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Era una noche sucia, ventosa. Sobre el cielo pesaban unas nubes grises, a las que el trasluz de la luna llena confería una consistencia de piedra. En la tienda de la gasolinera apenas había cinco personas, además de los dos dependientes. Dentro del establecimiento la gente guardaba una sola cola. Una joven llevaba abrazadas una botella de refresco light y una bolsa de snacks, como si sus compras pudieran protegerla. Un señor acababa de sacar la tarjeta de crédito para pagar la gasolina, y la mantenía oculta en el hueco cóncavo que formaba con la palma de su mano, mientras permanecía mirando al frente. Una mujer agarraba su bolso con un brazo y la mano de su hijo con el otro, apretando ambos contra su pecho. Era un niño pelirrojo, que lloriqueaba porque la madre no le había comprado un muñeco equipado con armas de exterminio. En la caja de la izquierda, uno de los dependientes atendía a los compradores. En la terminal contigua el otro no hacía avanzar la cola, porque estaba contándole a su compañero una anécdota protagonizada por un amigo que era agente de policía local. La anécdota era violenta; no obstante, los jóvenes parecían divertidos.
En el establecimiento entró otro hombre. Al abrirse las puertas de cristal automáticas una corriente de aire frío se coló desde la calle, junto con ruido de tráfico. La expectoración de una ciudad enferma. Las puertas se volvieron a cerrar, dentro estaba encendida la calefacción y había un cambio de temperatura de casi veinte grados. El hombre no miró ninguno de los productos que se alineaban en las estanterías. Se dirigió directamente hacia la cola, sin embargo no se situó al final, sino a uno de los lados. Vestía una chaqueta de pana color canela, con los ojales y los bolsillos todavía sin abrir, aunque muy arrugada, como si llevara varios días durmiendo con ella. Parecía mirar a algún miembro de la cola a través de unas gafas de pasta oscura, pero lo cierto era que su mirada traspasaba los cuerpos y se extraviaba en algún punto indefinido de la tienda. La mujer apretó aún más contra su pecho el bolso y la mano de su hijo, que aprovechó la reacción de la madre para aumentar sus gritos de protesta. El hombre que acababa de entrar tenía los hombros hundidos, los brazos caídos junto al cuerpo y las manos extrañamente crispadas hacia fuera.
—¿Necesita algo? —le preguntó el dependiente que estaba contando la anécdota.
El hombre permaneció inmóvil todavía un instante. Luego, sus pupilas parecieron volver a enfocar la realidad. Movió la cabeza, se aclaró la garganta y dijo:
—Sólo quería un poco de agua.
—Las botellas de agua mineral están en ese expositor —le contestó el joven y señaló con la mano sin mirar hacia el expositor, sólo al hombre. Después añadió—: No servimos agua del grifo.
Su compañero afiló una sonrisa. La cola avanzó. Los clientes que pagaban su compra parecían ansiosos por salir de allí. El hombre caminó hasta el refrigerador de las bebidas, cogió una botella de agua pequeña y regresó a la fila. La mujer y su hijo pelirrojo quedaron delante del hombre. El lloriqueo del niño cada vez se hacía más insistente y agudo.
—Como no te calles… —le dijo la madre, con el mismo tono apático con el que le acababa de pedir al dependiente que le cobrara la gasolina del puesto número seis.
Cuando el hijo oyó el dinero tintinear sobre el mostrador y vio los billetes y las monedas, chilló aún con más fuerza. Había adivinado que su oportunidad estaba a punto de escaparse definitivamente. Su aullido se alargó de una manera monocorde y exasperante, y parecía no tener fin.
—Calla —repitió la madre en un susurro, como si tuviera miedo de que alguien reparara en ellos, o de que alguien reparara en su ineficacia. O de hacer enfadar al niño.
Pero el crío, lejos de obedecerla, comenzó a dar tirones del brazo de su madre y dejó caer todo su peso muerto hacia abajo, como si colgara de una liana. Entonces el hombre puso una mano sobre el hombro del niño, lo giró hacia sí y le dijo:
—Niño.
El crío perdió por un segundo la concentración en su llanto, para buscar la cara del desconocido y mirarlo a los ojos. Sorbió una nariz pecosa, se metió el dedo en uno de los orificios, y poco a poco comenzó a abrir de nuevo la boca para seguir gimoteando. Antes de que pudiera hacerlo, el hombre tomó impulso con el antebrazo derecho y lo abofeteó con todo el dorso de la mano. El chasquido adquirió una contundencia sólida en el silencio de la tienda.
—Pero ¿qué hace? —gritó la mujer, dando un paso atrás con su hijo y cubriéndolo con los brazos. En sus ojos había más miedo que indignación.
—Lo siento —dijo él.
La mujer miró a los dependientes. Los rostros de los jóvenes estaban lívidos y sus movimientos en las cajas registradoras habían quedado congelados. Ninguno de los dos parecía capacitado para volver a moverse.
—Lo siento, no pude evitarlo… —repitió—. Tendría que haberlo hecho usted.
Otro cliente, que venía de un pasillo entre las estanterías, había dejado en el suelo una bolsa de hielo y comenzaba a marcar un número en su teléfono móvil. Se dirigió a él:
—Pero no lo hizo ella, amigo. Y si lo hace usted es una agresión a un menor.
El hombre de la chaqueta de pana comprendió que aquel individuo estaba llamando a la policía.
—Sí —murmuró—, he agredido a un puto menor de los cojones.
Se acercó al mostrador, apartando a un lado a las personas que tenía delante, se buscó en los bolsillos y soltó unas monedas sobre el tapete de goma con el logotipo de la compañía gasolinera, sin mediar palabra con ninguno de los dependientes. Luego, dando unas zancadas nerviosas, salió del establecimiento. En ningún momento, desde que le diera la bofetada, el niño dejó escapar una sola lágrima ni volvió a llorar.
El hombre había aparcado su moto a pocos metros de la puerta, un modelo BMW R 1200 R color gris granito. Se subió a la moto, giró la llave de contacto y dejó atrás la gasolinera. Había empezado a caer una lluvia débil, pequeñas motas ingrávidas iluminadas por una luz plateada. Al otro lado de los cristales, todos los que quedaban dentro de la tienda aún seguían la luz de su faro con la mirada.
Después del incidente en el establecimiento, el hombre empezó a conducir sin rumbo. Continuaba sin encontrarse bien. Se sentía desorientado, fuera de control. Probablemente por eso, apenas desembocó en una de las avenidas principales de la ciudad, se vio asaltado por la necesidad de poner a prueba la potencia de la moto. Como si compitiera consigo mismo, inició una serie de carreras contra nadie a más de doscientos diez kilómetros por hora, por encima de las líneas continuas que dividían en dos la avenida. A uno y otro lado, las imágenes reflejadas en las fachadas de espejos de los edificios se convertían en haces de luz, como partículas radioactivas en un órgano sometido a un centellograma. Los pocos transeúntes que aún rondaban la calle a esas horas se detenían a observarlo, mientras el hombre rogaba por que ninguno de ellos apareciera de la nada y se cruzara en su camino; aunque no fue eso lo que en todo momento deseó. Por fin, terminó por aburrirse. Entonces condujo hacia el distrito norte y ascendió hasta la formación montañosa que hacía de límite natural de la ciudad. Se internó en carreteras oscuras, cada vez más asediadas por el bosque, que parecían querer tragárselo en un laberinto interminable. El viento movía la fronda de las ramas y producía un sonido extraño. Él no se dejó amedrentar por ningún laberinto infinito. En cambio, en la alta madrugada, a una hora que no sabría determinar, a uno y otro lado de la carretera, pudo distinguir con horror rostros humanos emergiendo entre las formas que componía la espesura. Las caras, alargadas y contrahechas, tenían un tamaño dos o tres veces superior al normal y abrían sus bocas con el rictus de los desahuciados, estirando hacia el frente unas fauces salvajes. Podía diferenciar con claridad dos tipos de rostros, los que pertenecían a su mundo y los que no. Los de un lado de la carretera simétricamente enfrentados a los del otro.
Poco antes del amanecer, la moto regresó a la ciudad, circulando con lentitud. Entró en una amplia rotonda de edificios señoriales de quince plantas, con una enorme fuente de mármol de aristas cortantes en el centro, y se detuvo a la altura de un luminoso de color verde en forma de cruz.
La farmacia de guardia tenía las correderas metálicas echadas hasta el suelo. A través de un hueco recortado sobre una de las persianas asomaba una ventanilla dispensadora, reforzada con cristales antibalas. El hombre llamó con los nudillos. No acudió nadie. Se quitó los guantes, y volvió a llamar con más fuerza. Tenía las manos amoratadas por el frío. En la parte superior de la ventanilla, tras el cristal, había una pequeña cámara grabándolo todo. Se encendió un cigarrillo y esperó casi un minuto hasta que apareció una joven, abrochándose una bata blanca y mirándolo con desconfianza.
Le preguntó si tenía algo para dormir.
—¿Un tranquilizante o un somnífero? —dijo la mujer, y se comenzó a recoger el pelo con una gomilla—. ¿Tiene receta?
—No. No tengo receta. Deme lo más fuerte que pueda darme sin receta.
—Le tengo que cobrar por adelantado.
—¿Cómo por adelantado?
—Quiero decir, antes de hacerle entrega de los medicamentos.
—Me parece estupendo. No pensaba salir corriendo.
—¿Pagará en efectivo o con tarjeta?
—Con tarjeta.
—Necesitaré su DNI, ¿lo lleva encima?
—Claro que lo llevo encima. ¿También lo quiere ver por adelantado? Aquí lo tiene.
El hombre sacó su documento de identidad de la cartera, agarró el asidero del cajón que había debajo de la ventanilla, tiró de él y depositó el carné sobre la bandeja. El carné apareció al otro lado.
—¿Es usted André Bodoc?
—Pues claro que soy André Bodoc, ¿quién si no? ¿No parezco André Bodoc?
En la fotografía del documento de identidad el hombre no tenía el pelo tan blanco como ahora, ni tan largo. Tampoco llevaba las mismas gafas de pasta oscura que usaba ahora. La chica miraba a uno y a otro como buscando similitudes y diferencias. Luego, se dio la vuelta y se adentró en el almacén.
—¡Espere! —la llamó él. Había olvidado decirle algo importante—: Deme lo que sea para dormir, pero sin sueños. Quiero dormir sin soñar.