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—Lo sé, ministro. Lo sé... No estamos ante una petición rutinaria. Pero tampoco el cadáver que yace en la capilla y las circunstancias lo son...
La impaciencia resucitó en los dedos del secretario de estado, salpicando a Chíniv.
—¿El cauce oficial?... Por eso no se preocupe... Yo asumo la responsabilidad...
Monseñor, al fin, levantó la mirada. Y, soportando franciscanamente los miedos del pusilánime miembro del Gobierno italiano pasó revista a las sombras y luces que desfiguraban aquellos cuatro rostros. Chíniv, con la mandíbula crispada, soportaba más atmósferas de las razonablemente admitidas por el alma de un policía. La superiora, como un frágil cristal de Murano, parecía a punto de quebrarse. Los cardenales, desbordados por lo escuchado y lo intuido, bregaban inútilmente por desenmarañar la tela de araña en la que, muy a su pesar, se hallaban enredados. Pero, temerosos y castrados para cualquier iniciativa que pudiera salirse del sistema, permanecieron al acecho.
—Presumo que no me he explicado con claridad...
La voz del diplomático —cortando al ministro— se espesó:
—No hay tiempo para formalidades burocráticas. Nos enfrentamos a una emergencia. Solicito su colaboración... ¡ahora!
Su interlocutor siguió resistiéndose. Y Angelo, con los ojos extraviados en el retrato de los padres del difunto Pontífice, organizó su ataque final.
—Entiendo su posición. Y admita que, como vicepontífice, le estoy apeando de toda responsabilidad política. Aunque no por los caminos oficiales, ésta n deja de ser una petición formal. De estado a estado...
La paciencia de Rodano se eclipsó. Y, muy a su pesar, hizo crujir el suelo bajo los pies del ministro.
—Se lo advierto, excelencia. Tanto si accede, como si no, la opinión pública mundial tendrá puntual conocimiento de su decisión.
La carga de profundidad provocó la demolición del refractario político.
—Tiene usted mi palabra...
Angelo se relajó.
—Firmaré ese documento...
Chíniv, contagiado, se alisó las sienes.
—Gracias, excelencia... La solicitud, en toda regla, será entregada a sus hombres...
El prelado, a instancia del ministro, consultó su reloj.
—Las seis y diez, en efecto.
Y, negando con la cabeza, se puso en pie.
—Imposible... Le ruego que se haga cargo de la urgente naturaleza del asunto.
Y Angelo, previniendo al comandante con la mirada, le trasladó las últimas palabras de su interlocutor:
—¿Una hora? Pero...
Chíniv movió la cabeza, tranquilizando al prelado.
—Está bien. Otra vez, gracias...
Y, removiéndose inquieto, reclamó al jefe de seguridad:
—Sí, un momento... Se lo paso...
Y, cediendo el auricular al agitado Chíniv, le anunció:
—Hecho. Ocúpese de los detalles...