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«... como reacción a la declaración del presidente Reagan, según la cual no quiere atenerse al tratado SALT II, el periódico Pravda, órgano del Gobierno soviético, amenaza con la colocación de nuevos cohetes. El tratado SALT II —aunque nunca ratificado— era uno de los pocos acuerdos sobre limitación de armamento que todavía quedaban en pie. En los círculos de la OTAN, así como en las capitales de los aliados europeos de los Estados Unidos se ha manifestado el disgusto por esta nueva jugada individual del presidente americano. Leipzig: después de su visita a una feria, el Primer ministro belga...»

Norma se alzó y no prestó más atención a la voz del locutor que difundían los altavoces distribuidos por las paredes del vestíbulo de la central del Welt im Bild. El gran edificio se hallaba en Bendestorf, pequeña aldea de las landas, junto a la posada Zum Schlangenbaum y muy cerca, también, de los estudios cinematográficos construidos allí al término de la guerra. Todos los noticiarios de la Primera Cadena eran producidos en Bendestorf e introducidos luego por la red federal. Norma se había alejado de la calurosa urbe por la autopista de Hannover, pasando los puentes sobre el Elba, hasta la desviación de Ramelsloh, para adentrarse finalmente en las landas.

Ahora se cruzó con un hombre que acababa de salir del ascensor. Vestía pantalón de hilo y camisa azul suelta, de manga corta. Tenía su misma edad. —¡Norma!

La abrazó con gran cordialidad. El hoy redactor jefe Jens Kander había sido reportero, ocho años atrás, y entonces era frecuente que los dos se encontraran en cualquier parte del mundo. Kander tenía mal aspecto.

—Mi mujer y yo te escribimos ayer... —dijo—. ¡No sabes cuánto sentimos lo ocurrido...!

—Lo sé, sí —contestó Norma, al mismo tiempo que se pasaba una mano por los cabellos cortados al sesgo—. Pero..., por favor, no hablemos de eso. Te llamé porque quisiera saber algo. Creo que podrás ayudarme. —¡Con mucho gusto!

Kander rodeó los hombros de la compañera con un brazo y la condujo al ascensor.

—Cuéntame...

Una vez en su despacho, invitó a Norma a sentarse en un sofá de cuero artificial negro mientras él ocupaba su sillón de costumbre detrás de la mesa y marcaba un breve número de teléfono.

—¿Birgit? Soy Jens. Hazme un favor. Necesito la edición de las 20 horas del Welt im Bild de ayer... Salía un reportaje sobre el entierro del profesor Gellhorn y su familia, del que se hablaba también en la edición de las 23... Ya sé que no tenemos la última edición... Por eso te pido la edición principal de las 20... ¿Podéis proyectármelo en mi aparato? ¡No vosotros, naturalmente, sino los del MAZ...! ¿Sí? ¡Gracias, Birgit!

Kander colgó el auricular y le dijo a Norma:

—Es cuestión de un par de minutos. ¿Qué ocurre con ese empleado de la funeraria?

Mientras subían en el ascensor, ella le había puesto en antecedentes del asunto.

—En realidad no lo sé. Tengo que averiguarlo. ¿Hay manera de sacar una copia de la foto?

—Sólo trabajamos ya con cámaras electrónicas, o sea que lo único posible es sacar una foto de la imagen de la película.

—Y no se verá muy bien, ¿verdad?

—Sí, sí. ¡Bastante bien! Los chicos del registro magnético tienen sus trucos. Saldrá una foto casi buena.

—Te quedaría muy agradecida, Jens... Oye, ¿qué te sucede? —inquirió Norma de pronto—. ¿Algún problema?

—Pues..., sí.

—¿Con tu mujer?

Una muchacha de largos cabellos rubios abrió la puerta y metió la cabeza.

—¿Te ocupas tú de lo del coche-bomba de Irlanda?

—No. Creo que lo hace Henry.

- Okay.

La puerta volvió a cerrarse.

—No con mi mujer —dijo Jens—. Mira..., no sabría decirte qué es. Hace meses que me siento mal. Constantemente. Mis compañeros son simpáticos. El trabajo es agradable, cuando te has acostumbrado a que cada día parezca hundirse el mundo... No, no tengo problemas en casa. Inge es una buena esposa, los niños no me causan problemas... ¡Soy yo el que los tiene! Estoy descontento de mí mismo... Es curioso que no hable de ello con Inge, y que a ti te lo cuente en seguida.

—Porque no nos vemos apenas. Piensa en lo que uno es capaz de contarle a un barman desconocido... ¿Qué te pasa, Jens?

—Que no sé para qué estoy en el mundo —confesó Kander—. Y lo digo tal cual lo siento. Me pregunto qué sentido tiene mi vida. No me encuentro a mí mismo... No sé quién soy.

—Ah, ya...

—¿Cómo voy a saber quién soy? La vida fluye, y no hay más que una. Todo lo que hago, lo haré una sola vez. No sé si en determinada situación he actuado bien o mal. No puedo corregir nada, para hacerlo de nuevo. ¡Si los acontecimientos se repitieran, como ahora repetimos las noticias de ayer! Pero eso es una comparación tonta. Lo que podemos reproducir son las imágenes, no el suceso. ¡Ni uno solo! ¡Nunca! Si eso fuera posible, yo tendría el modo de cambiar y mejorar muchas cosas. En tal caso, quizá me entendiese mejor. ¿Pero así? ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo? ¿Qué es el ser humano? ¿Tú, Inge, todos nosotros? Los acontecimientos no se repiten. ¿Cómo hay forma de saberlo, pues? Nada puede ser dispuesto. ¿Viene todo como ha de venir, entonces? ¿Qué sentido tiene todo?

—Lo ignoro, Jens.

—¿Tú tampoco sabes quién eres?

—No tengo la menor idea —musitó ella, cansada.

—Sin embargo, hemos de ser alguien. Nosotros... —Jens Kander interrumpió la frase—. ¡Mecachis! A ti te vengo yo con mis preocupaciones... ¡Perdóname, Norma! Pero me preguntaste qué me ocurría, y... ¡Lo tuyo sí que es horrible!

—¡No sigas! —exclamó la mujer, para continuar en voz menos alta—: En el cementerio trabajasteis con diversas cámaras electrónicas. Eso significa que allí había un coche de reportaje.

—Sí, y en él iba Walter Grüter, un redactor. Tenía un monitor delante. Luego terminó aquí el artículo. Escribió el texto y lo grabó. Finalmente, el filme del MAZ fue incorporado al Welt im Bild.

—¿Aún conserváis cada Welt im Bild?

—La edición de las 20 horas es registrada totalmente en vídeo. Cada día. Si, por ejemplo, quieres el Welt im Bild del 4 de setiembre de diez años atrás, está a tu disposición.

—¿Y dónde lo guardáis todo?

—En un sótano, casi debajo mismo de la central. Pronto estará lleno. Volviendo a lo de antes, Norma... Por ahí corren montones de personas que afirman saber con toda exactitud quiénes y qué son.

—No lo puedo creer. Y... suponiendo que lo sepan, ¿qué sacan de ello?

—Yo, por lo menos, si lo supiera...

Sonó el teléfono. Kander descolgó.

—¿Qué hay, Birgit? ¿Cómo? ¿Qué significa eso de que no está? ¡Tiene que estar! Mirad de nuevo... ¡Pues repasadlo todo por cuarta vez, caramba! Perdona, Birgit, pero es que me ponéis nervioso. ¡Eso no puede haber desaparecido sin más... ¿Qué? ¡Nunca ha desaparecido nada, hasta ahora! Telefonea a los del MAZ. Tal vez lo tengan allí... ¿Ya lo preguntaste? ¡Demonios! Eso es... ¡Espera, que bajo yo mismo!

Norma se había recostado en el sofá. Mientras colgaba el auricular, Jens gruñó: —¡Es incomprensible! Parece ser que el Welt im Bild de las 20 horas de anoche se ha esfumado... Te aseguro que yo... ¿Qué tienes? —agregó, mirando a su colega. —¿Yo?

Norma alzó la vista, sin comprenderle.

—¿No te das cuenta de que lloras? ¡Tienes toda la cara mojada! El cuello, el escote... ¡Norma, trata de serenarte! La reportera se enjugó el rostro y murmuró: —No me había dado cuenta, Jens. Ni... ni siquiera pensaba en mi hijo...

—¿En qué, pues?

—En ese Wilt im Bild..., y en que nada se repite, como acabas de decir tú... En consecuencia, no existe posibilidad de nada..., ni nadie la tendrá jamás... Pero ya estoy tranquila. Puedes irte sin temor.

—¿Ahora? ¿Y dejarte sola?

—¡Claro! Además influye el calor. Salí esta mañana de Hamburgo...

—Échate un rato, por lo menos. ¿Te apetece beber algo? ¿Un poco de aguardiente? ¿Whisky? ¿Coñac? ¿Agua?

—Nada, Jens. Gracias —contestó Norma, al mismo tiempo que se acomodaba en el sofá—, ¡Vete y no te preocupes más!

Cuando Kander se hubo marchado, Norma cerró los ojos y, al cabo de unos momentos, se puso a hablar en silencio con Dios. «No existes —le dijo—, pero si de verdad existieras..., y hasta en Beirut creía Pierre en ti..., si existes, haz que el niño se vea libre de miedo y padecimientos... ¡Te lo suplico! Haz que flote en medio de una paz celestial, y que participe de una felicidad maravillosa. ¡Hazlo, Dios mío, si existes!» Claro que, si no había tal Dios, de nada serviría... Pero, y si... «Mis pensamientos siempre están contigo, mi pequeño —continuó, en su desesperación—. Contigo y con tu padre. Ayudadme los dos, para que lleve una vida honesta...» De pronto recordó Norma que Pierre le había dicho algo parecido, aquella noche en el «Hotel Commodore» del Beirut Occidental.

«Y yo te contesté que tú creías tan poco como yo en la existencia de un dios, y tú reconociste que en el fondo tampoco creías, pero que te gustaría tener fe, y me llamaste mon petit chou... En Beirut hacía un calor espantoso, y fuera matraqueaban las ametralladoras, y el bombardero volvió atrás e hizo temblar todo el hotel con su mortífera carga. Fue como cada noche en Beirut, y yo nunca podrá olvidarlo, del mismo modo que nunca te olvidaré a ti, ¡nunca, nunca! Pero es una insensatez llorar así... ¡Es preciso que me domine!»

Se incorporó, pues, abrió su bandolera y extrajo un espejo de bolsillo. Y al instante se dijo: «¿Cómo es posible que vosotros dos estéis muertos y yo tenga que seguir viviendo? ¡Es injusto! Desde luego. Dios no existe.»

Empezó a arreglarse un poco el rostro, y después permaneció largo rato inmóvil, procurando no pensar en nada.

Por fin regresó Jens Kander y declaró, fuera de sí, que la filmación del entierro había desaparecido realmente, y que todos los de la casa estaban tan excitados como él.

—Alguien robó la cinta —dijo Kander—. Para quien conozca el archivo y tenga las llaves, resulta fácil. Tuvo que ser alguien de aquí, pues. ¿En qué piensas?

—En la Segunda Cadena —respondió Norma—. Sin duda también ofrecieron un reportaje en sus 24 horas.

La central de información de la Segunda Cadena se hallaba en Starnberg, cerca de Munich, y el programa titulado 24 horas, allí producido, correspondía al Welt im Bild de la Primera Cadena.

—Claro que también dieron algo —asintió Jens.

—La Brigada Criminal Federal sólo permitió filmar a dos emisoras: las dos alemanas.

—Lo sé. ¿Tienes amigos en Starnberg?

—Tantos como quieras. Colaboramos con frecuencia, y siempre nos ayudamos unos a otros. Mi mejor amigo se llama Rotter y es el jefe.

—¡Telefonéale, por favor, y pregunta si él aún tiene el reportaje del entierro, o si también ha desaparecido! O no... Pregúntale sólo si tiene el reportaje a mano.

—De acuerdo.

Jens Kander se sentó a su escritorio y se hizo poner en contacto con su amigo Kurt Rotter, de la central de información de la Segunda Cadena. En seguida pudo hablar con él. Luego cubrió con la mano el auricular y le dijo a Norma:

—Claro que tienen la grabación en vídeo. Ahora la manda buscar.

Escasos segundos más tarde oyó hablar de nuevo a Kander.

—¿Sí? ¿Está, verdad? No..., sólo era porque aquí, en este estercolero, no la encontramos...

—Pregúntale si nos la puede retransmitir —susurró Norma.

—Oye, Kurt. Nos conviene comprobar algo. ¿No podríais retransmitir vuestra cinta de vídeo? ¿Sí? ¡Estupendo, hombre...! Sí, ahora mismo, de poder ser... Ya avisaré... Gracias, Kurt, ¡muchas gracias! ¡Adiós!

Y colgó.

—Con Starnberg no hay problemas. ¡Espera!

Habló otra vez por teléfono y, finalmente, dijo: ¡

—Será cosa de un cuarto de hora. Entonces veremos aquí, en mi despacho, la cinta retransmitible. Nos traerán la cassette.

—¡Qué bien, Jens!

Norma hojeó los periódicos que había encima de una mesa.

Todos publicaban fotografías del sepelio, en las que aparecían los familiares, los colaboradores y los famosos colegas extranjeros de Gellhorn llegados para el triste acto. Al pie de un retrato en grupo figuraban sus nombres y cargos: Mijaíl Sobolov era profesor de Genética Química en la Universidad Lomonossov de Moscú; Albert Robertson, el presidente de la agrupación estadounidense «Amerigen»; Tom Stafford, profesor del Instituto de Tecnología Genética de la Universidad de Cambridge; el profesor Robert Cajolle, presidente del consejo de administración de la sociedad «Eurogen», de París... En todas partes vio Norma fotos de esas personas, de los familiares y más íntimos colaboradores, así como también de los empleados de la funeraria. Pero en ninguna pudo hallar a aquel hombre cadavérico.

Llamaron a la puerta. Una muchacha que vestía pantalón tejano entregó una videocassette.

—Hola, Jens. Para ti. Nos la pasaron desde Starnberg.

—Gracias, Monika.

La joven se fue y Kander se levantó.

—A ver qué sale aquí —dijo, a la vez que introducía la cassette en una grabadora que tenía junto al televisor. Corrió las cortinas y encendió una pequeña lámpara. A continuación conectó el televisor y la grabadora.

Sobre fondo negro aparecieron, acompañados de unos silbidos, los números 5, 4, 3, 2 y 1, y seguidamente comenzó el reportaje sobre la ceremonia del sepelio, tal como lo había emitido la Segunda Cadena. Norma no dejaba escapar ni una sola imagen. Respiraba de manera superficial y no se movía. El reportaje era casi igual al de la Primera Cadena, tanto en el contenido como respecto del ambiente. Sin embargo, y como era lógico, se trataba de otras tomas. De nuevo salieron los familiares, los colegas de Gellhorn, los más íntimos colaboradores, los coches de Policía con los hombres armados, los helicópteros de la Policía de fronteras... Y por fin aparecieron los empleados de la funeraria con los ataúdes.

Norma se inclinó hacia delante.

Aquellos hombres tan especialmente vestidos trasladaron el primer féretro. Luego el segundo, y el tercero y el cuarto, muy pequeños en los que iban los cuerpecillos de las hijas de Gellhorn. Los operadores del Segundo Canal habían enfocado a los empleados de la funeraria desde el otro lado, por lo que Norma no pudo distinguir a aquel tipo paliducho, de gafas sin montura. No; en el reportaje de la Segunda Cadena no se le veía. Y se dijo que por eso no lo habían robado. Pero..., ¡despacio! No podía afirmarlo así como así. Aunque era de sospechar... La cassette había terminado.

—¿Qué? —preguntó Jens Kander, una vez desconectados los aparatos y descorridas las cortinas.

—Pues no he visto a ese hombre.

—¿Que no lo has visto?

—No —declaró Norma.

Kender se rascó la oreja derecha.

—De modo que salía en nuestro reportaje, pero no en el de la Segunda Cadena...

—Eso mismo.

—Y nuestra cinta ha desaparecido, mientras que la de la Segunda Cadena está en su sitio...

—Exactamente.

—Oye, pues me parece que el asunto que llevas entre manos se las trae.

—Es lo que me imagino —murmuró Norma.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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