10

—Estoy terriblemente ocupada —dijo Petra Steinbach—. Ya no sé dónde tengo la cabeza, porque ahora han salido las nuevas prendas de piel, ¿no?, y tenemos encima la moda de primavera para 1987. De modo que no paro de escribir y escribir y telefonear. ¡Nunca había tenido tanto que hacer en mi vida!

La grácil y joven mujer de cabellos rubios y grandes ojos azules llevaba un conjunto azul muy elegante. Iba poco maquillada y se la veía sana y tranquila..., pese al agobio de trabajo del que hablaba.

Antes, Norma había estado con Kaplan y Alexandra Gordon en el departamento de Enfermedades Infecciosas, para visitar a Sasaki. Todos estaban de acuerdo en que, en los laboratorios, cada vez se prescindía más de los experimentos en animales, y no sólo por respeto a la opinión pública.

—Usted es periodista, Frau Desmond —opinaba Alexandra—. Sin duda conoce la reacción de la gente, con respecto a los experimentos en animales...

—¡Y tanto! —exclamó Norma.

—Usted ya sabe —intervino Sasaki— las reacciones que desatan ciertos informes relativos a ese tipo de experimentos. ¡Qué escándalos! ¡Qué indignación! ¡Pobres animales indefensos! ¡A qué torturas les someten! ¡Qué escenas tan escalofriantes! Pero cuando los americanos y los soviéticos liberaron los campos de concentración, encontraron escenas mucho más escalofriantes. Sin embargo, ¿hasta qué punto se excitó el mundo por el asesinato de más de seis millones de judíos? Pero eso sí: en Austria estuvo a punto de producirse una crisis de Gobierno a causa de veinte macacos rhesus. Poco faltó para que pusieran de patitas en la calle a un ministro. «¡Horrible martirio de inocentes animales para la creación de nuevos cosméticos!»

—Los judíos no pueden ser comparados con los macacos rhesus —señaló el japonés—. ¿Verdad, Eli? ¿Qué sucedió con los doscientos sesenta mil muertos de Hiroshima? Eran enemigos de los americanos, de manera que se les podía arrojar la bomba encima. Aunque se tratara de niños, bebés y ancianos. Porque, claro, tampoco se podían comparar con los macacos rhesus. No soy un cínico, Frau Desmond, y que conste que no hago ningún reproche a sus colegas de los medios de comunicación. Simplemente, es una cuestión de eficacia. Y los animales son mil veces más eficaces que los seres humanos.

—¡Basta ya! —protestó Kaplan—. No hay que torturar y matar a los animales, ni torturar y matar a los hombres. Pero tú y yo y todos nosotros y los generales y los políticos podemos demostrar que eso es imposible, y que hay que torturar y matar. Hombres y animales...

Ahora, Norma se hallaba frente a Petra Steinbach, sólo separadas las dos por la gran ventana de vidrio por la que, desde el pasillo del departamento de Enfermedades Infecciosas, podía verse el interior de la habitación. Todavía estaba más repleta que la vez anterior. En una mesa próxima a la ventana, cubierta de revistas de moda, había una máquina de escribir. Otras publicaciones se apilaban en el suelo, y en un rincón habían colocado una máquina de coser.

—¡Tiene usted un aspecto espléndido, Frau Steinbach! —dijo Norma, que iba protegida con un mono verde, gorra y calzado de plástico del mismo color, y que además se cubría la boca con una mascarilla.

Barski le había dicho que Takahito Sasaki pensaba inocularse el virus a las 11. Era lunes, el día 29 de setiembre de 1986. Norma deseaba estar presente, claro. Pero había llegado demasiado temprano, Barski no estaba todavía, y Sasaki quería esperarle. En consecuencia, Norma aprovechó el rato sobrante para visitar a Petra, y quedó sorprendida ante la viveza y la despreocupación de la joven.

—Lleva un traje de chaqueta precioso —comentó Norma.

—Lo hice yo misma —contestó Petra, riendo—. Estudié corte y confección. Tengo el diploma de la Escuela Superior de la Moda —agregó, volviéndose para que Norma la viera bien—. Creo, la verdad, que tuve acierto.

La conversación era posible, como en el caso de Sasaki, a través de un interfono.

—El azul es mi color favorito. También me gusta el rojo. Ahora me estoy preparando un conjunto rojo. Cuando lo tenga listo, ha de verlo. No hace falta que la gente sepa que le robé la idea a Yves Saint Laurent —indicó en voz baja, y se reía como una chiquilla—. Vi el modelo en Vague y me enamoró. Lo copié. Pero no se lo diga a nadie, ¿eh?

—¡Claro que no! —prometió Norma—. ¿Permite que la fotografíe?

—¡Con mucho gusto!

Mientras lo hacía, la periodista pensó: «También tengo que retratar a Sasaki. Necesito todas las fotos posibles. De todas las personas relacionadas con el asunto. Siempre hice lo mismo, con ocasión de tantos acontecimientos, en tantos lugares distintos. Obtuve fotografías en el mundo entero. De asesinos, asesinados, quemados, carbonizados, torturados hasta la muerte, matados a golpes, ahogados, violados, personas viejas y jóvenes, niños, moribundos, enfermos incurables, personas muertas de hambre, trozos de cuerpos. Brazos, piernas, cabezas. La mano de un chiquillo. El pobre se puso a jugar con un oso de felpa que contenía una carga explosiva. La mano fue todo lo que encontramos del niño. ¡Qué manita tan pequeña! Con sólo tres dedos. La foto recorrió todo el mundo. Pero también fotografié a personas hermosas. Y felices, risueñas. Personas que bailaban, cantaban o estaban entusiasmadas por algo. De todo. Porque soy una cámara. Soy una máquina de escribir. Ahora retrato a una mujer joven, que da vueltas para que la admire. Una mujer joven y contenta, que padece una enfermedad incurable y a la que nadie puede ayudar.»

—Hágame una foto de lado. ¡Así! —exclamó Petra—. ¡Gracias!

Norma había exigido demasiado de sí misma, al pretender ignorar cualquier sentimiento y apartar de su mente toda lástima, toda compasión. «Es inútil —se dijo, apoyada en la pared y respirando con fatiga—. Una y otra vez llega el momento en que no puedo más.»

—¿Se encuentra mal? —preguntó Petra, inquieta.

—No; no es nada.

«¡Has de ser fuerte! —Norma—. Piensa en Pierre. Decía él que, para hacer fotos, hay que estar frío como el hielo y ser uno la propia cámara. En caso contrario, el resultado es una porquería. Tú muestras la muerte, la miseria, la infamia, la guerra, el horror, el hambre. Muestras la conditio humana. Y para escribir, lo mismo. No acusas, no te indignas, no lloras de rabia ni te quejas de tu indefensión. Tú informas. Hechos. Frases cortas. Palabras sencillas. Elimina todos los adjetivos posibles. El mundo es malo. Tú lo enseñas. Eres una reportera. Piensa en Hemingway, el mayor y más grande que jamás hubo. Tú eres una reportera llamada Norma Desmond. Y si al final te sientes derrumbada por todo lo visto y oído, si necesitas llorar porque no resistes más, clíselo a alguien en quien de veras puedas confiar. A alguien que sepa mantener cerrado el pico. Tus sentimientos interesarán, a lo sumo, a quien te necesite. O a aquel a quien tú necesites. No hay persona que no necesite a otra. Dos tan unidas que puedan confesarse cómo se sienten en realidad, constituyen ya el límite. Two is the limit.»

—Las nuevas prendas de piel son deportivas, cómodas y casi..., ¿cómo diría yo...?, casi descuidadas —explicó Petra con afán—. Sedosos visones. Chaquetones de zorro del Canadá, o de lince. Abrigos de trampero... —Y le mostró fotos a todo brillo que tenía en una gruesa revista—. A mí me envían ya las pruebas de imprenta. Eso me da tiempo de escribir mis artículos. Lo he organizado todo, ¿sabe? Revistas de Alemania, Austria y Suiza publican mi información sobre moda, y yo misma hago las ilustraciones. ¡Espere, que le enseñaré un par!

Petra se alejó a toda prisa y regresó muy sonriente con varias hojas de gran tamaño.

—¡Formidable! —dijo Norma—. ¡Levante esas dos, por favor! No tanto, no... ¡Así!

Y fotografió a la satisfecha Petra, que presentaba con evidente orgullo sus creaciones.

—¡ Fantástico! —exclamó Norma—. De manera que también dibuja...

—Ya le he dicho que estudié en la Escuela Superior de la Moda. Allí se aprende todo. Tom no era partidario de que yo también trabajase. Pero ahora que está muerto, se demuestra lo acertada que estuve en mi insistencia. Tak opina igual. —¿Tak?

—El doctor Sasaki. Me visita con frecuencia. Tak me ayudó muchísimo. Sin él no podría dirigirlo todo desde esta habitación. Absurdo, ¿no? No puedo salir de aquí, ni podré volver a salir nunca. Pero Tom bien que consiguió trabajar encerrado, ¿verdad? ¡Y de manera excelente, según Tak! Tom tuvo una idea genial... —Me lo dijeron. —¡Qué suerte, que pudiera llegar a eso antes de morir! Y es que tenía un talento enorme. Todos lo comentan. ¿Quiere ver más modelos?

—No, gracias. Basta con éstos. ¿Cómo funciona el sistema organizado por usted?

—Tengo una amiga de la misma profesión. Dibuja para revistas italianas. Vive en Roma. Se llama Eva Sylt.

—Pensé que se trataba de la amiga que estaba aquí la última vez que la visité. Una mujer muy guapa, de cabellos rojizos y ojos verdes.

—¡Ah, se refiere a Doris! —contestó Petra—. Ya no viene a verme. Me ponía terriblemente nerviosa. No hacía más que llorar. También lloriqueaba aquel día. ¿Se acuerda? «¿A santo de qué esas lágrimas?», grité al fin, y ella respondió: «Me aflige tu desgracia.» O sea que es tonta. Muy buena chica, y simpática, pero..., ¡histérica perdida! Siempre ha de ser el centro de todo, aunque para ello tenga que valerse de los lloros. «¿De qué desgracia me hablas?», protesté, ya harta, y... ¿sabe qué contestó Doris?: «¡Caramba, tú estás aquí encerrada, y el pobre Tom murió!» ¡Fue lo que dijo, sí! Bueno, ya sé que es cierto. Tom murió. Pero habíamos sido muy felices, juntos. Muchas parejas lo son. Hasta que muere uno, y luego se muere el otro. Si no mueren los dos a la vez, uno queda solo durante un tiempo. ¿No tengo razón? —Totalmente —asintió Norma.

—No sé quién dijo que lo mejor sería no nacer nunca. Pero ¿quién lo consigue? ¡Uno entre millones, quizá! —rió Petra.

«¡Ríete tú también —pensó Norma—, y fotografía en seguida a esa Petra tan contenta!»

—Le dije a Doris que no viniese más. Con Eva hablo por teléfono. ¡Y qué facturas de teléfono, de tanta conferencia con Roma! Pero Tak lo arregló de forma que el instituto las paga. Al fin y al cabo, no estoy aquí por mi propio deseo. Tampoco Tom había ingresado por su voluntad. Reconocimos que era necesario, y eso es todo. Constituimos un peligro para la gente. Ya suceden cosas así. Pero al menos que paguen ellos el teléfono.

«¡Déjala hablar! —pensó Norma—. ¡Que hable!» —Mi amiga Evi envió a muchas editoriales mis modelos de antes, y todo el mundo quedó entusiasmado. Entonces, Evi y Tak explicaron que yo sólo podía trabajar desde aquí, aunque sin revelar el motivo, claro. Figura que tengo poliomielitis. Una idea estupenda de Tak, porque con ello les enterneció a todos. No a los redactores, que son unos tíos de hielo, pero sí a los lectores. Éstos saben en qué condiciones trabajo.

Petra rió de nuevo, y Norma recordó otro tic. La mueca de Bellmann.

—¡Usted lo sabe mejor que nadie, Frau Desmond! Niños, animales, personas indefensas... Eso siempre emociona. Una mujer joven como yo, marcada por la enfermedad, pero valerosa e inquebrantable. Sobre todo, si es una persona capaz. Y yo puedo afirmar que lo soy. Tom siempre lo decía. En resumen, que tengo mucho trabajo. Y los dos metidos en un sitio tan estrecho..., y él con su trabajo... Créame que, al final, me ponía nerviosa. No lo interprete mal. Pero de continuar de aquella forma, yo no hubiese podido montar mi servicio, y eso sería una pena, ¿no? —dijo Petra, eufórica, hablando muy aprisa—. Aquí todos son muy amables y me ayudan. Como los originales no pueden salir del departamento, dicto los textos por teléfono, y los dibujos son enviados por telefoto. Me trajeron expresamente un aparato del instituto, y está conectado. De las copias se ocupan los médicos y las enfermeras. Con frecuencia, el propio Tak. Produzco tres veces más que antes. Increíble, ¿verdad?

—Increíble, en efecto —contestó Norma—. ¿Y qué fue de su boutique de Dusseldorf?

—¡Ah, la tienda! —exclamó Petra con un gesto de indiferencia—. Vendida. Con todo lo que había dentro. Ahora es una bombonería. Pero como ni así reuníamos el millón estafado por mi encargado, vendí también nuestro piso. Amueblado y con todos los demás enseres. Eso completó el millón, y la verdad es que aún sobró mucho dinero. Tak dijo que eso era lo mejor, porque ya no tengo preocupaciones. Nunca había de poder volver al piso. Tom está muerto, y yo también moriré aquí. ¿Para qué un piso, pues? Tak no empleó estas palabras, pero más o menos vino a decir esto. Y yo le hice caso, naturalmente.

Petra miró radiante a Norma.

«Y yo le hice caso, naturalmente. En efecto, un virus ideal para la soft war», pensó Norma.

—Estoy muy contenta de no tener que volver a salir de aquí —prosiguió Petra—. Vivo tranquila, puedo trabajar, escribir y dibujar... Hago lo que me gusta y, encima, gano una barbaridad de dinero. No tengo preocupaciones y no necesito cocinar, ni ir a la compra/ni limpiar. Todo me lo hacen. La gente de aquí es encantadora. Me traen todos los periódicos y revistas que yo quiera. Tengo televisor y vídeo. Tak me proporciona cassettes. Sinceramente, ¡nunca había sido tan feliz en mi vida! Así se lo dije a Tak.

«¡Ay, el ambicioso Tak! —pensó Norma—. Una maravilla de precisión, en su trabajo... Tiene aquí un extraordinario conejillo de Indias. Tenía dos, pero uno se murió. Tak quería saber todos los efectos del virus. Petra se lo ha demostrado. Y Tom le facilitó la base para su vacuna...»

—Ahora me daría miedo vivir fuera —confesó Petra. «Deprivación de los estímulos, lo llaman los psicólogos —se dijo Norma—. No hay estímulos, ni tampoco deseos de sentirlos. ¿Qué me contaron diversos presos, condenados a cadena perpetua o bien a punto de su puesta en libertad? Los que cumplían cadena perpetua y llevaban ya muchos años en la cárcel, se expresaban como Petra. Estaban contentos, muy contentos. Dado que habían pasado tanto tiempo sin los atractivos de la libertad, ya no los echaban de menos. No padecían a causa del encierro. Tenían sus aficiones. Pintaban, hacían trabajos manuales. Amaestraban a un ratón. Convivían con él o con un canario como si se tratara de una persona. Todos necesitamos a alguien. Y los que tenían ya próxima la excarcelación, sentían miedo de lo que les aguardaba fuera, miedo de la libertad.»

—También era feliz cuando vivía con Tom, desde luego —dijo Petra—. Sin embargo, siempre había algún motivo de excitación. Nervios. Prisas. Tom está muerto. Y ahora que tengo aquí a Tak, que se ocupa mucho de mí y afirma saber lo que me conviene más, aún me encuentro más a gusto.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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