13

—¡Cielos! ¿Para qué la brigada criminal? —exclamó Herr Hess, de pie ante los altos candelabros plateados, junto al estrado donde se hallaba el lujoso ataúd, en la sala de su empresa.

La temperatura era allí muy agradable. De unos altavoces bien disimulados brotaba una queda música. «Chopin, como siempre», pensó Norma, que estaba entre Barski y el kriminaloberrat Carl Sondersen. Barski le había llamado desde el instituto para ponerle al corriente de lo acaecido.

Sondersen, de aspecto tan juvenil para su cargo, dijo: —Usted ya conoce a Frau Desmond... ¿No, Herr Hess? —Sí... Recuerdo a esta señora.

El caballero de traje negro, camisa blanca y corbata negra hizo una inclinación y se frotó las manos.

—Y este señor es el doctor Barski, del Hospital Virchow. También le conoce. Hoy venimos con motivo de un hombre fallecido la pasada noche. Hess parpadeó. —Ustedes dirán...

—Uno de sus transportes colectivos recogió esta mañana dos cadáveres en el Hospital Virchow, Herr Hess. Un hombre y una mujer.

—En efecto, ¿y...?

—Quisiera saber de quién se trataba.

—Lo siento muchísimo, Herr kriminaloberrat, pero no estoy autorizado a facilitar nombres.

Sondersen replicó amablemente:

—Sí que está autorizado, Herr Hess. El asunto que hoy nos trae está relacionado con el atentado terrorista del 25 de agosto en el «Circo Mondo». Usted organizó el entierro de la familia Gellhorn.

—Es cierto. Pero ahora...

—Yo dirijo la comisión encargada de esclarecer el asunto. Usted tiene el deber de darme los nombres, Herr Hess. Los nombres verdaderos.

—Perdone, Herr kriminaloberrat. ¿Acaso insinúa usted que...?

—No insinúo nada. Simplemente, necesito los nombres. Y que me indique, asimismo, dónde se hallan en este momento los cadáveres.

—¡Naturalmente! No podía figurarme que... ¡Se ve uno complicado en cada cosa...! Les ruego que pasen a mi despacho. Mi empresa es muy importante, y no sé de memoria los nombres de todos nuestros clientes.

Hess se adelantó. En su despacho predominaba el color negro: el revestimiento de las paredes, los muebles... Enmarcada en negro e impresa en papel de mano, se leía esta frase:

¿Por qué temblar con desaliento ante la muerte,

nuestro ineludible destino?

Friedrich Schiller, La doncella de Orleáns

Y en la pared de enfrente, igualmente enmarcadas en negro, destacan estas palabras:

Guiada por la fe en la resurrección,

que eleva al extinto a un estado de perfección,

la funeraria que cumple piadosamente su cometido

no actúa como mera intermediaria, sino también

como representante de la civilización.

En la mesa, donde se amontonaban los papeles, había un jarrón de cerámica negra con crisantemos de seda blanca. La iluminación era indirecta, y también en el despacho sonaba queda música de Chopin.

—Acomódense, por favor —dijo Hess, que se sentó a su mesa y comenzó a rebuscar entre los papeles.

Luego se volvió hacia un lado y escribió algo en el teclado de un ordenador negro. En luminosa letra verde apareció esta respuesta en la pantalla:

8 junio 86

trcol, 3 virchow

1. anneliese grasser, nacida 7.5.1911, cliente n.° 876/86, por encargo de konrad grasser, esposo, grindelallee/46a, n.° de archivo 32114, entierro, cámara 14+ + +

2. eras thubold, nacido 11.2.1960, cliente n.° 1102/86, por encargo de thea thubold, esposa, rombergstrasse 135 n.° de archivo 32115, incineración, ohlsdorf+ + + end-h + + end+ + +

—Ya han podido leerlo —dijo Hess, en su tono prudente—. Hoy, hasta el momento, trajimos estos dos difuntos del Hospital Virchow.

—Cada vez resulta todo más enredado —gruñó Barski.

—¿Por qué, doctor? —inquirió Hess, frotándose de nuevo las blancas manos.

—Porque... —empezó a decir Barski. Sondersen le interrumpió.

—Herr Hess... Arriba, en la segunda línea de la información, pone «trcol». Eso significa transporte colectivo, ¿no?

—En efecto. Disponemos de tres coches. Grandes. Con radio. Cuando llega un afligido deudo en busca de consuelo y cualquier tipo de apoyo, quedamos de acuerdo en los detalles y, si uno de nuestros coches se encuentra casualmente cerca del hospital donde el amado difunto ha dejado de sufrir, ha pasado a mejor vida...

—Ya, ya... —quiso cortarle Barski.

Norma evitó mirarle. Sabía que también él pensaba en el doctor Sasaki, de Niza, y en su manía de buscar sinónimos. «Lo horrible está siempre a un paso de lo ridículo —se dijo—, aunque en este caso se trate de una déformation professianetle.

—...entonces, el coche que se halla cerca recoge al amado difunto. Hamburgo es una ciudad enorme. Con muchas clínicas. Sólo podemos dar abasto mediante transportes colectivos. Un amado difunto no puede permanecer más de cuatro días en el centro donde ha fallecido. En cámara frigorífica. Gratuitamente. Luego es preciso sacarle. Aquí, nosotros también disponemos de cámaras, pero con la diferencia de que el amado difunto puede descansar durante semanas enteras, de ser necesario. Hay personas que tienen familiares en América o Asia, ¿no?

—Sí, claro —asintió Sondersen, con paciencia—. O sea que el marido de Frau Grasser vino esta mañana a verle. —Hablé con él, sí. ¡Un momento!

Hess conectó un micrófono interoffice y dijo con su voz mesurada:

—Fráulein Beatrice, tenga la bondad de traerme las carpetas 32114 y 32115...

Luego se reclinó en su sillón y juntó las manos sobre el vientre.

—Concierto en fa menor, tercer tiempo... Interpretado por Askenase... Una maravilla, ¿verdad?

Una muchacha pálida con gafas, vestida de negro, entró sin hacer ruido y dejó sobre la mesa dos delgadas carpetas. —Gracias, Fráulein Beatrice —dijo Hess. La joven se alejó, aunque dejando olor a sudor. Hess abrió una de las carpetas.

—Bien... Herr Grasser vino poco después de las nueve. Estaba muy apenado, como es lógico. Había pasado la noche junto al lecho mortuorio de su querida esposa. Yo le dije que nosotros nos ocuparíamos de todos los desagradables pasos imprescindibles. De todo. Luego hablamos de los detalles. ¡Hay que ver cómo la quería! Eligió un ataúd de castaño, de madera maciza, con hojas de palmera y garras de león, todo tallado a mano... Disponemos de cincuenta modelos distintos. En pino, haya, caoba... Y también tenemos ataúdes de acero...

—¡Basta, por favor! —protestó Barski.

—Como quiera —contestó Hess, picado—. Como quiera, pero... Toda persona necesita su ataúd, ¿o no?

«No toda persona —pensó Norma—. Pierre no lo necesitó. Cada vez lo necesitan menos personas.»

—Pues bien... El coche número 3 acudió al Hospital Virchow en busca de la amada difunta... Los hombres se entretuvieron allí un rato, a causa del papeleo... Todo requiere su orden... En cuanto a la música, las flores y los candelabros, Herr Grasser escogió el Sueño de amor, de Listz, y una corona con cien rosas rojas y una cinta donde pusiera: «Adiós, Líese», y además...

—Con eso basta —dijo Sondersen—. ¿Cuándo vino Frau Thubold?

—Déjemelo ver... —respondió Hess, abriendo la segunda carpeta—. Inmediatamente después que Herr Grasser. Aún no había terminado de hablar con él. Compruebo que la pobre señora fue atendida por mi colaborador Schneider. Frau Thubold estaba desesperada. ¡Perder el marido a edad tan temprana! Pero los senderos de Dios son... La viuda expresó el deseo de una incineración y un posterior entierro de la urna en el cementerio de Ohlsdorf... Y como el coche número 3 estaba precisamente en el Hospital Virchow, Herr Schneider se puso en contacto radiotelefónico con nuestros hombres, para que se llevaran también los restos mortales de Herr Thubold. El coche había pasado ya por las clínicas de Eppendorf, pero aún cabía otro cadáver en él...

—¡Un momento! —exclamó Barski, y extrajo un papel de su bolsillo.

Era el mismo en que, en el despacho de la muchacha tan entusiasta del rock de Heavy Metal, había anotado los nombres de las personas muertas desde la medianoche en el Hospital Virchow.

—¡Aquí está! —comprobó—. Ernst Thubold. Fallecido a consecuencia de un tercer infarto de miocardio.

Hess mostró un formulario.

—Eso mismo. Aquí está el certificado de defunción. Firmado por el doctor Lohotzky. Y aquí tienen la confirmación de nuestros empleados del coche 3, según la cual se hicieron cargo del cadáver.

—¿Y dónde se encuentra ahora ese cadáver? —quiso saber Sondersen.

—En el crematorio de Ohlsdorf.

—¿Cómo? ¿Tan pronto?

—Frau Thubold tiene que someterse a una operación quirúrgica muy urgente. Hace años que ella y su marido se separaron de la Iglesia, y Frau Thubold me pidió que buscara un orador fúnebre. Contamos con varios profesionales excelentes, que por lo menos actúan tres veces al día. El mercado es bueno, en este aspecto. Cada vez hay más gente que se separa de la Iglesia, y con ello aumenta la demanda de oradores libres, que no se sirven de la Biblia. Sólo por Navidad y Pascua...

—¡Herr Hess! —intervino Sondersen, con cara de pocos amigos.

—Perdón. Aquí está anotado que Herr Schneider telefoneó a Ohlsdorf. Justamente les quedaba alguna hora libre. Así, pues, introdujimos a Frau Grasser en una cámara frigorífica, cuando el coche tres regresó, y Herr Thubold fue introducido en el acto en un ataúd de pino. Herr Schneider ni siquiera se lo preguntó a la pobre viuda. Para una incineración se emplea lo más barato. El pino. Porque el féretro también se quema, claro...

—Haga el favor de telefonear al crematorio de Ohlsford —dijo Sondersen—. Quiero saber si el ataúd ha llegado ya.

—En seguida, Herr Kriminaloberrat. ¡Si al menos tuviese una idea de lo que sucede...!

—También a nosotros nos gustaría tenerla —contestó Barski—. ¿Puedo utilizar su segundo teléfono?

—¡Desde luego, doctor!

Mientras Hess marcaba el número del crematorio de Ohlsdorf, Barski llamaba al Hospital Virchow y pedía por el doctor Lohotzky, del departamento de cardiología. Éste acudió sin demora, y el científico polaco habló al mismo tiempo con Hess, que pedía información al crematorio. Barski dijo, después de dar su nombre:

—Es muy urgente, colega. Esta mañana, usted firmó el certificado de defunción de un tal Ernst Thubold. ¿Lo recuerda? Bien, pues según la administración, el cadáver todavía está en una de las cámaras del depósito. Yo sospecho, sin embargo, que ya no se encuentra allí... Se lo explicaré más tarde... Le agradeceré que lo mande averiguar... Espero, sí... Comprendo que tardará un rato, claro...

Ahora se hallaba al lado de Hess. Ambos tenían el auricular aplicado al oído. Ambos aguardaban.

Fue Hess quien habló primero.

—¿Sí...? ¿Lo tienen ahí...? ¿No existe posibilidad de error? Sondersen se levantó de un salto y le arrebató el auricular. Dio a conocer su nombre y su cargo, y a continuación dijo:

—¡No toquen para nada ese ataúd! ¡Bajo ningún pretexto! Salimos en el acto hacia Ohlsdorf.

—¿Cree usted que Steinbach está en ese ataúd? —preguntó Norma, cuando él hubo colgado.

—Yo no creo nada de nada —replicó Sondersen—. Pero tenemos que saber quién yace en el féretro.

Durante unos minutos no habló nadie. Los disimulados altavoces retransmitían el concierto para piano y orquesta en fa menor de Chopin, opus 21.

Finalmente exclamó Barski, que seguía pegado al teléfono: —¿Qué? Desaparecido, ¿eh? ¡Lo que me imaginaba...! Yo tampoco sé cómo pudo suceder... —Permítame...

Sondersen le quitó el auricular.

—Oiga... ¿Doctor Lohotzky? Kriminaloberrat Sondersen al habla. Haga inmediatamente lo que voy a pedirle, por favor... Diríjase al Instituto Anatómico Forense. Allí tienen un cadáver con una ficha sujeta al pie, según la cual se trata de un doctor Steinbach... De Thomas Steinbach, sí... Sospecho que en su lugar, encontrará usted al desaparecido Ernst Thubold... Le envío a dos de mis hombres... ¡Ah, y otra cosa! Procure alcanzar lo antes posible a Frau Thubold. Es preciso que identifique el cuerpo... Lo siento, pero no hay más remedio... ¡Gracias! Sondersen miró a Hess.

—También usted debe intentar ponerse en contacto con Frau Thubold. Telefonee luego a Jefatura y pregunte por la «Comisión 25 de agosto». Alguien acompañará a Frau Thubold al Hospital Virchow. Yo avisaré a mi gente por radio.

Y se encaminó a la puerta, seguido de Norma y Barski. —¡Por lo que más quieran! —se lamentó Hess, retorciéndose sin cesar las blancas manos—. ¡Esta casa goza de una fama intachable desde hace doscientos cuarenta y siete años! Nuestros primeros empleados eran «siervos del Alto Senado». ¡Se lo suplico...! No puedo permitirme un escándalo... ¡Cielo santo!

Corrió angustiado detrás de sus visitantes, pero éstos ya habían llegado a la puerta de entrada, que cerraron tras de sí. A través del gran escaparate, Hess vio detenerse un coche de la Policía, al que subieron Sondersen, Norma y Barski. Las puertas se cerraron con ruido. El automóvil arrancó, aulló la sirena, y la luz azul empezó a parpadear.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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