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Los hombres de Sondersen seguían patrullando por el parque.
—Mientras tanto —dijo el sueco, después de encender otro cigarrillo—, el SDI ha sido tachado de locura por los grandes especialistas de ambos lados, naturalmente...
—Reagan, sin embargo, insiste en ello —intervino Norma.
—Reagan insiste, sí —replicó Bellmann—. Y yo prefiero no analizar sus motivos para semejante postura.
—Dependencia de la industria —opinó Barski.
—¡Usted lo ha dicho! Reagan tiene que pelearse cada día más con los enemigos de su proyecto Star War. Setecientos cincuenta de los más importantes científicos de los Estados Unidos han declarado ya que sabotearán toda investigación relacionada con el SDI.
—Desde luego, los militares y políticos que me presentó mi amigo Lars consideraron muchas otras posibilidades de un enfrentamiento... Lo oímos en Moscú y en Washington.
—Y aquí y allá oímos una nueva palabra. Dos palabras —se corrigió el sueco—. Soft war.
- ¿Soft war? -repitió Barski.
—Sí —dijo Bellmann—. Y no lo confundan con software, programas de ordenadores y demás. Soft war. Guerra suave. Guerra blanda. Guerra silenciosa. Ambas partes esperan ahora la salvación mediante las armas B, que son las armas biológicas. En laboratorios secretos se investiga ya en busca de un arma biológica ideal. Para una guerra en la que no morirían personas ni resultarían destruidas las casas. Un arma que no daría ocasión de defenderse al enemigo. Un arma muy queda y suave para una guerra muy queda y suave. Un arma que pondría fin a las guerras, porque aquel que la empleara primero sería vencedor para siempre. ¡El soberano del mundo!
Nueva mueca.
—Le veo palidecer, doctor Barski, y me pregunto: ¿quién tendría más derecho a ponerse pálido? Porque las investigaciones se efectúan principalmente en su terreno, doctor. En el terreno del ADN recombinado. Buscan determinados virus, y buscan también unos métodos para transformar las personas a conveniencia.
—¿Fue ése el motivo de que robaran documentos del laboratorio del doctor Kiyoshi Sasaki, en Niza? —inquirió Norma.
—¡Naturalmente!
—¿Y en «Eurogen», de París? —preguntó Westen—. El doctor Cronyn, que en realidad se llama Eugene Lawrence y que, como ahora sabemos a través de Sondersen, trabajó durante años en un instituto del Gobierno estadounidense, en el desierto de Nevada, desapareció inmediatamente después de la conferencia de Prensa. Sin duda era él el traidor que actuó en el grupo de Patrick Renaud. Cronyn-Lawrence informó a sus jefes sobre los trabajos con el ADN recombinado para la lucha contra el cáncer. Les informó, asimismo, del desastroso accidente causado por la problemática nueva materia. Un accidente de trabajo... En su instituto también tuvieron uno, doctor Barski. Cronyn-Lawrence lo reveló todo, sin duda, y entre ustedes tiene que haber otro traidor, doctor Barski..., un hombre que transmite lo que ocurre en su equipo, desde que el profesor Gellhorn se opuso a la coacción.
—Sasaki en Niza, «Eurogen» en París, y ustedes en Hamburgo señaló Bellmann—. Era imprescindible informarles sobre lo que más nerviosas pone a las dos superpotencias. Pero también es imprescindible mantener absoluto silencio, al menos de momento y hasta nueva orden, sobre lo que acabo de exponerles. ¡Que no se pregone nada! Si usted decide poner al corriente a sus colaboradores más íntimos, es cosa suya, doctor. Igualmente es asunto de ustedes dos, Frau Desmond y Herr Westen, que quieran hablar francamente con Sondersen o prefieran no hacerlo. Yo, por mi parte, lo considero necesario, para que entienda por qué imponen tales límites a su labor. Usted, doctor Barski, tiene que ver claro, ya que, como sucesor del profesor Gellhorn, el asunto le atañe de forma especialmente directa.
—¿De modo que el profesor Gellhorn fue asesinado por negarse a revelarlo todo sobre el agresivo virus que se produjo en nuestro instituto por un corte desafortunado? —preguntó Barski.
—Estoy convencido de ello —respondió el sueco—. La busca de un arma para la soft war es internacional, y comenzó cuando los políticos se dieron cuenta de que era necesario saltar de la espiral atómica. De eso hará cinco o seis años. Tanto tiempo ha transcurrido sin que se descubriese tal arma vírica, ¡sí! Según todas las leyes del cálculo de probabilidades y de la lógica, alguien descubrirá en algún momento y en alguna parte dicho virus ideal. Y otro más. Y luego otro más. Quiero decir que en ningún caso será usted el único que, con su virus, pueda poner en manos de una superpotencia el medio para ser ya siempre el número uno en el mundo. Quiso la desgracia que usted y su equipo fuesen los primeros en encontrar un virus semejante. Con ello, usted se halla en el mismo centro del interés, y por eso se concentran en usted todos los intentos de chantaje, y todo el terrorismo —explicó Bellmann con una de sus espantosas muecas—. Porque lo que usted posee es realmente un virus ideal para la soft war. Cuando oigo lo que provoca: ¡la pérdida de todos los impulsos de agresión..., y que ningún enfermo se defendería de nadie ni de nada...! El ser humano pierde la facultad de opinar por sí mismo..., lo que significa que toda persona contagiada aceptaría sin crítica la opinión ajena... Expresado de manera exagerada: un Gorbachov contagiado lucharía por los intereses de Wall Street, del american way of life y de la democracy, mientras que un Reagan contagiado lucharía por la revolución mundial y por la unión de los proletarios de todos los países. Su virus mantiene la memoria inmediata y la memoria remota. Simplemente, anula toda emoción en los recuerdos. La inteligencia permanece tan intacta como la capacidad de trabajo. Es más: el virus fomenta el interés y permite un rendimiento especial en un determinado campo individual. ¿Puede existir algo mejor? ¿Se da cuenta, ahora, de la situación en que se encuentra?
Barski hizo un gesto de afirmación.
—¿De veras lo ve claro?
—Sí, Herr Bellmann.
—Sin embargo, usted parece..., ausente. ¿En qué pensaba?
—En el bioquímico Erwin Chargaff —contestó Barski—. Y en algo escrito por él.
—Conozco sus obras —dijo Bellmann—. ¿Qué pasaje recordaba usted, doctor?
—Aquello de que «Ninguna otra actividad intelectual posee unas características tan contradictorias como el estudio de la naturaleza. El arte, la poesía o la música no ejercen ningún poder. Es imposible aprovecharse o hacer mal uso de ellas. Si los oratorios pudiesen asesinar, el Pentágono ya hubiese apoyado la investigación musical desde hace tiempo»
—De cualquier forma, la soft war no significa asesinar...
—Es peor que el asesinato.
—En ese caso también tiene razón —reconoció Bellmann, y su rostro se transformo de nuevo en la horrible mueca de la desesperación.