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Tras un larga pausa, el científico polaco se arrellanó en el blanco sillón de mimbre y prosiguió:
—En nuestra lucha contra el cáncer de mama, trabajamos con virus. Nos consta que ciertos virus atacan con preferencia determinadas partes del cuerpo y las hacen enfermar. Pero también hay virus inofensivos, que no causan ningún daño. Lo que nosotros buscamos, es un virus que no sólo no perjudique, sino que cure. El método es tan sencillo como lento. En primer lugar, nuestro virus ha de reunir cualidades: tiene que armonizar con la célula enferma, estar en condiciones de atacarla y, además, no debe actuar sobre las células normales. ¿Entendido?
—Entendido —respondió Norma.
—Bien... Elijamos, pues, un virus entre la enorme cantidad de virus capaces de eliminar el contenido de la célula enferma. Del ADN contenido en la «cabeza» de este virus sólo necesitamos aquellas informaciones biológicas que parezcan prometedoras para nuestra tarea, o sea que recortamos esta parte de la molécula completa del ADN...
—¿Qué significa en este caso «recortar»? —inquirió Norma.
—Es una expresión técnica. Claro que no se trata de cortar nada con un bisturí o una tijera. Quiero decir que disponemos de la parte precisa, del fragmento que nos conviene, gracias a una serie de procedimientos químicos. Básicamente trabajamos con los enzimas, de los que hoy día se conocen unos dos mil. Sabemos qué enzima hace falta para que, mediante un determinado procedimiento químico, extraiga aquella parte de ADN que necesitamos. Entonces tomamos un virus totalmente inofensivo e incorporamos la parte cortada, que podemos llamar «sección A». Si hay suerte, esta parte hace efectivamente lo que nosotros esperábamos. Pero por ahora no hemos tenido esa suerte.
—¿Cuánto tiempo hace que realizan esos experimentos?
—Sólo siete años —dijo Barski—. Y si el éxito llegara dentro de otros siete años, sería algo sensacional. Comprenda que hay infinidad de virus. Pero nosotros soñamos desde hace siete años con un virus especial y complaciente, y cinco meses atrás nos ocurrió eso tan espantoso. La víctima, el doctor Thomas Steinbach, bioquímico como yo, es miembro de nuestro equipo. Lo era, mejor dicho.
—¿Cuántas personas trabajan en su instituto? —quiso saber Westen.
—Sesenta y cinco. No, sesenta y cuatro después del fallecimiento de nuestro jefe. Y sesenta y tres desde la baja de Steinbach. Médicos, físicos, químicos, bioquímicos, microbiólogos... Lo que usted quiera. Pero nuestro equipo también cuenta con técnicos de la informática, ingenieros de comunicaciones y matemáticos, desde laborantes y ayudantes hasta catedráticos. Gente de los países más diversos. Algunos son bien jóvenes. Yo, con mis cuarenta y dos años, soy el mayor. Tom, por ejemplo, sólo tiene veintinueve.
Nos conocemos desde que llegué a Alemania, hace ahora doce años. ¡Pocos compañeros hay como Tom! Un auténtico profesional. Diría que era el motor del equipo. Continuamente tenía ideas nuevas, ¡y trabajaba con un entusiasmo! Al mismo tiempo era una persona muy crítica, tanto consigo mismo como con los demás. ¡Cómo discutíamos! Tom se excitaba de mala manera, si no compartía la opinión de otro. Se armaban verdaderas batallas de argumentos. Al mismo tiempo, Tom no permitía que el trabajo se adueñara completamente de su vida. Le interesaba todo. Habrá pocas personas tan entendidas en música. Le gustaba el jazz, la música clásica... ¡Todo! Su compositor favorito era Mozart. Tenía un armario repleto de discos de Mozart. No se perdía ni un concierto en que se interpretara a Mozart, ni una ópera de Mozart. Y otro tanto puedo afirmar de la literatura y la pintura. Estaba enterado de todo, lo sabía todo, y tenía sus autores favoritos. Sabía discutir sobre política. Y referente al deporte, ¡lo que usted quiera! Practicaba el tenis, la natación, la navegación a vela, hasta el boxeo... Y era muy feliz en su matrimonio. Su mujer se llama Petra. Tiene veintiocho años y trabajaba en el mundo de la moda. Una pareja ideal. Compartía todos sus intereses. Puede afirmarse que los dos estaban pletóricos de vida... ¡Y de qué vida!