17
Llegó pasada la medianoche. Norma acababa de ver el último noticiario de televisión. Se le veía muy agotado.
—Lo siento —murmuró—. Tardamos mucho. ¿Hay algo nuevo? —preguntó, con una mirada al televisor.
—Un atentado mediante coche-bomba contra las oficinas de la Defensa de la Constitución. Causó daños por valor de más de un millón de marcos. El control es ahora máximo. Hay indicios de que los terroristas proyectan volar plantas industriales, conducciones eléctricas y palacios de Justicia.
—El mundo es cada día más perfecto.
—Cada día —asintió Norma—. Era el cuerpo de Tom, ¿verdad?
—Sí. Pero las pesquisas continúan, como es lógico. Sondersen y sus hombres aún están en Ohlsford. No necesitaremos engañar por más tiempo a los padres de Tom. ¿En qué pensaba usted ahora? —preguntó, a la vez que se sentaba en una silla.
El locutor daba ahora el parte meteorológico. Norma se levantó y desconectó el aparato.
—Pensaba en que, en ocasiones, la vida es misericordiosa. En el caso de Tom, por ejemplo. La vida se apiada de dos pobres viejos. Pero sólo a veces. Y eso resulta extraño. ¿Por qué sólo en ocasiones? ¿Por qué?
Barski estaba muy ojeroso. Buscó apoyó en el respaldo.
—La reunión de esta tarde fue espantosa, ¿no?
—Pero imprescindible.
—Frau Desmond...
—¿Qué?
—La estuve observando. Usted se decía que también yo podía ser el traidor. ¿Verdad que sí?
—Sí —confesó Norma.
—¿Cree que sería capaz de mentirle?
—No lo sé. De ser el traidor, usted no lo admitiría.
—Yo no soy el traidor, Frau Desmond.
—Me alegra saberlo.
—¿Me cree?
—Ha telefoneado Alvin Westen. Desde Moscú. Aún permanecerá un par de días allí. Luego vuela a Nueva York, y el 24 de setiembre estará en Berlín. Quiere que yo acuda a Berlín. Parece tratarse de algo muy importante.
—Le he preguntado si me cree, Frau Desmond.
—Westen tiene interés en que usted también vaya a Berlín. ¿Sería posible?
—No conteste, si no quiere... —dijo, y se puso de pie con movimientos lentos, delatores de su fatiga—. ¡Claro que iré a Berlín! Esta mañana, en el restaurante del aeropuerto de Niza, se creó un ambiente muy especial... ¿No opina lo mismo?
Norma no respondió.
Barski se había fijado en las dos fotografías colocadas encima de la mesilla.
—¿Qué edad tenía su hijo?
—Era tres años menor que su niña.
—Mañana le echaré una mano en el traslado.
—No hace falta. Ya lo haré sola.
—Aquí tenemos suficientes personas dispuestas a ayudar.
—Agradecida, pues.
—Quisiera hacerle una pregunta... Pero dada la situación...
—Pregunte.
—Lo hago también en nombre de Yeli. Lo desea desde mucho tiempo atrás, pero siempre surgía algún obstáculo. Hoy le prometí recorrer en barco los canales del Alster. El domingo próximo. Yo..., nosotros estaríamos muy contentos de que usted nos acompañase. Lo propuso Yeli...
—Iré con mucho gusto —contestó Norma.
—¡Gracias! —dijo él—. Procure descansar.
Se encaminó despacio a la puerta y la abrió.
—Doctor Barski...
El científico se volvió.
—¿Qué, Frau Desmond?
—Que le creo.