18

Penetraron en la amplia sala de estar. Los agentes de seguridad continuaban fuera. En la pieza había hermosos muebles antiguos: cómodas y armarios, un tresillo ante un hogar imponente... Completaban la decoración diversos grabados de colores, y en un rincón se veía un bar. Por las tres grandes ventanas penetraba la clara luz del sol. Las puertas de los armarios estaban abiertas de par en par, y los cajones habían sido arrancados. El suelo aparecía cubierto de documentos, papeles y cartas.

Westen acababa de tomar asiento en una ancha cama turca, cuando palideció.

—¡Alvin! —dijo Norma—. ¿Vuelves a sentirte mal?

El ex ministro sonrió.

—Dame un par de píldoras de las que me dio el médico de Hamburgo. Pero no con agua. ¡Con whisky, por favor! Allá, detrás del bar, veo un par de botellas de «Chivas Regal Salut». El pobre Milland ya las tenía a punto.

Norma corrió al tallado mostrador, delante del cual había un par de taburetes. Tomó una botella y un vaso del estante de espejo y sirvió algo de whisky.

—¡Más, más! —protestó el anciano, a cuya frente volvían a asomar gotas de sudor—. ¡Más, he dicho, demonios! ¡Quiero el vaso lleno!

Norma regresó junto a él y le dio varias de las píldoras que llevaba en su bandolera. Westen las tragó con whisky. Los demás le miraron preocupados, al observar cómo se enjugaba el sudor.

—Un minuto —murmuró el ex ministro, al mismo tiempo que procuraba respirar hondamente.

—Es usted un irresponsable —le acusó Sondersen—. ¡Debiera estar en un hospital!

—Soy un irresponsable, sí. Tiene toda la razón —replicó, sin moverse, muy concentrado en su respiración.

Nadie habló.

Transcurrido un minuto, aproximadamente, el color volvió a su rostro, y con su voz de siempre preguntó:

—¿Cómo pudo suceder esto?

—El doctor Milland fue asesinado antes de que llegaran mis hombres.

—¿Qué significa eso? ¿Cuándo salieron de Alemania? —inquirió Norma.

—Tan pronto como tuvimos noticia de la proyectada entrevista de Herr Westen con Henry Milland. Esta mañana.

—¿Y?

—Cuando llegaron, Henry Milland ya estaba más que muerto. Su ama de llaves, que vive en la aldea, le encontró ayer por la mañana, cuando venía a trabajar. Yacía al pie de las encinas. Un médico de la Policía comprobó que Milland había sido asesinado de un disparo la noche anterior, entre las 21 y las 24 horas. O sea que ya llevaba de nueve a trece horas muerto, cuando la mujer descubrió el cadáver. Alguien tuvo que estar enterado del asunto mucho antes de que usted me avisara, Frau Desmond. Y eso es muy grave.

—Yo...

—¿Por qué no me hizo saber en seguida que Herr Westen había recibido la carta?

—Yo se lo prohibí —declaró Westen.

—¿Por qué? —gritó Sondersen, furioso.

—Porque quería salvarle la vida. Pensé que, si se lo notificaba, el traidor..., ese traidor que forzosamente tiene que existir, y ahora lo vemos bien claro..., informaría sin pérdida de tiempo a su gente, que entonces mataría a Milland.

—Una reflexión bien poco afortunada —dijo Sondersen.

—¡No podía imaginarme que ese maldito traidor estuviera enterado de todo, absolutamente de todo! Que Milland necesitaba protección, era evidente. Toda la protección posible, pero también lo más tarde posible, porque creí que sus enemigos sólo podrían ser advertidos cuando los agentes de la Brigada Criminal estuviesen ya aquí... No quise que tuvieran la oportunidad de acercarse a Milland. Ese traidor... ¡No entiendo cómo se las arregla para enterarse en seguida de todo!

—Nadie lo entiende —contestó Sondersen—. Sin embargo, es así. Cuando mis hombres llegaron a Guernesey y se enteraron del asesinato, establecieron contacto conmigo. Ustedes ya volaban en el avión de «Lufthansa». Mis agentes les rodearon desde el momento en que alquilaron el aparato en Hamburgo hasta que aterrizaron en la isla. Uno de ellos les trajo a la casa en su jeep.

—Roger Hardwick —dijo Norma—. ¿También es uno de los suyos?

—Claro.

—¡Pero si es imposible! Ese hombre conoce Guernesey como el bolsillo de su chaqueta. ¡No sabe lo que llegó a explicarnos sobre el idioma, la historia de la isla y la ocupación de los alemanes!

—Precisamente fue uno de esos soldados —señaló Sondersen—. Desembarcó aquí el 3 de julio de 1940, y no abandonó Guernesey hasta el 12 de setiembre de 1946. Seis años son suficientes para que una persona conozca a fondo a la gente, el idioma, las costumbres y la historia de una isla, ¿no?

—Entonces tampoco se llama Hardwick —indicó Norma.

—Naturalmente que no. Este hombre constituyó un golpe de fortuna. Pero no lo ha sido para Milland, por desgracia. Cuando recibí el radiograma, le dije al doctor Barski que debía volar de inmediato a Guernesey, y él me suplicó que le dejara venir conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Norma.

—Por usted —respondió Sondersen—. ¿Qué se figura?

—Jan... —susurró Norma con voz insegura—. ¿Usted dejó la clínica y a Frau Holsten...?

—Sí.

—Y a Tak en el departamento de Enfermedades Infecciosas...

—Sí.

—¿Y el entierro?

—Será mañana. Asistirán Eli y Alexandra. Tenía un miedo terrible de que le sucediera algo, Norma. Tuve que venir.

—De cualquier forma puede suceder algo... —dijo Norma en un murmullo.

—Desde luego. Pero en tal caso estaría con usted. No volveré a separarme de su lado. No la dejaré sola ni un minuto. Yo...

Barski miró a los demás, y en su rostro había una profunda turbación.

—Perdonen, pero... Frau Desmond significa mucho para mí... —agregó.

—Para mí también —declaró Westen—. En su lugar, yo habría hecho lo mismo: dejarlo todo y volar a Guernesey lo antes posible. No tiene por qué disculparse.

—Gracias —murmuró Norma de manera casi imperceptible—. ¡Gracias, Jan!

Con los payasos llegaron las lágrimas
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