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Despertó sobresaltada de sus recuerdos.
Estaba sentada en la cama. Hasta ahora no se había dado cuenta. Al lado había una pequeña mesa y, encima, dos fotografías en color, en marcos de plata. En una se veía a Pierre Grimaud; en la otra, a su hijo, a quien había puesto el nombre del padre. Pierre aparecía sentado en un bidón de gasolina, delante de una caja de municiones sobre la que tenía instalada una máquina de escribir portátil. Grimaud mecanografiaba con dos dedos. No llevaba más que un pantalón corto, verdegrís, y gorra con visera, del mismo color, como la que utilizan los camioneros o los soldados. Tenía la cara tan delgada como el musculoso torso, y todo él estaba muy bronceado. Sus ojos eran grises y, al reír, se le formaban numerosas arruguitas en los ángulos externos. La boca, grande, permitía ver los dientes, irregulares, pero sanos. Y de la delgada cadena de oro que siempre llevaba, pendía un amuleto: dos cristales de gafas, montados en oro, con un trébol de cuatro hojas en medio.
Norma se introdujo la mano en el escote de su vestido negro y sacó la cadena con el talismán. La llevaba desde hacía tiempo. «Yo le regalé esto —pensó—. Cuando estábamos en Beirut. Pero no le trajo suerte.»
Contempló su fotografía, y luego la del niño. Iba éste montado en su bicicleta. Vestía pantalón tejano y una multicolor camisa suelta. También él reía.
«¡Y qué pequeño era su ataúd! —pensó Norma—. Lo eligió alguien del Instituto Médico Forense. Otra persona se encargó de todos los trámites. Incluso de escoger la tumba. Y una mujer de la morgue me dijo que le había puesto una mortaja especialmente bonita, y un ramito de flores entre los dedos. ¡Hay que ver lo amablemente que es tratada una persona cuando está muerta! ¿Di suficiente propina a los empleados de la funeraria y al enterrador? Estaba completamente sola con ellos. Y me marché apenas hubieron bajado el pequeño féretro a la fosa...»
Pierre, el padre, le había dicho que nadie muere mientras... ¡Pero si ni siquiera él lo creía, en realidad! De repente, Norma no resistió más la contemplación de las fotografías. Abrió un cajón de la mesilla y las guardó. Tampoco soportó más el ambiente de aquella habitación y pasó al salón de estar, donde estaban todos los libros y el amplio tresillo. Había un diván tan largo como ancha era la pieza, y la pared de encima estaba cubierta de cuadros reunidos por ella y Pierre Grimaud en el transcurso de los años. Los marcos casi se tocaban. Norma recorrió con la mirada el Zille —que representaba a dos soldados de piernas amputadas y desgarrados uniformes, sentados en un banco—; las tres litografías originales de Chagall: Amantes bajo el ramo de lirios, Amantes sobre París y Judío en verde... Luego, El minotauro profanado, de Dürrenmatt, cuadro en que el mítico monstruo aparecía acurrucado junto a un muro del laberinto, y desde lo alto de ese muro, una persona diminuta orinaba encima de él..., una pintura naif de Milinkov: un campo en pleno verano, con espigas muy desarrolladas y árboles llenos de fruta y numerosas parejas que hacían el amor...; un dibujo de Horst Janssen, de grandes dimensiones, que mostraba una calavera sobre una mesa, y ese Janssen, que vivía en Hamburgo, había explicado a Norma que su obra significaba la Muerte, que devoraba sus propios pies, y a un lado asomaba la cara de Janssen, cosa que el artista hacía con frecuencia. Y pegado a la «Muerte» se hallaba la figura de un niño, en rojo y blanco, que tocaba el tambor, y esa obra procedía de Franz Krüger, el más famoso retratista y pintor de temas militares del Berlín de la época biedermeier. Los expertos le llamaban «Krüger, el de los caballos», por el número de estos animales que había incluido en sus cuadros. En la pared había otros óleos, pero el pequeño tambor era la obra favorita de Norma.
Entonces Norma se dirigió a una vieja mesa plegable, en la que había varias botellas, vasos y un termo. Se sirvió whisky con cubitos de hielo. Bebió un sorbo, abrió las vidrieras que daban a la terraza y salió al exterior. Eran más de las siete de la tarde, y el sol se hundía en el Occidente. La vivienda se encontraba en el último piso de un edificio de apartamentos, al principio de la Parkstrasse, en el barrio de Othmarschen, muy cerca de la Elbchaussee. Norma contempló el río, cuyas aguas resplandecían a la luz del crepúsculo. Al otro lado del Elba distinguió el canal de Steendiek y el puerto de Köhlfleet y la estación de prácticos situada en la bocana de ese puerto, y también vio la fábrica de HDW, en Finkenwerder, y las vías de tren y muchos vagones, todo ello iluminado por los últimos rayos del sol. Y detrás de las líneas de ferrocarril estaba el lugar del que acababa de regresar: el pequeño cementerio junto a la vieja iglesia... Desde la tumba había andado hasta el embarcadero más próximo del transbordador, cruzando el río hasta Teufelsbrück, para pasar después por delante del parque de Jenisch, camino de casa.
Norma se dejó caer en una tumbona, vació el vaso... Nunca más... Se levanto de nuevo, fue al cuarto de baño. Nunca más... Tomó una larga ducha..., nunca más..., se puso un albornoz..., nunca más..., se preparó otro whisky, fue a su estudio, se sentó a la mesa de trabajo y pensó en telefonear a una amiga, marcó medio número y..., ¡nunca más...!, y no pudo terminar y dejó el auricular y..., ¡nunca más...!, y no resistió seguir sentada a la mesa. ¡Nunca más...! Bebió uno y otro sorbo. ¡Nunca más...! Entró en la habitación de su hijo y..., ¡nunca más! Se echó en la cama. ¡Nunca más...! La almohada aún olía a los cabellos del niño, y eso no lo pudo aguantar, y abandonó la estancia a toda prisa, para volver a la terraza y contemplar luego los cuadros de los amantes y del pequeño tambor y el de la Muerte... ¡Nunca más, nunca más, nunca más...!