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Fuera aguardaba un muchacho.

Vestía pantalón negro y una chaquetilla azul, de botones plateados, cerrada hasta el cuello, y en la parte izquierda del pecho llevaba bordadas en oro las palabras de «Hotel Atlantic». El chico se había quitado el quepis azul oscuro y saludó muy cortés. Tenía los cabellos y los ojos muy claros.

—¿Frau Desmond?

—Soy yo.

—Me han encargado entregarle esta carta, señora.

Y le dio un sobre.

—¿Una carta? ¿De quién? ¡Oh! —exclamó de repente, al reconocer la letra—. ¡Un momento!

Sacó un billete de diez marcos y lo puso en la mano del botones.

—Muchas gracias, señora.

—¿Cómo regresarás al «Atlantic»?

—En taxi. Me espera abajo. Buenas tardes, señora —dijo, con una nueva inclinación.

Norma cerró la puerta y volvió al cuarto de estar, donde rasgó el sobre. De él salieron dos hojas de papel con membrete del «Atlantic», y la mujer leyó aquella letra oblicua:

Mi querida y buena Norma:

Me consta que, en estos momentos, todas tas palabras son inútiles. Pero te imagino en mí casa de Francfort, transida de tu indescriptible dolor. Yo bajaría del estante el Rene de Chateaubriand y te mostraría esta frase: «Una gran alma tiene que dejar más espacio al dolor que una pequeña...»

Tú posees un alma realmente grande. La tuviste siempre, sin necesidad de este último golpe, tan espantoso como para amenazar tu vida. La tenías ya antes de la primera y horrible pérdida, y otra cosa sería este mundo si hubiese más personas como tú.

No interpretes mis palabras como un torpe intento de consuelo. El consuelo no existe. Ni siquiera el tan cantado tiempo cura las heridas, sino que sólo las cubre. La única forma de seguir adelante, consiste en la comprensión, en el convencimiento, por el que hay que luchar incesantemente, de que hemos de aprender a pasar el resto de nuestros días con una vida amputada.

Para una mujer como tú, mi querida Norma, se presta también otra frase que descubrí días atrás en El mundo vacío, la novela de Pierre Jean Jouves: No existe una gran vida sin una gran mutilación.»

No te amargues diciendo: «¿Y de qué me sirve a mí esto?» El consuelo no existe, como ya escribo más arriba, pero uno puede contar con la ayuda de los amigos. Aunque, de momento, sus palabras aún causen más desesperación, los gestos y los brazos y las manos y los hombros quedan en nuestra memoria como... casi me atrevería a decir como una cuna en la que uno quisiera mecerse. También el movimiento de la cuna acaba, pero al saber que hay unos amigos que siempre vuelven a mecerla, ya sea con una frase o con una sonrisa, ayudará a superar más de una hora en esos días de desesperación.

Telefonéame al «Atlantic», querida Norma, si quieres y puedes. Siempre me tendrás a tu disposición.

Te abraza tu viejo y fiel amigo,

Alvin

Con los payasos llegaron las lágrimas
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