25

El viento soplaba con fuerza, y el cielo estaba parcialmente cubierto de nubes que se deslizaban con rapidez, mientras se dirigían a Breisach. Barski conducía con mano segura.

—Usted ya estuvo una vez aquí —dijo Norma.

—¡De veras que no! —respondió Jan.

La carretera pasaba junto a enormes viñedos. Las vides estaban cargadas de uvas. Después vieron grandes extensiones de campos ya segados y bosques cuyo color iba del negro al verde oscuro. En la lejanía, Norma vislumbró cordilleras: las estribaciones del Kaiserstuhl.

—Breisach —dijo Barski de pronto, con sonrisa ausente— es una ciudad como Colmar o Basilea, Estrasburgo o Friburgo. Después de la retirada de los celtas, los romanos construyeron una fortaleza en lo alto de la montaña, el mons brisiacus... ¡Mire cómo cambian los colores de un instante al otro, cuando una nubécula cubre el sol! Precioso, ¿no?

—Precioso, en efecto.

—A finales de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad fue terriblemente castigada. Cuatro quintas partes de las casas quedaron destruidas. La catedral, obra de la Edad Media, no era más que una ruina.

Norma había bajado el vidrio de su ventanilla. El viento le azotaba la cara, y pensó: «Como en Niza, aquella mañana en el restaurante del aeropuerto. Igual que entonces. De nuevo experimento la gran paz, ese gran silencio en mí, esa extraña confianza...»

A la derecha volvía a haber viñedos, y a la izquierda de la carretera pacían muchas ovejas. Un pequeño perro negro corría sin cesar alrededor del rebaño.

—En la catedral, reconstruida, pueden observarse todas las épocas de su historia —indicó Barski, aún con su sonrisa feliz—. La base es romántica, en la primera reconstrucción se observa el estilo gótico, y la parte superior es del gótico tardío. Famosos son, sobre todo, el altar mayor, del maestro HL, y el Juicio final de Martin Schongauer. Su Virgen entre rosales se halla en Colmar y, por razones de seguridad, fue trasladada a la iglesia de los Dominicos...

Adelantaron a una columna de camiones militares franceses. Los soldados que iban debajo de las lonas saludaron a Norma, y ella devolvió el saludo. Luego miró a Barski como si no le hubiese visto jamás. Jan nunca había hablado ni sonreído de aquel modo.

—¡Ahora dígame la verdad! —le pidió—. ¿Cómo puede saber tanto de Breisach, si nunca estuvo aquí?

—¡Siga saludando! Todos los soldados agitan la mano. ¿A quién no le gusta ver una mujer hermosa?

Norma saludó, y los hombres de los camiones gesticularon contentos, y ella pensó: «Me sorprende estar tan alegre...» ¿De dónde es esa frase? «Soy no sé quién. Vengo de no sé dónde. Voy a no sé dónde. Me sorprende estar tan alegre.» ¿Dónde leí esto? A mí también me sorprende. En realidad no es alegría, sino..., algo semejante a una liberación, se dijo asombrada, y volvió a mirar a Barski como si nunca le hubiese visto.

—Una vez ya le comenté que los polacos estamos locos —continuó el científico—. Somos rojos y devotos al mismo tiempo. Ya de niño me interesaban los monasterios y las iglesias y las catedrales, y las figuras y los cuadros de los grandes maestros. Obras de arte en las que una persona trabajó media vida o..., la vida entera. Por ejemplo, el hombre llamado Mathis Gothart Nithart Grünewald, autor del famoso altar de Isenheim. También está cerca de aquí. En el museo de Unterlinden, de Colmar.

«¡Qué sonrisa, la suya! —pensó Norma—. Como si fuera una de las figuras de un cuadro antiguo, ensimismado y perdido en cavilaciones.» Estaba asombrada. «En mi profesión —se dijo—, uno aprende a conocer a las personas. Y yo creía que valoraba a Jan de manera más o menos acertada. Pero ahora tengo a mi lado a un hombre totalmente diferente, un hombre del que todavía no sé nada. Un hombre a quien ya conocía, pero..., sólo por un lado de su ser.»

—Tuve que adquirir toda mi cultura artística a través de libros y enciclopedias. Porque, de jovencito, nosotros no teníamos casi ninguna obra de arte. ¿Sabe que todo lo que me dejaron mis padres, que murieron en la guerra, me lo vendí en el mercado negro o a anticuarios y libreros, para adquirir libros de arte? Por desgracia, todo quedó en Polonia... ¡Fíjese en esos viñedos, Norma! Toda esta región vive del vino... Lo mío fue una obsesión, pero así lo supe todo acerca de las iglesias y los monasterios de Alemania, Francia, Italia, España y el resto de Europa, aunque no lo vi nunca personalmente. Ni siquiera conozco Breisach, y sin embargo puedo anticiparle lo que verá cuando entremos en la catedral. Parece absurdo, ¿no?

—Un poco, sí.

—Ya le hablé del monasterio de Saint Pons, en Cimiez —dijo Barski—, pero usted estaba muy lejos con el pensamiento.

Pasaron un cruce, y Norma se preguntó: «¿Cómo puede creer una persona que realmente conoce a otra? ¡Qué pretensión! ¿Qué sé yo de Barski? ¡Nada de nada! "Me sorprende..."»

El aturdimiento de la mujer iba en aumento. La sensación de irrealidad, la impresión de hallarse junto a un hombre cuya personalidad desconocía por completo, la suave luz y el calórenlo la envolvían... Oyó hablar a Barski, pero sólo entendió palabras sueltas...

—Martin Schongauer, el famoso pintor y grabador en cobre... Ya en vida le pusieron los apodos más curiosos... «Gloria de los pintores»; «Martin Hipsch», de hubsch, bonito... Su Juicio final... Profetas y patriarcas del Antiguo Testamento... Despertados por el sonido de las trompetas... Muertos que salen de las tumbas... El infierno... Un mundo caótico... Abismos negros e insondables... Llamas devoradoras... Armas terribles...

«Los condenados», pensó Norma, confundida.

—...martirio y horror... Monstruosidades... La pared sur... La serenidad del cielo... Caminos entre los prados... Los bienaventurados en el paraíso... Ángeles que cantan y tañen instrumentos... Y el altar mayor... madera de tilo... Como una filigrana..., ramas y pámpanos llenos de hojas y flores... La coronación de María en el relicario del centro... La genialidad del tallista H. L., sus iniciales... Han constituido un misterio durante siglos... ¿Quién fue H. L...? No se sabe... Hemos llegado.

Norma se estremeció.

Habían llegado a la ciudad por el Sudeste. Vieron la iglesia evangélica, la central de Correos, la plaza del Mercado con su Fuente de Europa; casas reconstruidas, del mismo color ocre que la fuente, pardas y blancas. En lo alto, la catedral parecía querer penetrar en el cielo. La calle era estrecha y empinada. Pasaron una imponente puerta, y después otra. Norma oyó que Barski seguía hablando, pero de nuevo percibió únicamente medias frases y palabras sueltas.

—... mayoría de objetos de valor fueron puestos a buen recaudo en 1939 y 1940... Al término de la guerra... Bombardeos durante la lucha por el paso del Rin... Ruinas y escombros... Recaudaciones... Ayuda de todas partes...

La calle se hacía todavía más empinada y luego describía una gran curva.

Abajo, en el valle, centelleaba el Rin.

—El día 15 de setiembre de 1945 ya sonaron dos campanas en la torre del norte... La restauración duró hasta 1966, y ya vuelven a ser necesarias algunas reparaciones...

Norma se dio cuenta de que el coche estaba parado. Continuaba con la vista fija en Barski.

—¿Qué tiene? —preguntó él.

—Nada.

Cuando se apeó, el viento, que allí era muy fuerte, estuvo a punto de derribarla. Norma se tambaleó. Jan rodeó sus hombros con un brazo.

—Piedras de elefante —dijo ella de repente, y sonrió.

—¿Qué?

—Pensaba en mi hijo —contestó Norma en un murmullo—. En una ocasión le llevé conmigo a Johannesburgo. Al sobrevolar África, el comandante nos había invitado a la cabina de mandos. Muchos pilotos me conocen. Me senté allí con Pierre, y en tierra vimos pacer una manada de elefantes. El piloto hizo descender el aparato, y los elefantes echaron a correr cada vez más aprisa. Aquella manada en plena huida impresionó al niño. Le pareció enorme, gigantesca. La sensación fue tan grande, que desde entonces llamó piedras de elefante a los sillares de las iglesias.

Y Norma acarició una de las colosales piedras de la catedral, que arrojaba su sombra sobre la plaza. Había allí un par de coches aparcados, pero ni una sola persona.

Cuando penetraron en el templo y Norma vio todo lo que le había explicado Barski, contuvo el aliento. El altar mayor, una preciosa talla de madera clara, llegaba hasta la bóveda, y la maravillosa obra de filigrana descendía en admirable línea hasta el suelo. Nunca la había sobrecogido tanto un altar. Vio cómo Barski hacía una genuflexión y se santiguaba. Norma pensó: «Anoche, la salida de la luna me dejó indiferente. ¿Por qué? Quizá porque, para nosotros, el cosmos es algo inconcebible. O quizá porque sólo nos conmueve, emociona, indigna o entusiasma el ser humano o lo que éste puede hacer... Esta iglesia figura, sin duda, entre lo más grandioso creado por el hombre. Por hombres creyentes. No por ideólogos. Yo quisiera poder creer. Me gustaría ser como Barski. Él es capaz de creer. Posiblemente me produce tanto efecto por ser una persona creyente, una persona que ama la belleza surgida de la fe. Y si el cosmos me impresionó poco, este hombre, del que nada supe en realidad hasta hoy, me impresiona profundamente. ¿Qué sabrá él de mí? ¿Y no constituye cada persona todo un cosmos, un mundo entero?»

Algunos visitantes, pocos, se movían por la nave. Norma y Jan caminaron despacio hacia delante y contemplaron los altos ventanales de cristales multicolores.

—¡Pssst! —hizo Barski, y se detuvo—. ¡Patrick!

—¿Dónde está?

—Allí delante, en la oscuridad —señaló—. En una hornacina. ¡Venga!

Con los payasos llegaron las lágrimas
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