24

—¿Qué buscas aquí? —preguntó el menudo doctor Takahito Sasaki, con una irritada mirada a Barski, situado delante de él. Al lado del científico estaba Norma.

—Necesito hablar contigo.

—Eso podrá esperar, ¿no?

—No, Sasaki. No puede esperar.

—Pero..., ¿qué dices?

—Disculpa. Estoy nervioso. Hablamos con tu secretaria, que nos dijo que te encontrabas en el laboratorio 12 y no podías salir. Yo le pedí que te telefoneara, porque era muy urgente, y...

—¡Ya lo sé, hombre! Ella me llamó, y le contesté que ahora no te podía recibir.

El japonés se hallaba sentado ante un gigantesco dado de vidrio acrílico. Se protegía con bata y mascarilla de color verde. Había introducido los antebrazos y las manos en unas mangas de plástico que penetraban en el interior del dado y terminaban en forma de guantes. Encima de una gran placa colocada dentro del cubo había recipientes de vidrio y portaobjetos para un microscopio incorporado, con el que ahora trabajaba Sasaki. Norma vio que, mientras hablaba, introducía determinados materiales en unas bolsas de plástico, también metidas dentro del dado. Un aparato soldaba las bolsas, que después caían en un receptáculo a través de una ventanilla con tapa. Encima del conjunto de aparatos había, pegados a la pared, dos grandes letreros. En uno se veía una calavera blanca sobre fondo negro. En el otro, el aviso de radiactividad: un círculo amarillo con tres aspas de ventilador. El laboratorio número 12 era muy amplio. Siete hombres y tres mujeres trabajaban sentados a largas mesas, todos con ropa protectora. Por doquier había microscopios y terminales de ordenador, en cuyas pantallas aparecían incontables cifras y fórmulas en escritura luminosa verde. Norma se fijó en otros aparatos muy complicados, matraces de bola en las que borboteaba un líquido, largas serpientes y matraces de Erlenmeyer. Los ventiladores zumbaban quedamente.

«Aquí hay baja presión», se dijo Norma. El laboratorio estaba tan repleto como las mesas de trabajo. Estanterías llenas de productos químicos cubrían las paredes, y además había enormes frigoríficos, hornos microondas y grandes cajas con aparatos electrónicos.

Eran poco más de las 15 horas.

Inmediatamente después de la marcha de Sondersen y sus hombres, Barski había insistido en que Norma fuese con él al instituto. A continuación, la periodista debía visitar a Hanske en su despacho... Barski había conducido como un loco sin contestar a las preguntas de Norma. Y ahora, una vez enterado de que Sasaki no podía abandonar el laboratorio, pidió a la compañera que se pusiese ropa protectora.

—¿Hay radiaciones?

—Algunos de los productos químicos con que trabajamos son radiactivos. Por eso es necesaria la precaución.

En un pequeño cuarto, Norma se desnudó con excepción de la braga y el sostén, para ponerse un mono verde de un género que ella no conocía. El mono tenía muchos bolsillos con cremallera y se ajustaba a las muñecas y los tobillos. Norma se calzó unos zapatos de plástico verde y guantes del mismo color. En un estante del cuarto había un casco semejante al de los buzos, para protección de la cabeza, pero Barski había dicho que le bastaría con una mascarilla. Se la sujetó y, además, se cubrió el cabello con una gorra igualmente verde. Abrió entonces una segunda puerta y, a través de una zona de espera, llegó a una pieza iluminada con tubos fluorescentes, donde vio numerosas vasijas. Esa compuerta sólo adquiriría importancia cuando abandonase el laboratorio, según Barski. Otra puerta la condujo al pasillo del laboratorio 12, donde el científico la esperaba vestido de la misma forma.

Ahora se hallaban junto al menudo japonés.

Éste no movió del interior del cubo las manos enguantadas, y su enojo iba en aumento.

—¿Qué quieres, Jan?

—Haz salir a esa gente.

—¿Qué?

—Que hagas salir a todos.

—Eso no puede ser, Jan. ¿Pretendes que, así como así...?

—Te lo suplico.

El japonés miró desconcertado a Barski, durante unos momentos. Luego se encogió de hombros y sonrió de manera mecánica. Se volvió hacia sus colaboradores y dijo:

—Lo siento, señores, pero debo rogarles que abandonen el laboratorio. ¡Sin excepción, y en seguida!

Se elevó un murmullo de protesta.

—Es cosa de un cuarto de hora —agregó Barski—. ¡Por favor!

Las personas vestidas de verde salieron, y el laboratorio quedó en silencio. Únicamente se percibía el zumbido de los ventiladores. —¡Ya tienes lo que querías! —exclamó el japonés, furioso—. Poco te importa que todos los experimentos se estropeen, ¿eh?

—Ha sucedido algo que tiene prioridad —contestó Barski— Esta madrugada —añadió en un susurro—, en Hamburgo ha sido asesinado un hombre. Se llamaba Antonio Cavaletti.

—¿Y qué?»

—Tú mismo nos lo dijiste, Tak. —¿Qué os dije yo? ¿De qué demonios me hablas? —Entraron a robar en la clínica de tu hermano Kiyoshi, en Niza, ¿no? Y se llevaron de la caja fuerte una serie de documentos referentes a los resultados de la investigaciones... Comentaste, además, que había desaparecido un miembro de la vigilancia de empresa, que ahora es buscado porque le consideran el autor del robo. Y que tu hermano Kiyoshi había contratado a ese hombre, que antes trabajaba para la firma GÉNESIS TWO, de Mónaco. Sasaki sonrió sin acabar de entenderle.

—Eso fue en diciembre del año pasado. ¿Por eso entras aquí de manera tan atropellada e interrumpes la labor de todos?

—¡Escucha! Tu hermano tiene allí una clínica donde realiza experimentos que, para terceras personas, pueden resultar tan interesantes como los que efectuamos aquí. Y alguien entró a robar allí. Aquí asesinaron a Gellhorn y a toda su familia... —¿Qué tiene que ver una cosa con otra? —¡Puede tener muchísimo que ver! —¿Por qué?

—Porque ese Antonio Cavaletti que murió en Hamburgo la pasada madrugada, procedía también de GÉNESIS TWO. Y porque GÉNESIS TWO dejó de existir tres semanas antes del atentado terrorista en el circo.

Sasaki sacó los brazos de las mangas de plástico. —No me gusta tu tono. Jan. Estableces unas relaciones para las que no tienes pruebas. ¡Y por si fuera poco, delante de esta señora! —exclamó el japonés con el rostro enrojecido—. ¿Quién es, por cierto?

—La periodista Norma Desmond.

—¿Usted es...? —jadeó Sasaki—. ¿Y Jan la ha traído consigo? —De otro modo, no estaría aquí —replicó Barski con aspereza.

—Es un placer conocerla, Frau Desmond —dijo entonces Sasaki, e hizo una inclinación sin levantarse. Seguidamente se encaró con Barski—: Tú sabes que está terminantemente prohibido entrar aquí, si uno no...

El científico polaco no se dio por aludido.

—¿Cómo se encuentra tu hermano, Tak? Supongo que vive. ¿Le amenazan? ¿No sufrió heridas, cuando le volaron la clínica?

—¡Basta ya! —gritó el japonés.

—Lo mismo digo, Tak. ¿A qué se debe ese comportamiento tan raro?

—¿Y qué me dices del tuyo? ¿Qué conclusiones sacas del hecho de que en la clínica de mi hermano, en Niza, y aquí aparecieran tipos de GÉNESIS TWO? ¿Insinúas, acaso, que yo ayudé a liquidar a Gellhorn?

—¡No chilles!

—Tú debes tener nervios de acero. Pretendes que no chille, cuando tú me acusas de...

—Yo no te acuso de nada.

Una luz roja parpadeó en el interior del cubo de vidrio acrílico. Sasaki soltó un reniego en japonés.

—¡Mira lo que has conseguido! ¡Qué desastre! Tres semanas trabajando en ello durante las veinticuatro horas del día, sin perderlo de vista, y ahora... ¡todo al cuerno! Tres semanas... Ya podemos empezar de nuevo... ¡Vete a la Policía y denúnciame! —bramó, puesto de pie—. ¡Yo soy el asesino de Gellhorn! ¡El asesino de todos! Yo...

—Tak.

—¿Qué?

—¡Calla de una vez!

—¡Lárgate, Jan! Estoy harto. No quiero saber nada más...

—¿Sigue tu hermano Kiyoshi en Niza?

—Ni idea.

—¿Cuándo os telefoneasteis por última vez?

—No lo recuerdo. Hará dos o tres semanas. ¿Qué significa eso ahora?

—Es preciso que hable con él. Inmediatamente.

—¡Llámale, pues! ¡O toma el primer avión que salga para Niza!

—Puedes tener la certeza de que lo haré. ¡Ya lo creo que sí!

—¿Es usted capaz de explicarme qué le ocurre a Jan, Frau Desmond?

El menudo japonés miraba a Norma, y en sus ojos había temor.

—Ella no puede explicarte nada, Tak —intervino Barski—. Todo lo más, si te interesa saberlo, es que esta madrugada no la mataron de un tiro por un pelo. ¡Es milagroso que esté viva!

Sasaki pareció hundirse en su taburete.

—¿Dispararon contra usted?

Norma hizo un gesto afirmativo.

—¡Dios mío! Yo... estoy aquí dentro desde las ocho de la mañana... No me había enterado de nada... ¡Es horrible!

—El hombre que intentó matarla y fue muerto a su vez, era Antonio Cavaletti, de GÉNESIS TWO —le dijo Barski—. ¿Qué, te inquieta, no?

—¡Y tanto! —exclamó el japonés, alterado.

Barski apoyó una mano en el brazo de Norma.

—Venga conmigo, Frau Desmond, ¡por favor!

Se encaminaron a la puerta del laboratorio. Norma volvió la cabeza una vez más. Takahito Sasaki estaba inclinado en su taburete y murmuraba algo. La lucecilla roja situada en el dado de vidrio acrílico seguía parpadeando.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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