14

Veinte minutos después, Barski regresaba a la unidad de cuidados intensivos.

Hanni se había desvanecido, teniendo que trasladarla él al departamento de Psiquiatría en un sillón de ruedas. Allí fue atendida de inmediato por varios médicos. Jan Barski aún jadeaba cuando se llevó a Kaplan a un rincón, lo más apartado posible de los agentes de Sondersen.

—Harald me dijo la codificación de la memoria de la unidad central de proceso —musitó, excitado.

De nuevo se había puesto la bata y los grandes zapatos blancos.

—A mí también —le confió Kaplan—. Y dice muchas cosas más. Yo le hice algunas preguntas concretas y, pese a su desorientación, contesta de manera exacta a todas las cuestiones técnicas. A cualquiera. ¡Como no reconoce a nadie! Ni a ti, ni a mí.

—Ni siquiera a Hanni.

—Eso. En cambio, contesta a preguntas. Y repite, sin que nadie se lo pida, la combinación de la caja fuerte donde están las copias. ¡Quién sabe cuánto tiempo lleva haciéndolo!

—¡Dios mío! —exclamó Barski—. ¡Qué problema, Dios mío!

—¡Deja en paz a Dios! —gruñó Kaplan—. ¡Le importa un comino todo lo que aquí sucede! Antes de que yo viniese, estuvo Alexandra, y es de suponer que Harald también le diría la codificación y la combinación de la caja, ¿no? Ella, sin embargo, no hizo ningún comentario. Ni tan sólo acerca de que Harald responde a algunas preguntas. ¿Crees que permaneció callado, mientras estaba ella?

—Cabe la posibilidad.

- Nebbich.

—¡Es posible, hombre!

—Sí, claro, claro —tuvo que admitir Kaplan—. Aparte de nosotros dos y Alexandra, entra aquí un médico tras otro. Yo no conozco a ninguno. Y hay un montón de enfermeras, a las que tampoco conozco. Tienen un exceso de trabajo. Además cambian constantemente. Algunas están de baja, y los médicos se ponen furiosos. Uno me contó que cada vez ve caras nuevas. Cuando una enfermera tiene la regla, falta cuatro días. Esto es una casa de locos, según él.

—Sí. Ya lo oí decir.

—No hay manera de saber cuántas personas entran a ver a Haraid, ni a cuántas les ha revelado cosas... Ni quién ha tomado ya buena nota de la codificación... Sólo nos cabe esperar que nadie haya dado importancia a sus palabras.

—Tengo aquí un amigo —dijo Barski—. Klaus Goldschmied. Estaba de guardia en la noche del viernes al sábado. Quizá pueda ayudarnos. Me refiero a que quizá pueda dar orden de que sólo a determinadas personas se les permita entrar a ver a Harald. Aquellas por las que ponga la mano en el fuego.

—¡Ay! ¿Y por quién puedes poner hoy la mano en el fuego? —replicó Kaplan—. ¿Conoces tú a las personas? ¿Conoces tan a fondo a una sola?

—Creo que sí —respondió Barski—. A ti, por ejemplo. Tú no eres el traidor. No podrías serlo nunca.

—No sé —dijo Eli Kaplan—. Quizá por mucho dinero. O si me amenazasen... ¡No me mires así, caray! A propósito del traidor. Aún podría ser cualquiera de nosotros, pese a que Harald está aquí y Tak ingresó en el departamento de Enfermedades Infecciosas. Cualquiera de nosotros podría serlo: yo, Alexandra, Harald, Tak, tú. Digo que podría serlo. ¡Reconócelo!

—Lo reconozco, sí —contestó Barski—. ¡Maldita mierda! ¿Qué hacemos ahora?

«Tú ignoras lo que yo sé —pensó—, Es una catástrofe. ¡Una catástrofe absoluta!»

—Lo que es preciso hacer en seguida —continuó—, es cambiar la codificación. Claro que eso sólo puede hacerlo un programador de la empresa electrónica que montó el sistema. Llamo ahora mismo.

Corrió a la centralilla y Kaplan le vio hablar por teléfono. Barski no tardó en volver.

—¿Qué han dicho?

—Mañana, a primera hora, vendrá un programador. Pero aun así, ¿quién está enterado ya? Y Harald seguirá soltándolo todo, entretanto.

—Sin duda alguna —asintió Kaplan—. No podemos estar siempre a su lado. Supongamos, sólo para apoyar nuestro argumento, que tú y yo no somos traidores. Pero si se entera cualquier enfermera o cualquier médico... Dado de lo que se trata, serian capaces de hacer hablar a un difunto.

—Si tú no sabes de qué se trata, Eli.

—¡Sí que lo sé! —protestó Kaplan—. No soy idiota. Veo y oigo, ¿no? ¿Te extraña que me figure sobradamente de qué se trata, Jan?

Barski le miró en silencio.

—También sé lo que piensas —señaló el israelí.

—¡Pues dilo!

—Yo pienso lo mismo. Hace rato. Es horrible, pero no nos queda otro remedio.

—¡Di lo que piensas, diantre!

—Le pregunté a un médico si Harald tiene posibilidades de sobrevivir. Y él contestó: «Aquí ya se han producido muchos milagros.» «¿Y cuánto puede durar un milagro?», inquirí yo. «Ni idea —dijo el médico—. Pero bastante.» «¿Semanas?» «Semanas, sí. Pero lo más probable es que el milagro no se produzca. El paciente ya presentó graves trastornos del ritmo cardíaco durante la operación. Y siguen. Puede acabar en cualquier momento, pero también puede vivir aún dos o tres semanas y morir entonces. En cualquier caso, será una cosa súbita.» ¿Te das cuenta, Jan? Será una cosa súbita.

—No podemos hacerlo —declaró Barski.

—¿Quién, pues?

—No lo sé.

—¡Por eso!

—¿Qué manera hay de hacerle callar?

—¿Qué manera? Es lo que me pregunto —dijo Kaplan.

—Es horrible.

—Horrible, sí, Jan. Y tú lo sabes. Si Harald sigue hablando, puede irse todo al cuerno en cualquier momento. También eso de lo que tú no hablas. Es imprevisible lo que puede ocurrir si alguien logra descifrar el material. ¿No tengo razón?

—La tienes —contestó Barski.

—Son muchas las personas que entran ahí —indicó Kaplan—. Médicos. Enfermeras. Auxiliares sanitarios. Mujeres de limpieza. ¡Y Harald no debe seguir hablando! Sé un camino, Jan... Tiene conectado un marcapasos externo. Si se le desenchufa, Harald habrá muerto al cabo de diez o veinte segundos. No me digas que no pensaste también en esto...

—Sí —confesó Barski—. ¡Pero es un ser humano, Eli! Todavía tiene una posibilidad...

—Sólo una muy pequeña. De sobrevivir, quiero decir. Y una enorme, en cambio, de revelarlo todo.

—Aunque así sea. ¡No puedo, Eli!

—Entonces lo haré yo.

—¡No! No quiero. Sé muy bien lo que pasará, si Harald continúa hablando, pero...

Sonó un timbre.

„, La enfermera ya mayor, llamada Agathe, acudió a abrir la puerta. Fuera aguardaba un hombre alto y robusto, de cara compungida. Llevaba la bata protectora y zapatos blancos.

Barski y Kaplan oyeron lo que decía.

—Buenas tardes, enfermera. Soy Wilhelm Holsten, hermano del enfermo. Hablé con el profesor Harnack, y me autorizó a...

—¡Pase, Herr Holsten! El profesor me anunció su visita por teléfono. Viene usted de Munich, ¿no?

—Sí. ¡Pobre hermano mío!

Los dos agentes de Sondersen se pusieron de pie y mostraron sus tarjetas de identidad.

—Comisión especial de la Brigada Criminal Federal —dijo uno de ellos—. ¿Puedo ver su documentación?

—Naturalmente. Aquí tiene mi carnet de conducir.

Los agentes lo examinaron con detención, y también la foto.

—Conforme. El profesor Harnack también nos avisó a nosotros.

—¿En qué habitación está mi hermano?

—En la tres —le informó la enfermera Agathe—. Pero no permanezca dentro más de diez minutos. El doctor Holsten está muy mal. No más de diez minutos, ¿eh?

—Gracias, enfermera.

El hombre quiso ponerse en movimiento, pero Barski le interceptó el paso.

—¡Alto!

—¿Se ha vuelto usted loco? —exclamó el voluminoso hombre, mirándole con indignación.

—¿Qué sucede? —intervino uno de los agentes de seguridad.

—El doctor Holsten no tiene ningún hermano —declaró Barski.

Al momento, una pistola automática de 9 milímetros le encañonó el vientre.

La enfermera Agathe lanzó un grito.

El desconocido les dijo a los agentes, que también habían sacado sus armas:

—¡Bájenlas en seguida! ¡Manos arriba! ¡Todos! También vosotros, los de detrás. Si no obedecéis, éste tendrá una bala en la barriga.

Los agentes dejaron caer sus armas y levantaron los brazos, como todos los demás.

—¡Apartadlas con el pie! —ordenó el desconocido.

Los hombres lo hicieron.

—¡Todos atrás! ¡Retroceded inmediatamente! ¡Más todavía! Si no me hacéis caso, disparo.

Los allí presentes fueron apartándose de él y de Barski, que seguía sin moverse, con las manos en alto.

—¡Abra la puerta, enfermera Agathe! —ordenó el de la pistola.

La mujer obedeció temblorosa.

—¡Si alguien hace un movimiento, éste morirá!

—La... la puerta está abierta —tartamudeó la enfermera.

—Bien. Vuelva junto a los demás. ¡Y usted también! —añadió el individuo de cara a Barski, dándole un empujón—. ¡Todos con las manos en alto! ¡Un solo movimiento, y disparo!

El hombre se agachó y cogió las armas de los dos agentes de seguridad. Se las guardó y, con su pesada pistola en las manos, salió despacio de la unidad de cuidados intensivos y retrocedió pasillo abajo. Otro tipo armado le esperaba en la puerta del ascensor, que estaba abierta. Con una pierna interrumpió los rayos de las células de selenio, impidiendo con ello que se cerraran las dos hojas. Barski vio que, con el arma, dominaba a varias personas —médicos, pacientes, enfermeras— situadas al otro lado del ascensor. Cuando, por fin, el primer individuo estuvo en la cabina» se introdujo el segundo. La doble puerta se cerró, y la cabina inició el descenso.

En el pasillo y en toda la unidad de cuidados intensivos se desató el caos. Todo eran gritos y lloros. Un agente corrió al ascensor mientras el otro voceaba a través de su walkie-talkie:

- ¡Mayday! ¡Mayday! ¡Mayday! ¡Asalto en la UCI del piso doce, ¡unidad D! Dos hombres armados bajan en el ascensor. ¡Rodead el edificio! ¡Pedid refuerzos inmediatamente! ¡Cercad todo el recinto! ¡Pero cuidado, porque esos tipos van muy armados! Uno de ellos es muy alto y llevaba bata blanca y calzado blanco. Rubio y musculoso. El otro es más bajo y más joven, rechoncho. Traje gris, camisa azul, sin corbata.

—¡El ascensor sigue bajando! —gritó el colega.

—¡Ascensor sigue bajando! —repitió el del walkie-talkie.

—¡Se detiene en el sótano! —bramó el que había corrido al ascensor—. ¡En el último!

—Se detiene en el último sótano. ¡Bloquead todas las salidas!

El agente del radioteléfono vio que su compañero había hecho subir la cabina del segundo ascensor.

—¡Baja el compañero! —gritó—. Yo me quedo aquí. Over.

La enfermera Agathe se había desmayado. Las demás enfermeras seguían chillando. Un médico atendió a Agathe. El resto del personal femenino se apiñaba junto a la salida, pero el agente de seguridad ordenó:

—¡Todo el mundo permanece aquí!

—Queremos irnos.

—¡Nadie se va!

El agente apoyó la espalda contra la puerta. En la pequeña antesala reinaba un gran alboroto.

Una enfermera entró de manera precipitada y gritó:

—¡Doctor Gross! ¡Venga, doctor Gross!

El médico que había atendido a Agathe acudió en el acto. Los dos desaparecieron en la habitación número 3. La puerta se cerró detrás de ellos.

La enfermera Agathe se había levantado ya. De los seis teléfonos de la centralilla, sonaban cinco. Las tres enfermeras hablaban a la vez.

—¡Basta ya de tanto chillar! —protestó una doctora.

El jaleo cedió un poco. Algunas enfermeras lloraban.

—¿Qué hacemos? —preguntó Barski.

—Esperar —contestó Kaplan.

La espera duró seis minutos. Entonces reaparecieron el doctor Gross y la enfermera.

—El doctor Barski y el doctor Kaplan, ¿no? —preguntó el médico.

—Sí, lo somos.

—¡Maldito pánico...! La enfermera Nicole se dio cuenta de la fibrilación cardíaca —explicó el facultativo—. Cuando entramos en la habitación de Holsten, ya estaba muerto.

Con los payasos llegaron las lágrimas
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