Humenné

En la salud alimenta la esperanza. En la enfermedad vive de ella.

Este último consejo de Frank ha sido mi único equipaje. Y con él peregrino por la vida.

A las pocas semanas —aceptado mi Destino y tras recibir un primer e intenso adiestramiento— me unía a los agentes que operaban ya en Checoslovaquia.

La ciudad de Humenné, al oriente de la hermosa región de Eslovaquia, fue nuestro cuartel general. Desde allí, durante doce largos meses, nos entregamos al casi milagroso proceso de identificación con otro ser humano: el cardenal Jozef Lomko, hijo de la modesta aldea de Udavské, de algo más de ochocientos vecinos y asentada a 186 metros sobre el nivel del mar, a cosa de una docena de kilómetros de la referida Humenné.

Los primeros momentos de la investigación —como imaginamos— resultaron laboriosos, Aquellos recios montañeses y campesinos de la Zupa Zemplínska se mostraron distantes y recelosos. Ése es su carácter. Pero, a diferencia de sus paisanos, los checos -más retorcido,, dos meses, cuando comprendieron que no pretendíamos lastimarlos, nos abrieron las puertas de sus 103 casas y, lo que era más importante, las de sus recuerdos. Y hospitalarios, ingenuos y primitivos, los eslovacos se mostraron felices al hablar de su más ilustre compatriota. En cierto modo, mi condición de hombre nacido en Devín, muy cerca de Bratislava, suavizó y aceleró dicha integración. Y mi dominio del hutorit, el dialecto del este de Eslovaquia, terminó limando las últimas asperezas. Y todos aquellos que habían tenido -y siguen teniendo- algún vínculo con el prestigioso cardenal fueron materialmente vaciados por nuestros especialistas. Y la personalidad, entorno familiar, amigos, hábitos y costumbres de este hombre de hierro —ordenado sacerdote al día siguiente de su veinticinco cumpleaños— quedaron desmontados pieza a pieza.

Nadie desconfió de aquel equipo de reporteros —al servicio de una multinacional con sede en la República Federal Alemana— y de la singular y esperanzadora misión, que los había desplazado a la remota y casi anónima Udavské- Muchos de nuestros informantes lo presentían. En el pueblo —desde que Lomko fuera designado cardenal el 25 de mayo de 1985— no se hablaba de otra cosa. Su familia y los numerosos y humildes vecinos que ostentan ese mismo apellido cruzaban apuestas sobre el futuro de tan preclaro hijo.

¿Por qué extrañarse entonces que un grupo de periodistas invirtiera tiempo y dinero en peinar la región, con el propósito de reconstruir la infancia y la juventud del que podía ser el futuro Papa?

En honor a la verdad, los eslovacos no soñaban. Las informaciones, diestra y astutamente manejadas por nuestros agentes y por mí mismo, tenían una base sólida. A los tres años de su ascenso al cardenalato, el incondicional amigo del Pontífice polaco había hecho méritos suficientes para figurar en los primeros puestos de la inevitable lista de papabiles.

Y hoy —a la vista del curso de los acontecimientos—, esas posibilidades se han incrementado..., desgraciadamente para mí.

Las pesquisas en Checoslovaquia se extendieron también a Michalovce, donde cursó los estudios de grado medio, y a la Facultad de Teología de Bratislava, en la que permaneció dos años.

En 1989, rematado el trabajo en Eslovaquia, la organización nos desplazó a Roma. Allí, a lo largo de nueve meses, esta vez bajo la falsa identidad de un sacerdote al servicio del Instituto de San Cirilo y Melodio —un centro espiritual para hijos de emigrantes eslovacos—, tuve la oportunidad de redondear y enriquecer los conocimientos en torno a las actividades del incansable Lomko. Ese tiempo de preparación fue interrumpido por sendas estancias en las vecinas diócesis de Porto y Santa Rufina, en las que nuestro hombre desempeñó el cargo de obispo (once años), administrando la Confirmación y desplegando una febril actividad pastoral.

Y conforme a lo planeado, los tres últimos meses de ese año de 1989, el supuesto sacerdote fue temporalmente contratado por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos y asignado —como bibliotecario— al importante archivo de la vieja Propaganda Fide.

Y mi delicada salud agradeció aquel respiro. El reposado trabajo —a la sombra de los doce mil documentos que constituyen la apasionante historia de las misiones en el mundo— me permitiría alcanzar un doble y no menos interesante objetivo: un conocimiento directo de los funcionarios, de sus métodos y de la estructura física de la mencionada sede.

A esto había que sumar otro nada fácil propósito: establecer unos mínimos lazos de amistad con el prefecto de la congregación. Y ese momento llegó cuando, en una de las rutinarias y frías giras de inspección por el edificio, el cardenal Lomko irrumpió una mañana de noviembre en una de las salas del Instituto de Restauración, íntimamente ligado al archivo. Allí, mientras colaboraba con las hermanas Lidia y María Cándida —Franciscanas Misioneras de María— en la limpieza y reparación del primer mapa conocido de Australia, obra del dominico Victor Riccius y confeccionado en Filipinas en 1676, el papa rojo reparó en mi acento. Al averiguar que era eslovaco se sintió complacido.

A partir de ese día tuve el privilegio de compartir su mesa en diferentes oportunidades, deslumbrándole con mis conocimientos sobre la fascinante acción misional de la Iglesia desde 1622, fecha de expedición del documento más antiguo, actualmente depositado en el archivo de la congregación. Pero —distante y refractario— nuestra amistad se mantuvo siempre en una discreta tierra de nadie.

Y a principios de 1990 —animada y subvencionada por aquel equipo de reporteros alemanes que habían conocido en 1988—, una no menos supuesta delegación de vecinos de Udavské transmitía a Jozef Lomko el deseo de la comunidad de alzar un pequeño busto del querido cardenal en los jardines de la iglesia de la Trinidad, en la mencionada población. A pesar de la inicial y protocolaria resistencia, la indudable buena voluntad y también la comprensible y muy humana vanidad del eslovaco se impusieron. El resto —igualmente orquestado por Hoffmann— fue sencillo.

Lomko —dócil y divertido— se sometió a la inofensiva operación de estampar su cara en un molde de escayola. Y otro tanto ocurrió con las manos.

Ni la mascarilla ni los otros negativos llegaron jamás a Eslovaquia. Su destino fue Suiza.

Y en la primavera fui reclamado desde París.

En presencia del coronel y del segundo círculo recibí la orden de partir hacia Berna. Había llegado el momento.

Frank, al despedirse, me estrechó emocionado. Aquélla —ambos lo sabíamos— era la última vez que contemplaba mí verdadero rostro. A partir del ingreso en el Hospital Universitario, aquel condenado a muerte tendría que olvidar su auténtica personalidad para convertirse en un alto purpurado de la Iglesia católica.

No lo ocultaré. Fue un proceso increíblemente amargo. Casi sobrehumano. Pero Gloria Olivae dependía de mi capacidad de asimilación de la compleja identidad de Lomko.

Y fiel a las instrucciones de los psiquiatras de Los Tres Círculos, esa mañana del 17 de mayo, al embarcar en la compañía Swissair, quien realmente voló a la capital de la Confederación Helvética no fui yo. Su eminencia Jozef Lomko entró en acción...

Pero ¿quién era este hombre?

Después de casi tres años de espionaje, sus más destacados rasgos —aquellos que, lógicamente, estoy autorizado a revelar— pueden sintetizarse en el siguiente cuadro: Ninguna dolencia preocupante. Constitución robusta. 1,80 metros.

Vehemente, aunque muy pocos han sido testigos de sus estallidos de cólera.

Ojos grises. Escrutadores.

Sabe transmitir paz o firmeza, de acuerdo con las circunstancias.

Jamás elude la mirada. Excepcional dominio de sí mismo.

Facciones proporcionadas. Algo alargadas. Frente alta.

Analítico. Cociente de inteligencia: 180. Gran capacidad de estrangulamiento de lo emocional.

Pies de barro en asuntos que la Iglesia estima como no pecaminosos.

Cabellos grises, escasos y estudiadamente peinados. Barba generosa y cerrada. Aspecto pulcro. Impecable. Propio de un príncipe.

Domina la teoría y la práctica. Conoce el mundo. Siente gran satisfacción de sí mismo. Diplomático nato. Habla lo imprescindible. Escucha mucho. No opina nunca antes que los demás. Nadie está en condiciones de adivinar sus pensamientos. Matiza lo que recibe y lo que da. Asequible mientras no se intente abordar su intimidad. Sentimientos enfermizamente controlados. Intuitivo. Zorro. Tolerante.

Cejas espesas y arqueadas. Nariz avanzada.

Madera de líder. Frío y distante con los subordinados. La mayoría le teme por desconocimiento. Voluntad de acero, muy propia de los eslavos. Difícilmente se le ve dudar. Esa seguridad tiene su origen en un permanente y laborioso proceso de análisis. Su cerebro es una computadora.

Labios finos. Le cuesta sonreír.

Escasos amigos. No se permite un solo desliz. Quiere a pocas personas. Perfecta compenetración con el Papa. Las persecuciones y sufrimientos experimentados por sus respectivos pueblos han fortalecido los lazos entre ambos.

Ducha fría y una hora de meditación cada mañana. La celebración de la misa, vital para calentar motores.

Templado en las comidas. No bebe ni fuma. Recto control de los instintos. Sus confesores son siempre curas de pueblo.

Manos cortas. Recias y castigadas por el trabajo.

Su innata y poderosa sexualidad es canalizada y sublimada a través del esfuerzo diario. Ignora la palabra aburrimiento. Objetivos claros y bien polarizados. Consigue cuanto se propone. Trabajo: por encima de las catorce horas diarias. Dilatado aprendizaje en el laberíntico organigrama eclesiástico.

Amante de la lectura, de la música y de las montañas. Por este orden.

Piensa en eslavo, su lengua natal. Habla inglés, francés, alemán, italiano, checo y tiene conocimientos de polaco, español y portugués.

De caminar seguro.

Le repugnan las situaciones confusas. A pesar de su peregrinaje por la Jungla vaticana, ama la Verdad. Al contrario de otros altos dignatarios de la Iglesia, no ha perdido la fe en Dios. Cada mañana se pone en sus manos. Confía ciegamente en la Providencia, aunque —como suele repetir con su proverbial zorrería— procura ayudarla con el trabajo, cuando intuye que Dios ha hecho las maletas.

Voz cálida. Armónica con el halo de misterio que le envuelve. Un aire enigmático que —vanidoso— se encarga de alimentar con distancias y silencios. Una suerte de carisma que emana de un profundo y bien guardado misticismo. Una fuerza, en definitiva, que le hace peligrosamente audaz cuando están en juego sus más íntimas convicciones. Sólo así —movido por esa fe— se explica que a sus sesenta y seis años, sin la palanca del arribismo, brille con luz propia en la cúpula de la Iglesia. Su curriculum, en este sentido, es esclarecedor: Tras cursar estudios de Teología en Bratislava, pasa a Roma, obteniendo los doctorados en Teología, Derecho Canónico y Ciencias Sociales. Apenas contaba veintisiete años.

En 1956 enseña en la Universidad Internacional ProDeo. Después impartiría cursos de Derecho Canónico en la Gregoriana. Fue vicerrector del Pontificio Colegio Nepomuceno. Ordenado obispo a los cincuenta y cinco años. Desde 1974 ostentaría el cargo de subsecretario de la Congregación de Obispos. En 1979 es nombrado secretario general de dicho sínodo y arzobispo titular de Doclea. En 1980 organiza el Sínodo Especial de Obispos de Holanda, preparando el extraordinario del otoño de 1985. En mayo de ese año es designado prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Ya es papa rojo. A partir de entonces, su actividad se multiplica. Recorre el planeta, potenciando las misiones. Su información sobre la Iglesia es envidiable. Y esa información le hace poderoso.

Ha presidido la delegación de la Santa Sede en la reunión de ministros europeos para asuntos de familia, tomando parte igualmente en el Consejo Superior de las Sociedades Pontificias de las Misiones, de Vida Religiosa, de justicia y Paz y del Laicado.

En la actualidad es miembro de once congregaciones, consejos y comisiones pontificios. Su lema cardenalicio —UT ECCLESIA AEDIFICETUR (Para edificar la Iglesia: encierra todo un programa y toda una advertencia..., en el supuesto de que sucediera al actual Pontífice en la Silla de Pedro.

Por cierto, he estado a punto de olvidarlo. Y a pesar de las reticencias de la organización, entiendo que goza de un cierto interés. Al menos como curiosidad y fuente de inspiración.

Llegó a las manos de Hoffmann durante los estudios preliminares. Procedía de Dublín. Al solicitar datos sobre los cardenales que en aquellos momentos disfrutaban de un mínimo de posibilidades para convertirse en papas, uno de los especialistas del tercer círculo —muy introducido en los ambientes esotéricos de Irlanda— confeccionó un insólito informe, fundamentado en cálculos numéricos Y en la Profecía de san Malaquías. Esta sucesión de lemas supuestamente proféticos —que Los Tres Círculos juzga con escepticismo— fue publicada por primera vez en 1595, en la obra Lignum Vitae, del benedictino Amoldo de Wion. En la introducción, el monje hace alusión expresa al que pudiera haber sido autor de la profecía: el arzobispo de Ardinac y fraile de Bencor, san Malaquías, fallecido el 2 de noviembre de 1148. Pero, al margen de la vieja polémica existente entre los expertos acerca de la paternidad de estos 113 lemas, lo cierto es que el texto ha cautivado a los amantes de los enigmas. En la actualidad se conoce un centenar de volúmenes —algunos de gran erudición— que, desde el mismísimo siglo XVI, pretende racionalizar la curiosa lista. Una relación —escrita originalmente en latín— que anuncia y sintetiza, en tono profético, las más relevantes características de los sucesivos papados, partiendo de Celestino II en 1143.

Pues bien, dicho informe —ante la sorpresa general— señalaba al cardenal eslovaco como el posible sucesor del actual Pontífice. Y menciono la palabra sorpresa porque, como ya he referido, cuando nuestros agentes concluyeron las exhaustivas pesquisas, el resultado fue similar al aportado por Dublín: Lomko se destacaba en la carrera hacia la Silla de Pedro.

¿Casualidad?

Lo cierto es que, de aquel maremágnum de cifras, equivalencias y asociaciones numéricas, el coronel sólo prestó atención, en un primer momento, al lema que, según la profecía, deberá corresponder al sucesor del Polaco: Gloria Olivae.

Así nació el nombre de la operación. Sin embargo —paradojas del destino— aquel extravagante estudio terminaría provocando un sustancial cambio en los objetivos finales del primer círculo. Y, como dije, la organización planificó una segunda y secreta parte, al margen de los jesuitas.

En cuanto al informe propiamente dicho, señalaré algunas de las curiosidades más llamativas.

Partiendo de un casi infantil proceso de conversión de letras en números —según el alfabeto universal—, el meticuloso y esforzado irlandés fue descubriendo toda una cadena de coincidencias, tan extrañas como sugerentes. Por ejemplo:

La suma final de los dígitos correspondientes a las letras que integran el lema Gloria del olivo arrojaba un 3.(GLORIA = 7 + 3 + 6 + 9 + 9 + 1. DEL = 4 + 5 + 3. OLIVO = 6 + 3 + 9 + 4 + 6. Total: 35 + 12 + 28 = 8 + 3 + 10 = 21 = 2 + 1 = 3).

Y lo mismo sucedía con la fecha de nacimiento del cardenal (2-3-1924): 3. Y también con el título Romanus Pontifex (3), con san Malaquías (3), con el número de orden del mencionado lema (111) y con la unión de la inicial del nombre (J) y el apellido del prelado (3).

Por su parte, Gloria Olivae —que suma 5— aparecía estrecha y misteriosamente ligada a Eslovaquia (5), Malaquías (5) y a Profecía de san Malaquías (5).

Y nuestro hombre en Dublín —con lógico entusiasmo— nos hacía ver que el término sláva —en el idioma natal de Lomko— viene a significar, justa y curiosamente, gloria. Y añadía, sin disimular su perplejidad:

Sláva olivy —traducción de Gloria del olivo al eslovaco— proporciona también el familiar 3. Respecto al 2 y al 6, los equilibrios esotéricos resultaban igualmente premonitorios, utilizando las expresiones del autor.

El apellido del papa rojo, equivalente a 2, era igual a Udavské (su pueblo natal) (2), a Olivy (2), a Romano Pontífice (2), a Checoslovaquia (2) y a Profecía (2), entre otros.

Asimismo, la suma de Gloria Olivae y del nombre y apellido del eslovaco daba 6. Y otro tanto ocurría con la inicial del nombre y el apellido del cardenal cuando son sumados a Sláva olivy. Y el intrigante 6 volvía a surgir en la unión de Romanus Pontifex con la fecha completa del nacimiento de Lomko. Y también s.Malaquías suma 6.

Y en el colmo de la casualidad (¿), la conversión a dígitos de Romano Pontífice, Gloría del Olivo y del nombre y apellido del purpurado hacía aparecer de nuevo el 6.

E insatisfecho con esta mareante exposición, el especialista extendía sus cábalas al actual Papa.

El lema que, según los entendidos, le corresponde en la Profecía de san Malaquías —De labore solis o De la fatiga (desfallecimiento) del sol—, una vez traducido a números, equivale a 1.

Exacta y misteriosamente igual que Polonia (1) y que la suma de su nombre y apellido...

Dicho queda.

El tiempo —juez imparcial o implacable— tiene ahora la última palabra...

Rossi deslizó los finos dedos sobre la aceitosa calva. Y, convencido, asintió con la cabeza. Parecía hablar solo. Sus hombres, inquietos, le observaron de soslayo.

El capitán de homicidios estaba seguro. Ahora sabía cuándo y en qué circunstancias había tenido conocimiento de aquel título: Gloria olivae.

Fue en el pasado invierno. Una serie de coletazos del caso Ali Agca obligó a la policía a desenterrar el turbio asunto del atentado del 13 de mayo de 1981 en la plaza de San Pedro. El KGB —instigador del intento de asesinato del Papa—, acorralado por los hallazgos de los servicios de Inteligencia occidentales, se apresuró a intoxicar el sumario, vinculando al turco con Lefebvre y con toda una colección de delirios proféticos (incluidos Fátima y Malaquías). En las investigaciones subsiguientes se comprobó que tales pistas no eran otra cosa que una cortina de humo.

Y alarmado ante el arranque del siguiente capítulo, Constante Rossi volvió a perderse en el manuscrito.