7
—¿Cómo sigue el doctor Holsten? —preguntó el kriminaloberrat Sondersen.
—Mal —contestó Barski—. Le vi esta mañana. Está en Cuidados Intensivos, como es lógico. No me reconoció. Primero, los médicos se expresaban de forma ambigua, pero luego llegó uno que me conoce, y me dijo que el pronóstico es bastante negro.
—¿Cree que se salvará? —quiso saber Alvin Westen.
Barski se encogió de hombros.
—Continuamente está allí uno de nosotros.
—¿Y su mujer? —se interesó Sondersen.
—También la visité. La tienen tan sedada, que dormirá aún muchas horas.
Era poco después de las diez de la mañana del 27 de setiembre de 1986, un sábado. Sondersen había telefoneado a Barski para pedirle que acudiese a las diez a Jefatura, en compañía de Norma. Westen también estaría. Los dos querían explicar lo sucedido entretanto y, según Sondersen, era más práctico reunirse en su despacho. Las habitaciones destinadas a su comisión especial se hallaban en el piso decimosexto.
—Había muy poca gente. Era sábado. Barski y Norma pasaron por delante de numerosas puertas. Todas las del piso decimosexto eran de cristal opaco, tenían un ancho dintel negro y manubrios de aluminio. En una de ellas había un papel donde ponía, escrito con rotulador verde: COM. ESP. CIRCO MONDO.
Entraron. Un hombre en mangas de camisa estaba sentado ante una máquina y escribía en ella con dos dedos.
—¿Qué desean? —preguntó.
—Esta señora es Norma Desmond, y yo soy el doctor Barski. Herr Sondersen nos espera.
El hombre se levantó y abrió una puerta.
—Han llegado los señores que usted esperaba, Herr Sondersen —anunció.
En seguida apareció el kriminaloberrat. Tenía aspecto de cansado, pero al saludar a Norma y a Barski, es esforzó en sonreír.
—Me alegro de que estén aquí. Herr Westen también ha venido.
Se adelantó hacia un despacho amueblado de manera muy sobria, casi espartana. Un par de archivadores muy grandes. Un escritorio. En un rincón, junto a la ventana, una mesa redonda con cuatro sillas y, al lado, una cama turca. Ésta y las sillas eran sencillos muebles de oficina y estaban tapizadas de azul. En el alféizar de la ventana había una planta de adorno, bastante triste. La intensidad del sol había obligado a bajar las persianas.
Westen se puso de pie.
—¡Mi querida Norma! —exclamó, abrazándola.
El anciano llevaba un ligero traje de tono gris apizarrado, camisa de color azul pálido y corbata más oscura. Se le veía pulcro y elegante como siempre. Todos tomaron asiento. Sondersen y Westen ya se había interesado por el estado de Harald Holsten. Encima del escritorio había un periódico de la mañana.
—¿Qué ha sucedido ahora? —preguntó Norma.
—Ayer el Bundestag y el Bundesrat estudiaron la prevista puesta en funcionamiento de esa central nuclear francesa, y la discusión fue fuerte —explicó Westen.
—¿Y qué resultó, al final? —quiso saber Norma.
—La representación de los Lander apoyó inmediatamente una propuesta de resolución de Renania-Palatinado, en la que se subraya que, a raíz de las negociaciones más recientes entre los dos Estados, la seguridad de la central nuclear queda garantizada. ¡Y ya está!
—Maravilloso —dijo Norma—. ¡Con la de problemas que hay! De las chimeneas de las fábricas salen enormes nubes de ácido sulfhídrico, que lo cubren luego todo. Además, el aire presenta una contaminación radiactiva. Nosotros ya no hacemos caso. El SIDA se convierte en la peor de las pestes sufridas por la Humanidad. Los productos alimenticios también están contaminados. Y la tierra. Ceniza y más ceniza. Cesio y más cesio. Los motores Diesel resultan cancerígenos, pero no importa. ¡Los coches que los tienen, pagan menos impuestos! Los pestíferos depósitos de basuras... No hay lugar donde almacenar los residuos nucleares. Agujeros en la capa de ozono. El mar del Norte está contaminado. Los ríos, muertos. Los peces, muertos. Bueno, ¿y qué? ¿Dónde está escrito que en el agua tiene que haber peces? En realidad no hace ninguna falta buscar tan desesperadamente nuevas armas para una soft war. ¡Si no tardaremos en matarnos solitos!
Cuando fue a coger su bandolera, dijo Sondersen:
—¡Nada de grabaciones, por favor!
—Antes de que usted y yo nos conociésemos, doctor Barski —intervino Westen—, en Bonn ya me habían recomendado que Frau Desmond no indagara en el asunto del Circo Mondo. Tú ya lo recordarás, querida... Sin embargo, nadie se expresaba de forma concreta.
Norma hizo un gesto de afirmación.
—Ahora, en cambio, un amigo abrió la boca. Lógicamente, no puedo mencionar su nombre. También Herr Sondersen averiguó algunas cosas de Wiesbaden. Creo que nosotros cuatro debemos saber qué es de esperar, sobre todo después de las confidencias que nos hizo Lars Bellmann en Berlín. ¿Quién empieza, Herr Sondersen, usted o yo?
—Usted-decidió el kriminaloberrat.
Alvin Westen cruzó las piernas.
—Bien... Nos reunimos en casa de mi amigo, en las afueras de Bonn. Pensé que lo mejor era soltarle lo que Bellmann y yo sabíamos ya. Mi amigo permaneció callado durante unos momentos, pero al fin admitió:
—¿Para qué voy a mentirte, Alvin...?
—¿Para qué voy a mentirte, Alvin...? —dijo el amigo—. No servirá de nada. Es cierto. Hemos de escapar de la espiral atómica. —¿Hemos? ¿Nosotros?
—¡Nosotros también, claro! ¡Todos! Formamos parte de la OTAN, la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Y los países del Pacto de Varsovia se encuentran en la misma situación. Los generales y expertos en defensa verdaderamente capaces..., y por eso desesperados..., de ambos lados opinan que es imprescindible abandonar la terrible carrera del armamento nuclear y salir de esa maldita espiral. Y que necesitan otros sistemas de defensa. Aquí, en Alemania, hay muchos que insisten en la conveniencia de las armas atómicas. Y en toda su amplitud: desde la bomba atómica del tamaño de una pelota de tenis hasta el cohete intercontinental.
—Ya... —asintió Westen—. Eso me hace pensar en la así llamada «Solución Cero». Corrígeme, si digo algo inexacto. Hace tiempo que la OTAN ofreció esa «Solución Cero», que significa: el mundo occidental retirará todos los cohetes de alcance medio, llegados con el rearme, si los rusos hacen otro tanto. Claro que los estrategas de OTAN sólo hicieron ese ofrecimiento confiando en que los soviéticos nunca lo aceptarían. Pero ahora quizá lo acepten. En el acto, algunos políticos alemanes..., precisamente alemanes, se quejaron a los americanos entre grandes lamentos y ayes: «¡No podéis retirar ahora los cohetes de alcance medio! Si lo hacéis, nos faltará parte del armamento y los soviéticos atacarán en seguida porque aún tienen cohetes de corto y de largo alcance que lanzar contra nosotros.»
—Exactamente —dijo el amigo—. Y a eso respondieron los americanos: «¡No os alarméis, queridos alemanes! En el caso de no poder retroceder, nos llevaremos los cohetes de alcance medio de vuestro país, pero los montaremos en aviones y submarinos. ¡En mayor número del que ahora tenéis!
Y rió con amargura.
—Eres como Bellmann —señaló Westen.
—¿Por qué?
—Porque a aquél se le heló la sonrisa en la cara.
—¡Hombre, pero es que la lógica de esos tipos es para enloquecer! Según ellos, la intimidación atómica es lo único que tiene sentido. En consecuencia, hay que seguir con el armamento atómico. ¡Cada vez más sofisticado! Para mantener el equilibrio del miedo, que nos ha proporcionado la paz más larga en Europa. ¡Más de cuarenta años! Y están orgullosos de ello. Ignoran que las dos superpotencias se han decidido, desde hace tiempo, por la soft war. Porque, claro, se lo tienen calladito. Sólo pocas personas están enteradas.
—Tú, por ejemplo.
—También sabía, por ejemplo, que tú volabas con Bellmann de un lado a otro.
—Y no pudiste evitarlo.
—Habríamos podido causar un accidente de aviación —respondió el amigo con cinismo—. Pero no se trataba de eso. Porque, además, Bellmann había dejado escrito todo cuanto sabía o suponía, referente a la soft war. En el caso de que tú y él murieseis de manera súbita e imprevista, sería publicado en el acto...
—Me niego expresamente a dar una descripción de mi amigo, por muy superficial que ésta pudiera ser —declaró Alvin Westen en el despacho que el kriminaloberrat. Sondersen ocupaba en la Jefatura Superior de Hamburgo—. Es preciso que lo haga porque, en el; caso de saberse quién me confirmó o me confió algo, él y sus amigos estarían perdidos. En televisión, esos informadores aparecen con la, cara tapada por una barra negra y con la voz desfigurada. Yo debo hacer lo mismo, en sentido metafórico, o sea que no daré detalles, sobre mi amigo, ni sobre la hora ni el lugar en que tuvo efecto la conversación. No se trata aquí de un relato literario, sino de vida, o muerte. Yo le dije a mi amigo: «Mientras no se haya descubierto y preparado un arma para la soft war, los americanos tienen todo el derecho a meter en los bosques de la República Federal, para protección de Alemania y del mundo libre, más cohetes y misiles que en ningún otro país. Y de paso, ellos se toman el derecho de meter la nariz en todas nuestras investigaciones científicas que pudieran resultar de utilidad para la soft war, sirviéndose para ello de todos los medios imaginables. ¿No es así?»
—Así es, en efecto —reconoció el amigo de Westen.
—Supongo que en el Este sucede lo mismo. Allí son los soviéticos quienes se toman el derecho —dijo Alvin Westen.
—Desde luego.
—Sólo que tanto los estadounidenses como los soviéticos, aliados en su día contra la Alemania nazi, hoy se lo hacen bien fácil en las dos Alemanias —indicó Westen—. Nosotros iniciamos la peor guerra de todos los tiempos, y la perdimos. Por consiguiente, los americanos ven en la República Federal a su país, un país ocupado, en el que pueden hacer y deshacer lo que les dé la gana. Lo mismo pasa con los rusos en la República Democrática. En lo referente a las dos Alemanias, las dos superpotencias no tienen ni los más mínimos escrúpulos. ¿Por qué habían de tenerlos, al fin y al cabo? No existe un tratado de paz, y tardará en haberlo. Ambos Estados se hallan aún bajo los restos del derecho de ocupación. Dicho fríamente: somos dos países con tropas de ocupación. OTAN, Pacto de Varsovia, confraternidad de armas, potencias protectoras... Todo eso suena muy bien, y marca bien, mientras nosotros y la RDA hagamos lo que mandan los grandes. Mientras les dejemos hacer con nuestros países lo que ellos quieran. ¡A la mierda todo derecho público! Y con razón. Porque, después de lo que nosotros hicimos, a los soviets y los americanos sólo podría divertirles que, un buen día, se nos antojara presumir de Estado totalmente soberano y con los mismos derechos que ellos. Y si de los americanos y soviéticos depende, nunca volveremos a serlo.
—Eso es cierto —respondió el amigo—, pero no tiene importancia, dado que todos los gobiernos de la República Federal desde 1949 se declararon completamente de acuerdo con ser aliados de los americanos. Y todos los jefes de gobierno de la RDA estuvieron perfectamente conformes con ser aliados de Rusia. Los dos grandes nos eligieron, como sus más fieles aliados, para estar en primera línea dispuestos al ataque..., perdona, quiero decir dispuestos para la defensa... Una Alemania es el peor enemigo de la otra Alemania, en el aspecto militar. Y ambas Alemanias están de acuerdo. Sus Gobiernos, quiero decir.
—Claro —asintió Westen—. Y desde 1949 no hubo ningún Gobierno que quisiera realmente un tratado de paz. Porque un tratado de paz determinaría, de llegar a establecerse, la definitiva división de Alemania. Entonces se habría acabado ese palabreo de la «Alemania indivisible» y del «derecho de autodeterminación del pueblo alemán en paz y libertad», y no habría esas frases con las que aquí se hace política. Los americanos dejan gritar a nuestros políticos, pero me gustaría ver qué ocurriría si un Gobierno alemán declarase: «¡Basta! ¡Estamos hasta las narices! No somos un Estado soberano, pero exigimos que os llevéis de nuestro país todos los cohetes y misiles crucero, y también todas las armas químicas y todos vuestros soldados. ¡Y nos retiramos de la OTAN o del Pacto de Varsovia! ¡Verías lo que entonces sucedería!
—Sin duda —dijo el amigo—. Pero eso son juegos del pensamiento, Alvin. Nosotros estamos perfectamente de acuerdo con lo que los grandes quieren, con lo que los grandes exigen, ¿no? ¡Sólo nos sentimos seguros bajo su protección! Piensa en lo que acabamos de decir: si parece que llevan a cabo el desarme..., aunque sea un desarme reducido, la «Solución Cero»..., protestamos en seguida. Y en cuanto a la busca de un arma para la soft war, soviéticos y americanos pueden hacer lo que les parezca, naturalmente. En todas partes. En el mundo entero. Tú ya ves lo que ocurrió en París después de la desgracia de «Eurogen»... El Gobierno lo tapa de inmediato. Hace desaparecer los filmes. Y participa en el juego. Como nosotros. Con la diferencia de que los grandes, como tú bien dices, lo tienen mucho más fácil con nosotros. Nosotros hemos de callar y obedecer en cualquier caso. Tanto si los grandes nos espían, eliminan a investigadores rebeldes u organizan actos de terrorismo, como en aquel circo de Hamburgo, nosotros no podemos protestar. Y desde luego no lo hacemos, ya que nuestros políticos importantes, los que están enterados de todo, saben que la soft war es necesaria y que, sea como sea, hemos de salir de la espiral atómica... Y sólo tienen un deseo: que los americanos obtengan la nueva arma antes que los otros, porque en el caso contrario estamos listos. Y los del Este piensan lo mismo: ¡que sean los soviéticos quien tengan primero el arma, porque, de lo contrario, el Este está listo!
—¡Vaya juego! —exclamó Westen.
—¡Y que lo digas! Pero es así. En el mundo entero. En todas partes controlan y vigilan a los científicos. En todas partes hay agentes secretos y traidores. Una nueva carrera del armamento..., para conseguir la nueva arma. Quien la posea primero, será el amo del mundo. Y esa gente de Hamburgo parece estar tremendamente cerca de la nueva arma ideal.
—No sólo parece —replicó Westen—, sino que así es. Por desgracia y a causa de un accidente de trabajo, encontraron un virus ideal para la soft war. Ahora, como ya te expliqué, un investigador prueba la eficacia de una vacuna mediante la autoinoculación. Espera que le inmunice contra el virus... Ya hicieron pruebas con ratones. Si el experimento tiene éxito, entonces habrá llegado el momento, ¿no?
—Habrá llegado el momento, sí —declaró el amigo—. Y dado que se trata del dominio del mundo, ambas partes actúan con la misma brutalidad. Sólo tiene que recordar el horrible atentado en el circo, y la de vidas que costó.
—¿Sospechas quién lo pudo preparar? —inquirió Westen—. ¡Sinceramente! ¿Fueron los americanos?
—Ni idea. Sinceramente. Detrás de eso pueden estar tanto los americanos como los soviéticos. Con la misma probabilidad. Y lo mismo te digo respecto de los documentos robados a ese doctor Sasaki, de Niza, del intento de asesinato en la persona de Norma Desmond y del segundo atentado en la Geddchtniskirche. ¿Quién es el hombre que telefonea de cuando en cuando y parece saberlo todo? Tanto puede ser un americano como un ruso. O una vez actúan los americanos y, otra, los soviéticos. Ni idea, te repito. En ningún caso debe haber una comprobación oficial, porque entonces se armaría un escándalo mundial.
—A eso voy —señaló Westen—. Cada cual confía en que su potencia protectora sea la primera en conseguir la nueva arma. Poco importa quién es el responsable de los atentados y asesinatos, por muchos que sean. De todos modos, yo me figuro que» en nuestro país aún hay unas cuantas personas a las que no agrada esta situación, al menos en lo que respecta a los crímenes.
—Las hay —dijo el amigo—. Yo soy una de ellas. Pero sumamos bastantes.
—En tal caso, es lógico pensar en esas unidades especiales que existen en la mayoría de países. No me equivoco si supongo que también en la Alemania Occidental las hay.
—Aciertas —contestó el amigo—. Pero si, aparte de ti y del doctor Barski y de Norma Desmond, a la que tienes que informar, lo sabe una sola persona y lo puede demostrar, estáis todos prácticamente muertos, y nosotros nos dejaremos matar antes de admitir que existen semejantes unidades.
—Eso ya me lo dijo alguien en otra ocasión —respondió Westen—. Fue el kriminaloberrat Sondersen. Le pregunté si aquí teníamos unidades especiales, y me dijo que lo ignoraba. Y al preguntarle yo si, de saberlo, lo reconocería, contestó que no.
—Sondersen está enterado. No de lo que hacen las unidades especiales, sino de que existe una que, precisamente, le obstaculiza la tarea, cosa que, como es natural, le enoja mucho. Ahora le pondrán al corriente en Wiesbaden, como yo te pongo a ti. La Brigada Criminal ha comprendido que los esfuerzos de Sondersen por esclarecer el acto de terrorismo ocurrido en Hamburgo y castigar a los culpables no darán fruto. No pueden darlo. ¿Cómo podemos, en nuestra situación, acusar a la superpotencia americana o a la rusa de haber instigado al asesinato y a otros actos criminales? El Bundeskriminalamt conoce las actividades de esa unidad especial que tanto preocupa a Sondersen, porque es un fanático de la justicia. Y le seguirá preocupando, aunque ahora le expliquen lo que hace esa unidad.
—¿Y qué hace, en realidad?
El amigo rió sin alegría.
—¿Qué? ¿También esto es gracioso?
—¡Sabe Dios que no lo es! —exclamó el amigo—. Los miembros de la unidad especial tienen una misión totalmente esquizofrénica y perversa, pero que, dada la situación, es la única lógica y posible.
—¡Habla!
—Escucha, Alvin: su misión consiste en a) evitar por todos los medios que los soviéticos consigan primero esa arma vírica, y provocar que la obtengan los americanos; b) han de evitar por todo» los medios, aunque sean ilegales, que en esta lucha haya más víctimas, y c) sobre todo, han de evitar que cunda el pánico. O sea que tienen que ayudar a los americanos y cortar el paso a los soviéticos salvar vidas y eliminar el pánico.
—¿Y cómo lo logran?
—Ah, eso es cosa de ellos. No quisiera verme en su pellejo. Nadie les obligó a ingresar en esa unidad. Todos son voluntarios. Sin excepción. Y profesionales, sin excepción también. Los mejores.
—¿Y por qué lo hacen? —inquirió Westen—. No creo que sea por idealismo, ni porque crean en la justicia, la libertad, etcétera...
—No —contestó el amigo—. Nada de eso les importa un bledo. Creen en algo muy distinto. Uno me lo dijo una vez, antes de que utilizáramos la unidad. «Todos los grandes líderes de este mundo con sus endemoniados sistemas de poder, son unos delincuentes. Unos cerdos para los que toda guerra es sólo un negocio. Necesitan tíos como nosotros, que les saquemos las castañas del fuego mientras ellos sueltan sonoros discursos sobre la paz, la libertad y la justicia. Se ciscan en la Humanidad. ¡No existe ni un solo sistema que de veras se interese por el hombre!» No suena mal, ¿verdad?
—En absoluto.
—Pero hay otra cosa en la que creen, y por ella arriesgan la vida.
—El dinero —dijo Westen.
—Mucho dinero —asintió el amigo—. ¡Muchísimo dinero!
—Así son las cosas —declaró el anciano en el despacho de Sondersen, para añadir después de una pausa—: Llegados a este punto, es preciso que recordemos cómo se produjo esta situación en: nuestro país. Yo debo acusarme, a mí y a mi generación. Muchos combatieron a los nazis. Pero no eran suficientes. En absoluto. Todas las injusticias y todo el dolor causado a otros en nuestro nombre y con nuestra tolerancia, sigue actuando, y de ello es consecuencia la problemática situación del país. Es ahora cuando la notamos., Y lo que más me preocupa, es que, dentro de algún tiempo, lo notaremos de manera todavía mucho peor. Porque quizá salga uno que opine que los hombres tienen derecho a atacar a otros hombres,¿ sin más, aunque sean millones, y que uno puede liquidar a seis» millones de judíos y a una serie de miles de compatriotas, y hacer estragos en el mundo entero hasta que, después de seis años de guerra, los muertos sumen más de sesenta millones, entre ellos veinte millones de rusos, regiones enteras queden transformadas en tierra arrasada, y a los desdichados supervivientes no les queden más que sus ojos para llorar..., y luego, hacer ver que no ha sucedido nada... —jadeó Westen, casi sin aliento—. Yo no soy religioso, pero creo en la justicia..., en una justicia superior y a plazo largo, a veces muy largo. Y creo que esa justicia superior aún no ha acabado con nosotros y nos pasará algún día la factura por todas las monstruosidades cometidas. Ahora ya ocurre eso, en una pequeña parte.
Norma le dijo a Sondersen:
—Un día estábamos usted y yo delante de uno de esos ascensores de rosario... Allá donde el editor de mi periódico tiene el despacho. ¿Lo recuerda?
—Lo recuerdo perfectamente, Frau Desmond. Usted me preguntó, entonces, qué me preocupaba.
—Y usted contestó que no me lo podía explicar.
—No podía, en efecto. Espero que ahora lo comprenda, después de todo lo dicho por Herr Westen.
—Y después que usted estuvo en Wiesbaden y, prácticamente, oyó decir lo mismo que Herr Westen en Bonn, ¿le preocupa todavía tanto? —inquirió Norma.
Aquel hombre que vivía convencido de que la maldad nunca vence aunque domine durante largo tiempo, y que al final siempre triunfan la verdad y la justicia, si uno lucha por ellas con todas sus fuerzas, respondió:
—Me preocupa aún más, como es lógico, pero ya no de modo tan horrible..., desde hace pocos instantes.
—¿Desde hace pocos instantes?
—Desde que Herr Westen habló de la culpa que tenemos todos y de que esa justicia superior no ha terminado todavía con nosotros —declaró Sondersen—. Sus palabras me han hecho cambiar de modo de pensar. Estoy conmovido. Yo no conocí la época nazi, pero lo que aquel canciller dijo sobre la «gracia del nacimiento tardío» me pareció siempre un disparate y me hace venir a la memoria aquella frase bíblica de las uvas: «Los padres las comieron, y a los hijos les dejaron los dientes embotados.» Claro que, quienes nacimos más tarde, no tenemos culpa en el aspecto moral ni legal. En cambio, sí nos cae encima una responsabilidad especial, heredada de nuestros padres y que seguirá durante muchas generaciones. Un pueblo que, casi sin resistencia, permite un industrializado asesinato en masa y cubre de guerra el mundo dos veces en medio siglo, queda marcado. Ni un nuevo comienzo, ni la reconciliación borran lo sucedido en Auschwitz. Nosotros, nuestros hijos y los hijos de éstos somos los responsables de que nunca vuelva a ocurrir algo tan espantoso. Hemos de impedir cualquier inicio y reflexionar sobre nuestras culpas. Porque también a Hitler le debemos que aún haya nazis viejos y ya existan otros nuevos, que tanto aquí como en la tierra de nuestros hermanos se alcen plataformas para el lanzamiento de cohetes, y que el desarrollo político global desde 1945 hasta hoy sea tan catastrófico... Usted, Herr Westen, no se imagina lo que eso que acaba de recordarnos representa, precisamente ahora, para mí.
—Estaba convencido de que usted pensaría como yo.
—Me he dado cuenta de que tenían que limitar mis posibilidades de esclarecer lo del atentado terrorista y localizar a los asesinos. No hay otro camino. Nadie sabe si escaparemos una vez más. Sólo juntos podremos tratar de aminorar el mal. Yo seguiré luchando por que se haga justicia, si bien Herr Westen me ha hecho comprender que lo que él llama justicia superior, es ineluctable y natural. ¡Le doy las gracias, Herr Westen!
—¡Basta, por favor! —exclamó el anciano.
—No. No dejaré de darle las gracias —insistió Sondersen— porque ahora me siento capaz de continuar mi tarea sin ira, sin rencor y sin preocupación. Todo tiene que ser como es. Ahora lo comprendo, y eso me ayuda.
De nuevo se hizo una larga pausa.
—Esa gente de la unidad especial —dijo Norma por fin—, ¿qué hace? ¿Puede ponernos un ejemplo?
—Uno pequeño —contestó Sondersen y sacó una fotografía del cajón de su escritorio.
—¿Conoce usted a esta persona? —le preguntó a la periodista.
La fotografía mostraba a una mujer de cabellos castaños, grandes ojos y pómulos altos. Una cara bonita, aunque muy maquillada. El vestido era muy escotado y abierto por los lados hasta la cadera.
—Es la mujer de la Reeperbahn —dijo Norma en seguida.
—Sí; la que se metió en mi coche —añadió Barski.
—La prostituta que se puso en su camino, empeñada en llegar a un asunto con usted, pero que salió disparada al aparecer el coche con mis hombres —asintió Sondersen—. Sólo que no era una prostituta y no tenía intención de conquistarle, ni huyó al aparecer mis hombres.
—¿Cómo obtuvo esa foto? —quiso saber Norma.
—La hizo uno de mis agentes. Para su informe. Fíjese en que la persona se dispone a echar a correr.
—Y salió disparada, en realidad, pero el hombre no la alcanzó —señaló Norma—. Dijo que había desaparecido en una de las casas de líos de aquella calle, y que no la pudo atrapar.
—No podía atraparla —declaró Sondersen.
—¿Por qué no? —intervino Barski.
—Porque esa mujer es miembro de la unidad especial —respondió el kriminaloberrat, que tomó un encendedor, quemó la foto y dejó caer los restos en un cenicero, donde acabó de deshacerlos con un lápiz—. Cuando ustedes la vieron, llevaba peluca y se había desfigurado mediante el maquillaje. Nunca la reconocerían. Por eso pude enseñarles la fotografía. Y por eso la he destruido. Estaba hecha con una cámara «Polaroid». Usted, doctor Barski, se quejó de que los hombres encargados de su protección llegaran con tanto retraso.
—Es cierto.
—Se retrasaron expresamente. No podían interrumpir a la mujer en su misión.
—¿Qué demonios hacía, pues? —preguntó Norma.
—Le salvó a usted la vida —contestó el kriminaloberrat Sondersen.