anchas en su oratorio atestado y lleno de humo, inmerso en una atmósfera propicia a la contemplación de los divinos misterios —et in meditatione mea exardescit ignis—, ligado a mis socios en empeños de edificación y virtud con unos vínculos imposibles de imaginar siquiera en mi país, no sólo cicatero sino hostil, desde las primeras crónicas del mártir San Pelayo, a estas altas obras de santidad. Mis misiones con los hijos de la antigua Numidia de San Agustín y de la Mauritania Tingitana se enriquecieron y perfeccionaron a partir del día en que no tuve que recurrir a la lingua franca para comunicar con ellos: nos movíamos en un ámbito común en el que mi acendrada vocación y la asidua lectura del Kempis moderno propiciaban mi laboreo de pastor, la gracia y sencillez del apostolado directo.
La relación con Ahmed y Ornar, obreros de la vecina fábrica de automóviles de Levallois, abarca dos años completos. Por obra de ella, descubrí las duras y azarosas condiciones de vida en los hogares de trabajadores inmigrados: su hacinamiento y promiscuidad; el rastreo regular, de puerta en puerta, de mujeres de su tierra y francesas entradas en años; las primeras apariciones de proselitistas barbudos y de gorro blanco, con ejemplares del Corán y libros piadosos de su secta (¡Dios ilumine sus almas y las encarrile a la Verdad de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana!).
Le había enviado una foto mía en la sede de la Obra en Ann Harbor, en donde prediqué el verano de 1977, y a mi regreso, la hallé pegada en la pared de su cuarto, junto a las de Um Kaltúm y del rey de Marruecos. Restablecimos la liturgia dominical: compra, almuerzo, café, intercalados de devociones y preces. Luego conocí a Alí y cambié de país de misión. Según supe más tarde, Ahmed regresó a su pueblo y Ornar, ascendido a capataz por sus leales servicios a la empresa en calidad de rompehuelgas, vivía en Clichy. Un día intenté verles, pero el portero del hogar me detuvo. Tras compulsar sus nombres y apellidos, me comunicó que no figuraban en el registro de pensionarios.