PIRÁMIDE DE KEOPS
LA SECRETARIA DE HENRY PULLMAN era una gringa de mediana edad, pintada como un comanche en pie de guerra. Los párpados embadurnados de azulete, pestañas postizas, unos labios, que en un rostro treinta años más joven hubieran resultado atractivos, enterrados bajo tres capas de carmín.
—Tome asiento, por favor —dijo, torciendo los labios de ex Miss California en una sonrisa de pasarela—. El senador le recibirá enseguida.
Héctor estaba demasiado excitado para sentarse. Prefirió acercarse a la cristalera, desde donde se divisaba una vista magnífica de la bahía. Doscientos metros más abajo el puente que unía San Francisco con Oakland parecía el largo esqueleto de un gigantesco dragón encallado en el mar.
Era una buena señal que Pullman le hubiera llamado al día siguiente de la reunión con la comisión. Alguien lo bastante influyente como para situar sus oficinas en el piso cuarenta y dos de la Transnational Tower no se molestaría en citarle sólo para darle una mala noticia. La torre doblaba en altura a la pirámide de Keops y, según Velasco, Pullman no era menos poderoso que el faraón. Si las cosas se hubieran torcido, se habría limitado a telefonearle.
—¡Mayor Espinosa! ¡Bienvenido!
Héctor se giró rápidamente, sorprendido de que el senador se molestara en salir de su oficina para recibirle. Pullman le ofreció una mano pequeña y delicada. Héctor la estrechó, apretando con fuerza. Para su sorpresa, el senador devolvió el apretón firmemente mientras sus labios esbozaban una blanda sonrisa.
—A sus órdenes, señor.
—Relájate, hijo —dijo Pullman, haciéndole pasar al despacho—. Las formalidades, para cuando estemos en público.
La pieza, pensó Héctor, era más grande que su apartamento. Una magnífica biblioteca en cuyos estantes se apretujaban miles de volúmenes encuadernados en piel corría a lo largo de tres de las paredes. La cuarta, hecha de cristal tintado, dejaba pasar una luz abundante y tan suave como los modales del senador. En un ala de la pieza dos butacas y un sofá de cuero rodeaban una mesa de nogal.
—Ayer tuviste un éxito enorme —dijo Pullman, empujándole delicadamente hacia una de las butacas—. Te metiste a la comisión en el bolsillo. Veni, vidi, vinci. Ahora es necesario pasar a la acción cuanto antes. Mi objetivo es establecer una directiva de la AIEA que haga obligatoria la instalación de un detector RAN en todas las centrales nucleares y cementerios radiactivos del mundo. Dentro de unos pocos años dispondremos de una red mundial que nos permitirá controlar la producción de plutonio en cada rincón del planeta.
¿Entonces lo había conseguido? Un calambre recorrió los músculos de Héctor, tensándolos como si estuviera a punto de saltar al cuadrilátero.
El rostro bronceado de Pullman se había distendido en una sonrisa que sería afable de no ser por la manera en que sus ojos se abismaban, serenos y vacíos, como los de una estatua.
—Voy a ponerte al frente de un equipo que se encargará de redactar la propuesta. Estarás ubicado en Ginebra a fin de trabajar en estrecha colaboración con los diferentes organismos internacionales implicados. Confío en que no tendrás objeción en desplazarte.
No, pensó Héctor, no la tenía, un año atrás le hubiera pesado dejar a Herlinda, pero Herlinda le había resuelto el problema por adelantado.
—Se acabó, Héctor. Quiero un hombre a quien yo le importe algo. Tú no me necesitas. Ya tienes tu trabajo.
No, nada le retenía en San Francisco.
—Estaré listo tan pronto como sea necesario, señor.
—Buen soldado. Así me gusta.
Pullman se quedó pensativo unos instantes. Su cabeza grande y bien proporcionada recordaba uno de los bustos romanos que se exponían en la galería de antigüedades del Museo de la Legión de Honor.
—Quiero instalar un radar de neutrinos en la central nuclear de Bushehr —dijo de repente, fijando en él aquellos ojos de mármol.
Al menos iba al grano. Tampoco podía pretender que no se lo esperara. Velasco se había ocupado de dejárselo muy claro.
—¿Mediante la Agencia Internacional de Energía Atómica, señor?
—Me gustaría —respondió Pullman—. Pero mucho me temo que el régimen iraní no lo autorizará.
—Si han firmado el tratado de no proliferación, la AIEA podría imponer su autoridad, ¿no?
—En absoluto. Ninguno de los protocolos actuales contempla la obligación de instalar un radar de neutrinos. Hoy por hoy Irán no tiene obligación alguna de acceder a esa demanda.
—¿Quizá presionando lo suficiente?
—Lo dudo. Llevamos meses tratando de convencer al primer ministro iraní para que acepte una simple inspección durante la próxima parada de la central y hasta el momento todos nuestros esfuerzos han sido en vano.
—Tenía entendido que la central de Bushehr había pasado todas las inspecciones decretadas por la ONU, señor.
—Hijo —dijo Pullman, tomándole del brazo—, tengo razones para sospechar que hay un exceso de uranio en ese reactor. Según mis informes podría haber hasta un treinta por ciento de combustible adicional, colocado a espaldas del primer ministro por agentes del general Sistani, uno de los radicales más recalcitrantes de la República Islámica.
—¡Treinta por ciento! —exclamó Héctor—. ¡Pero eso equivaldría a más de cien kilos de plutonio!
—Y basta con cinco para fabricar una bomba nuclear de mediana potencia —añadió Pullman—. Como ves, Sistani no se anda con bromas.
—Si puedo preguntar, senador, ¿cómo es posible que el primer ministro no esté al tanto de semejante maniobra?
Pullman inclinó su elegante cabeza hacia un lado, como ponderando la pregunta.
—El general Rostam Sistani es el presidente del Consejo de Seguridad Nacional de Irán —dijo—. Como tal, tiene atribuciones que compiten con las del primer ministro. Sabemos, por ejemplo, que el director de la central nuclear de Bushehr está en su nómina. El general es un hombre muy poderoso y valiente. Alguien capaz de arriesgar un movimiento tan temerario como el que estamos contemplando. Necesitamos salir de dudas y para ello nos hace falta tu aparato. ¿Te das cuenta? Si mis temores son infundados y el radar de neutrinos confirma que la cantidad de uranio en la central es la correcta, no habría necesidad de seguir presionando al ministro Razavi. En cambio, si RAN detecta un exceso, podemos ayudarle a abortar la maniobra de su rival.
—Pero ¿es imprescindible una operación clandestina? —insistió Héctor—. ¿No podría obtenerse una directiva del Consejo de Seguridad de la ONU?
—¡Imposible! El Consejo de Seguridad es una jaula de grillos. Quizá podríamos forzar una resolución con pruebas en la mano, como las que nos proporcionaría RAN. Pero, si no podemos sustanciar nuestras sospechas, lo único que conseguiremos en el Consejo es poner sobre aviso a Sistani… No, tenemos que ser muy discretos. Eso no quiere decir que vayamos a actuar al margen de la ONU. He hablado con el secretario general y está de acuerdo en que uno de sus ayudantes participe en la operación a título de observador.
En ese momento la puerta se abrió, dando paso a la secretaria, que hacía equilibrios sobre unos zancos altísimos, llevando una bandeja con una tetera de plata y dos vasos de fino cristal, decorado con filigranas geométricas.
—¿Un poco de té? —ofreció Pullman mientras la secretaria decidía por él, llenando ambos vasos antes de retirarse, repiqueteando animosamente sus tacones contra el suelo de parqué.
Héctor sorbió la bebida. Dejaba en el paladar un recuerdo a jazmín.
—Viene directamente de Shiraz —dijo Pullman—. Fui agregado cultural en la embajada americana desde el setenta y cinco al setenta y ocho. Viajé mucho por el país. Espero volver algún día. No me gustaría morirme sin ver de nuevo Persépolis.
En ese momento llamaron a la puerta. Miss California anunció que el coronel Velasco estaba aguardando.
—Hazlo pasar —dijo Pullman.
Como era su costumbre, Velasco vestía de uniforme. En su caso era falso afirmar que el hábito no hacía al monje. Su físico era una perfecta medianía en cuanto a altura, peso y complexión. De su rostro lo único que llamaba la atención era el rictus de amargura o desprecio en su boca y los diminutos cráteres dejados por la viruela en las mejillas. Vestido de paisano, uno pasaría de largo sin reparar en su presencia.
En cambio, era imposible apartar la vista de aquel uniforme, la franja naranja de los pantalones recta como una pista de aterrizaje, la guerrera azul marino abotonada hasta el cuello, cada botón destellando como un denario de oro. La medalla del Servicio Nacional de Defensa en el pectoral izquierdo, los galones en el derecho. La gorra de plato en la mano.
—Coronel… —saludó Héctor.
—Mayor…
Pullman les hizo un gesto a ambos para que se acercaran a una gran pantalla de cuarzo líquido situada en una esquina de la enorme mesa de trabajo.
La pantalla se iluminó cuando el senador la rozó con el índice, animando una imagen tomada por satélite. Mostraba una pequeña península cuya geografía recordaba un brazo flexionado, cortado por encima del codo, en el que el muñón hubiera sido cubierto por una prótesis metálica terminada en un garfio.
—La ciudad de Bushehr vista por uno de nuestros satélites. —Pullman rozó la pantalla de nuevo y seleccionó una opción de un menú desplegable. Un mapa de Irán ocupó el ángulo superior izquierdo de la pantalla. Un círculo destellaba entorno a Bushehr, en pleno golfo Pérsico, a unos cuatrocientos kilómetros en línea recta de Teherán y unos doscientos de Shiraz. La ciudad propiamente dicha se extendía a lo ancho del muñón desde la base de la prótesis hasta el garfio. La central nuclear se situaba en el codo del imaginario brazo a poco más de un grado al suroeste. Una regla electrónica indicaba que la distancia entre el centro de la ciudad y el reactor era de unos diez kilómetros.
—Se da la afortunada circunstancia de que el reactor nuclear está en la misma costa —dijo Pullman.
Y casualmente, ironizó Héctor para sí mismo, RAN había sido rediseñado para operar bajo el mar. También casualmente Velasco aparecía en el momento preciso, después del sermón del senador, justo a tiempo para hablar de negocios.
—Más aún, la profundidad del fondo marino en el golfo es escasa. Un submarino Nautilus puede anclar fácilmente un detector RAN a una distancia del orden de un kilómetro del reactor. ¿Qué le parece, mayor?
Qué le iba a parecer. El senador no le estaba pidiendo, en realidad, su opinión. Le estaba informando, con su estilo suave, de toda una logística prevista desde mucho tiempo atrás.
—¿Qué autonomía tiene un submarino de este tipo, señor?
A un gesto de Pullman tomó la palabra Velasco.
—De sobra para un viaje de ida y vuelta a la costa iraní desde un barco navegando a suficiente distancia de sus aguas territoriales. Cuarenta o cincuenta millas; más, si fuera necesario.
—¿Y las cuestiones de seguridad? Sin duda esa región estará continuamente barrida por sonar.
La boca del coronel se torció en un aspaviento que caricaturizaba una sonrisa.
—Tenemos nuestros métodos —dijo.
—El mismo submarino se ocupará de llevar la fibra óptica con las señales de RAN hasta el barco nodriza —explicó Pullman—. A bordo irán varios técnicos de su equipo a fin de asegurar que la instalación y puesta a punto procede sin problemas.
—Entiendo… —asintió Héctor—. ¿Y yo? No estoy muy seguro de qué se espera de mí en este asunto.
—La operación en Irán será un esfuerzo coordinado —dijo Velasco—. La cobertura militar correrá a cargo de la OTAN mientras que la logística será compartida por varias agencias de inteligencia, incluyendo la participación de Rusia e Israel. El centro de operaciones estará localizado en Ginebra. Su presencia allí nos será de suma utilidad, mayor. A fin de cuentas usted es el experto.
Pullman golpeó suavemente su portentoso cráneo con los nudillos.
—Tú eres el genio de la lámpara, muchacho —dijo, olvidando, como distraído, el tono formal que había adoptado en presencia de Velasco—. Te necesitamos a nuestro lado.