PUERTA DEL PARAÍSO

—¡SUJÉTATE FUERTE! —exclamó Ebrahim, dando un volantazo que sacó al cuatro por cuatro de la carretera y acelerando campo traviesa hacia la pared rocosa, negociando sin contemplaciones el accidentado terreno. Héctor se aferró con todas sus fuerzas a los barrotes que reforzaban el lateral del vehículo para no irse de bruces, asombrado de la pericia del conductor, mientras saltaban baches y derrapaban sobre montículos pedregosos.

Fueron apenas cinco minutos, que se sumaron a los diez que les había costado llegar desde el cruce con las tumbas reales hasta la boca del túnel. Diez minutos con el Mitsubishi lanzado a ciento cuarenta por la carretera estrecha y mal asfaltada. Diez eternos minutos con el corazón desbocado y un torrente de adrenalina en las venas, la vista clavada en cada una de las curvas tras la cual podía aparecer un jeep militar en cualquier momento.

—¡Ten cuidado! —gritó Héctor—. ¡Vas a triturar mi detector!

La entrada del túnel estaba casi totalmente cubierta por los arbustos que crecían al pie de la pared. Ebrahim saltó del auto, extrajo dos sierras eléctricas de uno de los múltiples cofres de equipamiento y entre ambos despejaron un boquete que permitiera el paso del carro.

—¡Corta las ramas desde la base! Las vamos a necesitar.

Una vez que el Mitsubishi estuvo dentro de la cueva, su guía abrió un segundo cofre que contenía una variedad de tubos y mallas de aluminio, además de un par de rollos de alambre.

—¿Para qué sirven? —preguntó Héctor.

—Ayúdame a ensamblarlos y verás.

Media hora más tarde habían montado una armazón formada por seis tubos verticales, separados alrededor de medio metro entre sí. Ebrahim tensó los rollos de malla entre éstos mientras Héctor se apresuraba en recuperar las ramas de los arbustos. Necesitaron otra media hora para fijar toda aquella maleza con la ayuda de alambre y sedal.

Cuando terminaron, Héctor se alejó unos metros de la entrada. Incluso desde tan corta distancia el resultado era pasable. Desde la carretera la boca del túnel sería tan invisible como una hora antes.

—¡Rafael! ¡Apresúrate! —llamó Ebrahim, ansioso.

Héctor se apresuró a volver. Justo a tiempo. Un instante más tarde un camión militar pasaba zumbando carretera arriba.

—¡Buff! Por un pelo —exclamó Héctor, dejándose caer en el suelo. Tenía las rodillas tan flojas como si hubiera peleado quince asaltos sin parar.

El interior del túnel estaba en penumbra. A unos veinte metros se distinguía la luz que se colaba por la boca trasera, mucho más baja y estrecha que la que daba a la carretera. Hacía fresco. Olía a tierra húmeda.

—Aquí estamos a salvo —dijo Ebrahim.

Había algo misterioso en la manera en que lo dijo, como si el túnel fuera alguna especie de templo, garantizándoles una seguridad inviolable.

—Por lo que veo conoces bien este lugar —dijo Héctor.

—Solía venir mucho por aquí hace treinta años —contestó Ebrahim—. Es una larga historia. Pero ahora tienes que atender a tu aparato. Mientras iré preparando el campamento. He traído un par de buenos sacos de montaña, comida y un poco de whisky de contrabando. También un ghelyum, una pipa de agua.

—¿Siempre piensas en todo?

Ebrahim se encogió de hombros.

—Intento anticiparme a los acontecimientos. Es una de las dos razones por las que he salvado el pellejo hasta el momento.

—¿Y la otra? —preguntó Héctor.

—He tenido buena suerte —contestó Ebrahim.

* * *

Carpenter se desplomó, con un suspiro de alivio, en la mesa perennemente reservada a Boiko en la segunda planta de L'usine. Era demasiado pronto para que éste hubiera llegado, pero, por supuesto, la mesa estaba libre, a pesar de que el local rebosaba ya de gente. El esfuerzo necesario para abrirse paso a través del rebaño de adolescentes le había dejado agotado y sediento, pero carecía de energía para intentar la imposible proeza de atravesar la sólida pared de cuerpos sudorosos, llegar a la barra, conseguir que el camarero le sirviera un gin tonic y regresar sano y salvo a su esquina.

Numerosos clientes le echaban miradas de soslayo, como preguntándole si sabía lo que se hacía sentándose allí. Carpenter recordó una de las citas con Boiko cosa de un año atrás. Al llegar encontraron la mesa ocupada por un grupo de ejecutivos trajeados, con unos carteles sujetos a la solapa que los identificaban como representantes de maquinaria agrícola en la feria que se estaba celebrando en el Palacio de Congresos de Ginebra. Eran cuatro, muy corpulentos, estaban un poco bebidos, hablaban suizo alemán entre ellos y claramente tenían ganas de bronca.

A Boiko le acompañaban varios de los suyos, pero todos ellos se quedaron prudentemente rezagados, dejando que su jefe se ocupara.

—¿Por favor? La mesa, reservada.

Uno de ellos, curiosamente el más fornido de todos, hizo ademán de levantarse, gruñendo algo a sus compañeros, seguramente aconsejándoles que le imitaran. Pero los otros le ignoraron. No se les ocurrió nada mejor que darse codazos entre sí, profiriendo risotadas. Boiko no se movió durante un eterno minuto, hasta que uno de ellos le soltó un improperio en su agresivo dialecto, mostrándole el dedo corazón con el puño cerrado en un gesto que no podía ser más explícito.

Boiko sonrió como si le hiciera gracia el chiste. Al instante siguiente había agarrado al infeliz por el pelo y estrellado su cara contra la mesa. El segundo ejecutivo intentó retener su brazo, aferrándoselo torpemente. El codo de Boiko se disparó hacia atrás y le rompió la nariz. El tercero tuvo tiempo de levantarse y lanzarle un torpe manotazo que Boiko bloqueó sin esfuerzo, aprisionando con su zarpa la mano del otro, retorciéndosela sin piedad.

Ocurrió todo con tal suavidad y rapidez que casi nadie en el local se dio cuenta de nada. El cuarto suizo dio un paso atrás y alzó la mano como para protegerse o pedirle a Boiko que se detuviera. Éste se limitó a hacerle un gesto con la cabeza.

—Tú los sacas de aquí —dijo—. Antes de que se hagan daño.

Toda aquella fuerza, casi inhumana, desperdiciada en estúpidas trifulcas. Boiko era un soldado sin guerra que luchar, un general sin ejército. O más aún. Quizá era la misma reencarnación de algún héroe mitológico. Tendría gracia, se dijo. Un guerrero indestructible, un semidiós, condenado a pasar cocaína en un turbio garito. O tal vez no fuese una reencarnación, sino una sombra. Puede que todos fuesen sombras, rondando la geografía de un Hades difuso y banal, penando sin saberlo.

Sombras, repitiendo los pasos de otras sombras.

* * *

Las primeras horas en el túnel pasaron rápidamente, poniendo a punto el detector, examinando los datos iniciales, lanzando una calibración tras otra. Más tarde exploraron el refugio. El túnel era en realidad un embudo que daba a una garganta que tenía un par de metros de ancho a ras de suelo, pero iba estrechándose hacia lo alto, hasta cerrarse casi completamente unos veinte metros más arriba.

Ebrahim le tomó por el brazo.

—Ven —dijo—. Déjame que te muestre algo.

Caminaron unos trescientos metros a lo largo de la garganta hasta toparse con la pared que cerraba el desfiladero. Justo en el vértice entre las tres paredes la rendija que cerraba la garganta se abría un poco, formando una especie de chimenea. Situándose justo debajo de ésta, podía divisarse un remoto parche de cielo azul.

—Mis amigos y yo la llamábamos la Puerta del Paraíso —dijo Ebrahim, señalando el hueco—. Es tan estrecha que sólo la atraviesan los elegidos.

—Ya veo. ¿Y tú lo conseguiste?

—Muchas veces. Aunque es difícil. Pero vale la pena. Una vez que pasas la chimenea, las paredes se abren de nuevo. Hay que continuar la escalada siguiendo la gran fisura que recorre una de ellas. Tienes que subir otros ciento cincuenta metros hasta llegar a un repecho, a partir del cual la pendiente se suaviza mucho y se puede seguir trepando sin dificultad hasta la cima. Era una escalada maravillosa.

—¿No te gustaría intentarlo de nuevo?

—Dudo que pudiera. Hacen falta buenos dedos y músculos jóvenes como los tuyos.

Héctor miró hacia el distante pedazo de cielo allá en lo alto.

—Me gustaría probar —dijo.

—¿Has escalado alguna vez?

—Nunca.

—Déjame mostrarte cómo se hace.

Ebrahim se asió a uno de los agarraderos que formaba la caliza, tanteó con el pie hasta encontrar una pequeña cavidad y se alzó, contorsionando el cuerpo para mantener el peso vertical, moviéndose con una seguridad y una destreza que dejaron a Héctor boquiabierto. Unos cinco metros más arriba la fisura se había estrechado lo suficiente como para permitirle subir otro tramo apoyando un pie en cada pared. Llegó hasta mitad de camino, unos diez metros, antes de iniciar el descenso.

—Prueba tú. Recuerda que lo más importante es distribuir bien el peso. Gira las caderas hacia la pared en cada movimiento para no salirte de la vertical.

Héctor empezó a ascender, buscando los apoyos que Ebrahim le indicaba y procurando mantener el equilibrio. Para su sorpresa no le fue demasiado mal. Sin embargo, cuando alcanzó el punto donde podía apoyarse en ambas paredes, sudaba a mares, tenía los antebrazos hinchados y un incipiente temblor en las rodillas.

—Sacude los antebrazos y relájate —gritó Ebrahim—. Ahora es más fácil.

Héctor siguió subiendo, brazos y pies en cruz, copiando los movimientos que había visto hacer a Ebrahim. De vez en cuando, allá donde la ascensión se ponía difícil encontraba un pitón clavado en la roca, facilitando el paso. Cuando se quiso dar cuenta, había superado el punto al que había llegado su compañero.

Suficiente. Tenía las palmas de las manos peladas, los dedos agarrotados y una especie de borrachera, como si el viento, colándose por la garganta, compusiera un canto de sirena que le impulsara a seguir subiendo.

Miró hacia abajo. Ebrahim le hacía ansiosos signos con los brazos para que bajara. Era la primera vez en su vida que escalaba una pared y ni siquiera se le había ocurrido considerar que lo estaba haciendo sin cuerda. No sentía vértigo alguno. Pero el temblor de las piernas arreciaba. Con un esfuerzo inició el descenso.

Diez minutos más tarde Ebrahim le estaba vendando las manos y poniéndole tiritas en los dedos, sacadas de un completísimo botiquín de campaña.

—Eres bueno para esto —le dijo—. Me recuerdas a Ramin.

Héctor tuvo el tiempo justo de cambiar la pregunta que acudió a su mente por otra menos comprometida.

—¿Cuánto cuesta llegar hasta arriba?

—¿Te has fijado en los pitones?

Héctor asintió, agitando las manos vendadas.

—Sí —dijo—. Ayudaban mucho.

—Pusimos muchos en la Puerta del Paraíso para facilitarnos las cosas. Es tan estrecha que sólo puedes ascender con los brazos levantados por encima de la cabeza empujándote poco a poco con los pies, tanteando en la roca hasta encontrar los apoyos. Lo más importante es dominar la claustrofobia. Al otro lado de la chimenea puedes volver a respirar de nuevo. La escalada por la fisura es maravillosa, la pared es muy vertical, y si no tienes vértigo te sientes como ascendiendo una escalera al cielo. Tienes que ir poco a poco, metes las manos en la grieta y las cierras, de tal manera que tu puño te sirva como apoyo para alzarte.

—No parece demasiado fácil.

—La primera vez no lo fue, pero luego equipamos la grieta con bastante anclajes, estribos e incluso alguna escalerilla en los puntos más complicados. Aun así, no se la recomendaría a un novato. Aunque quizá tú pudieras con ella.

—¿Ciento cincuenta metros por una fisura? No me hagas reír.

Ebrahim se levantó, guardó el botiquín en su mochila, sacó un hornillo de gas, un par de platos de cartón, unas lonchas de kebab envueltas en papel de plata, unas bolsitas de té y una botella de whisky escocés, que le lanzó, como un jugador de baloncesto pasando una pelota. Héctor la atrapó al vuelo, desenroscó el tapón y dio un trago. El whisky raspaba en la garganta, pero inundó su estómago con una agradable sensación de bienestar.

—Pronto oscurecerá, rafeeg —dijo Ebrahim—. Vamos a preparar algo de comer.

* * *

Boiko se estaba retrasando y Carpenter comenzaba a sentirse mal. El calor asfixiante del local le estaba mareando. Regueros de sudor frío le corrían por el cuello, las axilas, la espalda; tenía la camisa pegada al cuerpo como una mortaja. Un dolor de cabeza cada vez más agudo le martilleaba las sienes. Empezaba a respirar con dificultad, los pulmones sólo parecían llenarse a medias de aire, lo que le obligaba a dar bocanadas cada vez más ansiosas.

Era el principio del mono. Y pronto iría a peor. Tenía que conseguir un poco de polvo esa misma noche y Boiko no aparecía. Apoyó los codos sobre la mesa, agarrándose la cabeza con ambas manos para presionar las sienes. Con un esfuerzo colosal ralentizó su respiración, conteniendo los amagos de arcadas que le sacudían.

¿Tovarich? ¿Enfermo?

La voz, fuertemente acentuada; la manaza, pesada como el ancla de una galera en su hombro. Carpenter abrió los ojos, agradecido.

Al principio no sintió miedo. Su conciencia se limitó a registrar la presencia de una muchacha junto a Boiko. Un instante después reconoció la melena cobriza y los aires de reina, a lo Katharine Hepburn en María Estuardo. El corazón le dio un vuelco.

—Hola —dijo ella—. ¿Carpenter, verdad?

—¿Amigo de Irene, tovarich? —preguntó Boiko, dedicándole una de esas sonrisas que serían inocentes sin la cicatriz que se retorcía bajo su párpado.

—Yo… —Su lengua era incapaz de moverse, paralizada como un conejo mordido por una víbora.

—Somos colegas —dijo ella—. Podría decirse que nos interesan los mismos temas, ¿no?

—¡Ah! —exclamó Boiko, dando a Carpenter una palmada cariñosa en el hombro—. ¿Mis amigos trabajan juntos? ¿Haciendo bombas?

—No exactamente —dijo Irene, sentándose a la mesa—. Pero casi.

—¿Celebramos? ¿Lo de siempre, tovarich?

Rubio, inocente y enamorado, pensó Carpenter. Ryan O'Neal en Love Story, excepto por los tríceps desnudos, sobresaliendo bajo la camiseta de manga corta y dibujando dos crueles herraduras de fibras trenzadas, sobre las que se deslizaba una serpiente tatuada en tinta azul.

—Lo de siempre —dijo Carpenter.

—¿Me traes una cerveza a mí? —pidió Irene.

Boiko le acarició el cabello antes de encaminarse hacia la barra. Parecía inconcebible la ternura con que su mano se deslizó sobre la cabellera pelirroja.

—¿Es cierto que no hay señal donde predice mi modelo?

No parecía enfadada, más bien desilusionada, como si no acabara de creerse que sus cálculos pudieran ser incorrectos. Al contrario. Carpenter se sintió un canalla.

—No, no la hay… —Debía haberse quedado ahí, pero el síndrome de abstinencia no le dejaba pensar con claridad y la idea de mentirle a Katharine Hepburn se le hacía insoportable—. Pero aún no es un resultado firme. El ruido de fondo es muy difícil de controlar.

—No dio esa impresión durante mi charla…

—Lo sé. Lo siento. La culpa fue del tal Reeves. Sacó a mi jefe de sus casillas y la cosa se descontroló.

—¿Por qué se me antoja que tu jefe se sale bastante fácilmente de sus casillas?

—Estoy comprobando el análisis —se apresuró a añadir Carpenter—. Paso a paso. Pronto tendré un resultado definitivo.

En ese momento llegó Boiko con un gin tonic y dos cervezas. Carpenter se apresuró a sacar su cartera y le alargó cinco billetes de cien francos suizos. Boiko dejó las bebidas sobre la mesa y guardó el dinero en un bolsillo de su pantalón.

—¿Esperáis un poco? Boiko vuelve enseguida.

Los ojos de la muchacha, pensó Carpenter, eran como dos animales vivos, observándole, despiertos e inescrutables.

—¿No te ha salido un poco cara la copa?

Carpenter se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con una punta de su camisa. Lo de limpiarlas era un decir, pero le hizo ganar algún tiempo para pensar la respuesta. Se sentía como un bufón interrogado por una reina.

—Había un extra. Para cocaína. Boiko sabe dónde encontrarla.

—Ya veo —dijo Irene—. Soy una metomentodo. Perdona.

—No hay nada que perdonar. Estoy un poco enganchado. Guárdame el secreto, ¿quieres? No suelo ponerlo en mi currículo.

—Cuenta con ello. Explícame cómo consigues suprimir el ruido de fondo a tan bajo ángulo. Tiene que ser verdaderamente difícil.

—Lo es. La señal de kaones por sí sola no basta…

El maldito mono, espesándole las neuronas. Los ojos de Irene, escudriñándole. Había estado a punto de meter la pata, confesándole que aún no sabía cómo limpiar la región donde el modelo predecía la señal de las burbujas, eliminando el exceso de ruido de fondo.

—Quiero decir que no basta del todo. No parece que haya señal alguna, pero no está lo bastante claro.

—¿Y qué piensas hacer al respecto?

—¡Se me ha ocurrido un truco magnífico! He pensado crear una red neuronal que explote la información de tu modelo. Una vez que se la entrena para que discrimine la señal que predices del ruido de fondo, su eficiencia es muy alta.

Irene dio un largo trago a su cerveza, casi vaciándola de un golpe, sin quitarle la vista de encima.

—Es una idea muy buena. Qué lástima no haber hablado contigo antes de dar mi charla. Fui una estúpida. Podía haberte proporcionado toda la información necesaria para entrenar la red y hubiéramos averiguado de antemano si mis predicciones eran correctas o no.

—¡No digas eso! No podías saber…

—Claro que podía. Lo lógico hubiera sido asegurarme de que reproducía los resultados del experimento. Pero estaba tan convencida de haberlo hecho bien que ni lo pensé. Me está bien empleado el vapuleo. En fin, te garantizo que la próxima vez consultaré contigo.

—Será un honor.

Le salió del alma. Irene no era la señorita malcriada que había supuesto, no lo había tratado con la arrogancia a la que tan acostumbrado estaba, no le había exigido su pedigrí ni mostrado el suyo.

—Hecho entonces —dijo ella, tendiéndole la mano.

Carpenter se la estrechó, rogando por que Boiko llegara pronto con la cocaína.