12
Cuando alrededor de las seis de la tarde aparcó su coche delante de su casa de la Parkstrasse, muy cerca de un «Volvo» plateado, Norma le vio sentado en una baja pared de jardín. Al reconocerla, se levantó y le salió al encuentro, evidentemente abochornado y con un gran ramo de rosas amarillas en la mano.
—¿Qué quiere usted aquí? —exclamó Norma.
—Debo disculparme, Frau Desmond.
—¿De veras?
Ella se alzó las gafas de sol y le miró ceñuda. En las cercanías del Elba, el calor ya no era tan insoportable.
—Esta mañana me comporté de una manera vergonzosa... ¡Perdóneme, se lo suplico, acepte las flores!
Su excitación era notoria.
«Cuando Barski se pone nervioso —pensó ella—, se le nota el acento polaco.»
- Okay -dijo—. Así es la tarea de uno. No puedo elegir a mis interlocutores.
Tomó las rosas y le tendió la mano libre.
—Gracias. ¡Olvidémoslo, pues! No hará feelings.
Barski no soltaba su mano.
—No, no... No vine sólo a disculparme, Frau Desmond...
«Este hombre es grande y fuerte como un oso —se dijo Norma—. Un oso simpático. Ahora resulta simpático. Ahora me trae flores.» E inquinó:
—¿Sino...?
—Sino a pedirle que formule sus preguntas. Y que, además, me permita explicarle todo cuanto sé acerca de la tragedia...
Norma se quitó las oscuras gafas.
—¿Y para eso me echó del hospital, prohibiéndome la entrada?
—No me lo recuerde, Frau Desmond... ¡Fue un tremendo error, por mi parte! —agregó, muy confundido.
—¿Califica eso de... error?
—Una desvergüenza, es lo que fue. Una desvergüenza sin límites. Todos mis colegas lo dicen.
—¿Y qué tienen que ver ellos con el asunto?
—Tuvimos una conversación, y salió a relucir mi actitud. La decisión fue unánime: que debía venir lo antes posible a disculparme y a hablar de todo con usted.
—¡Un momento! En el caso de no surgir lo del departamento de enfermedades infecciosas, ¿hubiese hablado ya de todo esta mañana?
—No —confesó Barski.
—¿No? ¿Y por qué me recibió, en tal caso? Ahora quiero la verdad, desde luego.
—Verá, Frau Desmond... En nuestro instituto ha ocurrido algo horrible. Nadie está enterado.
—¿Ni siquiera la Policía?
—Sí. La Policía, sí. Pero nadie más —murmuró—, y se mordió el labio—. Sobre todo, no queremos que llegue a oídos de ningún periodista. Hay que impedir que venga la Prensa y lo divulgue...
—¿Por qué diantre me citó, pues? —exclamó Norma, pero añadió para sí misma: «¡Tranquila, tranquila! Esta vez no voy a perder los nervios.»
—La recibí por creer que era mi obligación. Difícilmente podía desairar a una periodista tan renombrada... Pensé dejarla venir y... contarle una serie de mentiras.
—Muy bonito.
«Lo que me imaginé», se dijo Norma.
—Pensaba convencerla de que yo no sabía nada, y de que ninguno de nosotros tendría modo de ayudarla.
—¡Vaya! —musitó disgustada consigo misma.
¿Por qué habría aceptado las rosas? ¿Y la excusa? ¿Por qué escuchaba a aquel tipo? Porque ahora sabía que en su instituto había ocurrido algo muy gordo, y quizá fuera ése el punto de partida y el motivo para el espantoso acto de terrorismo... Y porque estaba empeñada en averiguar la verdad y descubrir a los asesinos... ¡Por eso, imbécil!
—¿Y usted se supone que habría podido hacerme tragar sus mentiras?
—Tenía el convencimiento de lograrlo.
—¿El convencimiento de ser un formidable mentiroso?
—Sí, Frau Desmond.
—Mi enhorabuena. ¿Qué más?
—¿Cómo?
—¿Por qué no me mintió de manera tan formidable? ¿Por qué se contentó con ser grosero e insolente?
Barski calló.
—Se lo diré yo: ¡porque mencioné el dichoso departamento! Porque oí comentar a sus secretarias que estaba usted allí. Al hablar yo de eso, usted perdió la serenidad y fue presa del miedo.
—Es cierto.
—O sea que eso tan horrible a que usted se refiere, está relacionado con el departamento de enfermedades infecciosas...
—En efecto, Frau Desmond. Ofenderla y echarla fue lo más torpe que pude hacer. Porque ahora es cuando más interés tendrá en averiguar de qué se trata...
—Tenga la absoluta certeza.
—Lo comprendo.
—Y ahora está aquí porque, después de echarme a cajas destempladas, reflexionó y cambió de parecer.
—No.
—¿Ah, no?
—No vine sólo por eso.
—Sino...
—Sino porque... Compréndalo... Hablé con todos, y...
Interrumpió su tartamudeo y la miró. En el Elba sonó la sirena de un remolcador.
Norma dijo furiosa:
—Ahora quiere contarme la historia porque no encuentra explicación para el suceso, ni la Policía tampoco. Entonces pensó: «Tengo entendido que la Desmond lo averigua siempre todo. No me queda más remedio, pues, que hablar con ella.»
—Fue eso lo que pensé, sí. Pero... ¿cómo lo sabe?
—No es la primera vez que me pasa algo semejante.
—¿Me escucharía, pues?
—¡Claro! Necesito saber qué ocurre en su hospital.
—Se lo diré todo, y le explicaré en qué trabajamos. Es complicado, pero usted lo entenderá. He de admitir que la Policía no adelanta ni un paso. Usted es una periodista de prestigio Internacional. Todos hemos leído artículos suyos y admiramos su valor...
—Eso ya se lo oí decir —replicó Norma, muy seria—. Volveré mañana al instituto.
Barski hizo una mueca. Parecía un oso triste.
—¿Qué quiere ahora?
—Había esperado poder hablar con usted hoy mismo.
—Lo siento. Tengo un compromiso. Voy a cenar con Alvin Westen.
—¿Con Alvin Westen? ¿El ex ministro de Asuntos Exteriores?
—Sí. Y para dejarlo bien claro desde un principio: Herr Westen es mi mejor amigo. A él se lo explico todo. Siempre. También sabrá lo que usted me cuente. Si no está conforme con ello, dígamelo y váyase.
—¡Al contrario...! Yo... —balbució Barski, muy excitado, como pudo notar Norma por su acento—. Conozco a Herr Westen. Es un hombre que tiene muchos amigos, también en Polonia. Una persona extraordinaria. ¿Cree usted que yo mismo podría sincerarme con él?
—¡Cuidado! —contestó Norma—. Eso debe decidirlo usted. Yo ignoro lo sucedido. No sé si a sus colegas les parecerá bien que; al ponerme a mí al corriente del asunto, se entere igualmente mi amigo.
—¿Que si les parecerá bien? ¡Estarán entusiasmados! Colaboramos con muchos institutos extranjeros. Herr Westen cuenta con amigos en todo el mundo. Quizá... Pero ya vuelvo a ponerme imposible. Y es que... estamos realmente desorientados..., y tenemos miedo.
—Bien. Veo que confía usted en Westen. Le preguntaré si puedo llevarle conmigo a la cena. ¡Venga! Tengo que ducharme y cambiarme de ropa. Si Alvin está conforme, usted se sienta en la terraza, entretanto, y toma algo.
Norma se encaminó a la entrada del edificio. Barski fue detrás de ella y murmuró unas palabras en polaco.
—¿Qué dice?
—«Con una persona inteligente, uno siempre se entiende.» Disculpe usted...
—¿Por qué se disculpa ahora? ¡Si es un bonito cumplido!
«¿Para qué habré dicho ahora esto? —pensó—. Todo es tan irreal...»
Una vez en el piso, buscó primero un jarrón para las rosas.
Jan Barski pidió sólo un vaso de agua mineral y salió con él a la terraza...
«Parece cosa de cine —se dijo Norma—. En la realidad no ocurre nada semejante. Pero no es cine, no. Bien mirado, todo resulta lógico, aunque muy, muy extraño.»
Telefoneó a Alvin Westen y le expuso lo sucedido.
—¡Claro que sí, mujer! —respondió el amigo—. ¡Tráele contigo! Ya mandé reservar mesa en el restaurante. Nuestra mesa. La última, aquélla del rincón. Después de cenar, subiremos a mi apartamento. Oye, ¿tienes cerca de ti a ese Barski?
—No. ¿Por qué?
—Esta mañana volé a Bonn y estuve en el Ministerio de Asuntos Exteriores y en el de Investigación. Hablé allí con unos buenos amigos, y todos me aconsejaron que me mantuviese apartado de ese embrollo. ¡Y tú, aún con más motivo!
—De manera que la cosa es todavía peor de lo que yo había imaginado.
—Por lo visto.
—Pero nadie te dijo por qué debías mantenerte apartado...
—¡No, desde luego! Finalmente visité en Colonia a un viejo amigo, el profesor Keffer, que se dedica a la Biología molecular. En época nazi estuvimos presos a la vez. Después de la guerra, Keffer trabajó en el Instituto Físico de Cambridge. No sabe nada con certeza, pero sospecho que tiene idea de muchas cosas. También él insistió en que no me metiese en el asunto. Pero escuchemos a ese Barski. Cuando uno ve tanto miedo por todas partes, es cuando más ganas te vienen de averiguar algo, ¿no? ¿Nos encontramos a las siete y media?
—De acuerdo. A las siete y media. Ahora tomo una ducha y me cambio de ropa.
—¡Eh, un momento!
—¿Qué, Alvin?
—¡No vengas de luto! Ponte mi vestido favorito. Aquel blanco, con la chaquetilla a cuadros blancos y negros. Y zapatos blancos. ¿Me lo prometes?
—Prometido. ¡Ciao!
Apenas terminada la conversación, Norma marcaba otro número: el de la central del Hamburger Allgemeine. Cuando contestó una chica, pidió por el director.
—¿Günter? Soy Norma. No he parado en todo el día. Tengo novedades interesantes, aunque nada que pueda ser publicado por ahora. Mañana te lo contaré. Sólo te llamo para que sepas dónde hallarme, en caso necesario. El doctor Barski está dispuesto a hablar, y cenaremos con Westen en el «Atlantic».
—¿Qué piensa desembuchar?
—En nuestro primer encuentro, nos peleamos. Lo sabrás mañana. En cualquier caso, creo que averiguaremos muchas cosas.
—¡Suerte, pues! ¡Adiós, Norma!
—Hasta pronto, Günter.
Tomó una ducha fría y luego caliente, y se maquilló, pero muy poco. Por último se puso el conjunto deseado por Westen y salió a la terraza. Barski estaba asomado a la baranda, contemplando el reluciente río.
—Ya podemos irnos, si quiere —dijo Norma, que llevaba, como de costumbre, la bandolera con todos sus útiles.
Él no contestó. Norma repitió la frase en voz más alta. El científico se volvió despacio, como si estuviera aturdido. Sus pensamientos parecían llegar de lejos, de muy lejos.
—Desde aquí hay una vista preciosa —dijo entonces—. Nosotros, en nuestra casa de Varsovia, también teníamos una terraza que daba al río. Al comienzo de la Stefana Okrzei, esquina a la Wybrzeze Szczcinskie. Con frecuencia nos sentábamos allí, a mirar el Vístula.
—¿Está usted casado?
—Lo estaba —respondió Barski—. Mi mujer murió.