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Siwiz se hizo con el manojo de llaves. Y sor Juana, resignada, se limitó a observar. Pero, a la primera vuelta, la mano del polaco quedó inmóvil en la cerradura. Y sus ojos de lechuza volaron al encuentro de la ausente monja. No hubo palabras. Y la superiora, recordando la orden, se perdió veloz por el pasillo. Y Gabi, Eliza y sor Fe, indefensas ante el inhóspito Siwiz, dejaron que cerrara la capilla, precipitándose tras la madre superiora. Y los velos y hábitos, en la que sería su postrera carrera por aquella tercera planta, hicieron parpadear los rasantes pilotos de emergencia.

En mitad del oscuro corredor, con la veintena de tintineantes llaves entre sus dedos, el primer secretario volvió a dudar. Pero terminó por decidirse por el despacho más cercano: el gabinete privado de Su Santidad.

Y, esquivando las tres sillas de cuero negro que rodeaban aún la abarrotada mesa, tomó asiento frente a los teléfonos. El elenco editado por el Governatorato seguía al pie del pequeño cuadro de la Virgen Guadalupana. Hojeó nerviosamente las páginas enmarcadas en azul y buscó la extensión del secretario de estado.